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– El tío ha dicho que lo habías hecho.

Gideon oyó cómo Lamoine jadeaba.

– Pero ¡no es verdad!

– Eso es lo que yo le he dicho. Escucha, Lamoine, aquí estamos en plena auditoría de seguridad. Te apuesto lo que quieras a que andan detrás de ti.

– ¿Qué voy a hacer? -gimió Hopkins-. No he hecho nada malo. Desde aquí no podría hacer una llamada VoIP ni aunque quisiera.

– ¿Por qué no?

– Por el cortafuegos.

– Hay muchas maneras de evitar un cortafuegos.

– ¿Bromeas? Somos una instalación secreta.

– Siempre hay una manera.

– ¡Joder, Kenny, sé que no la hay! Yo soy IT, igual que tú, ¿recuerdas? Solo hay un puerto de salida en toda la red y lo único que deja pasar son paquetes codificados con frases contraseña de nodos específicos, y son todos seguros. Además, por si fuera poco, esos paquetes únicamente pueden ir a ciertas IP externas y todos los documentos secretos de este archivo están digitalizados. Aquí están todos paranoicos con la seguridad electrónica. No hay forma de que yo haya podido llamar por Skype. ¡Si ni siquiera puedo enviar un correo electrónico!

Gideon tosió y carraspeó.

– ¿Y no sabes el número del puerto?

– Pues claro que lo sé, pero no tengo acceso a las frases contraseña semanales.

– ¿Y Winters, tu jefe? ¿Tiene acceso?

– No. Creo que únicamente lo tienen los dos o tres jefazos de arriba. El director, el subdirector y el director de seguridad. Con las frases contraseña podrías enviar desde aquí cualquiera de nuestros documentos secretos.

– Pero ¿no sois vosotros, los del IT, quienes generáis esas frases contraseña?

– ¿Estás de coña? Nos llegan directamente de los espías. Es más, las mandan en un sobre sellado que trae un agente para que no entren en ningún sistema electrónico. ¡Llegan escritas a mano en una maldita hoja de papel!

– El problema es el número del puerto -contestó Gideon-. Ese sí que está escrito.

– Está guardado en una caja fuerte, pero mucha gente sabe cuál es.

– Me da la impresión de que te están tendiendo una trampa -masculló Gideon-. Como si alguien de arriba la hubiera pifiado y estuviera buscando alguien a quien cargarle el muerto. «¿Por qué no se lo endilgamos a Lamoine?», habrá dicho.

– ¡Y una mierda!

– Ocurre todos los días, y siempre es el más débil el que paga los platos rotos. Tienes que protegerte, tío.

– ¡Ya me dirás cómo!

Gideon dejó que el silencio se prolongara.

– Tengo una idea. Puede que salga bien. ¿Cuál me has dicho que era el número del puerto?

– Seis-uno-cinco-uno, pero ¿qué tiene que ver?

– Voy a hacer unas comprobaciones y volveré a llamarte esta noche. Entretanto, no digas nada de esto a nadie. Mantén la boca cerrada y haz tu trabajo como si tal cosa. Ah, y no me llames. Seguro que rastrean tus llamadas. Hablaremos cuando llegues a casa.

– No puedo creer lo que me está pasando. Oye, Kenny, gracias por todo, de verdad.

Gideon tosió de nuevo.

– ¿Para qué están los amigos, tío?

5

Gideon Crew colgó y empezó a desvestirse. Abrió el armario y dejó encima de la cama una maleta de la que sacó una camisa recién planchada y hecha a medida por Turnbull & Asser. Se la puso sobre su cuerpo delgado y se la abrochó hasta arriba. A continuación, hizo lo mismo con un traje azul oscuro de Thomas Mahon que remató con un cinturón y una corbata de flores Spitalfield (¿de dónde sacaban esos nombres los ingleses?). Hizo un vistoso nudo y se lo ciñó con cuidado. Se puso la chaqueta y utilizó un poco de gel para peinarse el cabello liso hacia atrás. Como toque final se aplicó un poco de tinte gris en las sienes que le añadió al instante cinco años de edad.

Dio media vuelta y se contempló en el espejo. Tres mil doscientos dólares para ser una persona nueva -traje, camisa, cinturón, corbata, zapatos y corte de pelo-, más otros dos mil novecientos para viaje, motel, coche y chófer. Todo había salido de cuatro tarjetas de crédito nuevas obtenidas únicamente para tal fin, sin la menor esperanza de reembolso.

Bienvenido a Estados Unidos.

El coche, un Lincoln Navigator negro, le esperaba en la puerta del motel. Subió al asiento trasero y entregó una nota con la dirección al chófer. Se acomodó en el asiento de cuero mientras el vehículo arrancaba; se ajustó la ropa y puso buena cara mientras intentaba no pensar en la tarifa de trescientos dólares la hora ni en el precio, muy superior, que tendría que pagar por el timo que iba a dar, si alguna vez lo descubrían.

El tráfico era fluido, así que treinta minutos más tarde el coche se detuvo en la entrada de Fort Belvoir, que albergaba la Dirección de Información de INSCOM: un edificio bajo y moderno, espantosamente feo, construido en los años sesenta entre algarrobos y rodeado por un gran aparcamiento.

En algún lugar de su interior se hallaba Lamoine Hopkins, sin duda sudando la gota gorda. Y también en algún otro lugar se hallaba el memorando secreto escrito por el padre de Gideon.

– Aparque en la puerta y espéreme -dijo este, dándose cuenta de que su voz sonaba chillona y nerviosa. Tragó saliva e intentó relajar los músculos del cuello.

– Lo siento, señor, pero pone «Prohibido aparcar».

Se aclaró la garganta y esta vez su voz sonó grave y confiada.

– Si alguien le dice algo, explíquele que el congresista Wilcyzek tiene una reunión con el general Moorehead; pero, si insisten, no monte una escena y aparque donde le digan. No tardaré más de diez minutos.

– Sí, señor.

Gideon se apeó del Navigator y caminó hacia la entrada. Pasó las puertas automáticas y se dirigió hacia el mostrador de recepción e información. El amplio vestíbulo estaba lleno de personal militar y de civiles que iban de un lado para otro con aires de importancia. ¡Cómo detestaba Washington!

Luciendo una sonrisa fría, se acercó a la mujer del mostrador y vio que llevaba el pelo, azul, tan cuidadosamente peinado que no se le escapaba ni un solo cabello. Estaba claro que se trataba de una fanática del procedimiento, alguien que se tomaba muy en serio su trabajo. Gideon no habría podido pedir nada mejor. Los que seguían las normas al pie de la letra eran siempre los más previsibles.

– Soy el congresista Wilcyzek y he venido a ver al subdirector, el general Thomas Moorehead -dijo sonriendo y sin apenas dignarse a mirarla. Echó un vistazo al reloj y añadió-: Llego con tres minutos de adelanto.

Ella se puso tiesa como un palo.

– Desde luego, congresista. Un momento, por favor.

Descolgó un teléfono, pulsó una tecla, habló un momento y se volvió hacia Gideon.

– Disculpe, congresista, ¿puede deletrearme su apellido?

Gideon dejó escapar un suspiro de irritación antes de deletrearlo, para dejar bien claro que ella tendría que haber sabido cómo se escribía su nombre. De hecho, hizo lo posible por adoptar el aire de alguien acostumbrado a que le reconozcan y que desprecia a quienes no lo tratan como deberían.

La mujer frunció los labios y se puso nuevamente al teléfono antes de colgar.

– Lo siento muchísimo, congresista, pero el general estará fuera todo el día, y su secretaria no tiene constancia de ninguna cita con usted. ¿Está seguro de que…?

Se interrumpió cuando Gideon la fulminó con la mirada.

– ¿Que si estoy seguro? -preguntó él, arqueando una ceja.

Los labios de la recepcionista se convirtieron en una mueca de disgusto, e incluso su pelo azul se estremeció de irritación contenida.

Gideon miró el reloj y después a la mujer.

– Señorita ¿qué…?

– Wilson, señorita Wilson.

Sacó una hoja doblada del bolsillo y se la entregó.

– Léalo usted misma.

Era un correo electrónico que el propio Gideon había amañado, supuestamente remitido por la secretaria del general, confirmando la cita para un día y hora en que Gideon ya sabía que el general no estaría. Ella lo leyó y se lo devolvió.