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El camello soltó un gemido, acurrucándose en el suelo en posición fetal.

Antes de salir del edificio, Gideon se aseguró de que el Pupas no estuviera merodeando por allí. Luego, se dirigió a la estación de Grand Concourse y por el camino tiró las llaves, la cartera y las monedas en una alcantarilla, pero conservó el dinero y las armas.

En ese momento tenía dos pistolas. Se escondió en un portal y examinó el botín. La otra era una Taurus Millenium Pro de calibre 32 ACP y tenía el cargador lleno. Metió las balas en el cargador de la Beretta y se guardó las armas en la parte trasera del cinturón. A continuación, se quitó la chaqueta y se examinó el hombro. La herida no era tan leve como había creído, pero seguía siendo superficial. Volvió a ponerse la chaqueta y miró la hora: las diez de la mañana.

De camino al metro, paró en una farmacia, compró un apósito, entró en el aseo y se lo puso en el hombro. Acto seguido, y obedeciendo un impulso, entró en una papelería y compró una libreta, hojas de papel, bolígrafos y un sobre de papel marrón grueso. Por último, se dirigió a una cafetería cercana y se sentó para escribir sus últimas voluntades.

59

El establecimiento era un lugar agradable, un refugio robusto frente a la miseria y la suciedad del exterior. Una camarera curtida en mil batallas, de al menos sesenta años, pero tan alegre y animosa como una quinceañera, con el pelo crepado y un dedo de maquillaje, se acercó a su mesa.

– ¿Qué puedo servirte, cariño?

Era perfecta. Por primera vez desde hacía bastante tiempo Gideon experimentó una emoción que no era sombría y se esforzó por sonreír.

– Café, huevos con beicon y tostadas.

– Volando.

La camarera se alejó. Gideon abrió la libreta y se puso a pensar. Había dos cosas en el mundo a las que tenía particular aprecio: una era su cabaña de las montañas Jemez; la otra, el dibujo de Winslow Homer. Este tendría que volver al Merton Art Museum, de Kittery, Maine, de donde se lo había apropiado años atrás; pero la cabaña… Deseaba asegurarse de que fuera a parar a manos de alguien que la apreciara tanto como él y que no permitiera que acabase medio en ruinas. Tampoco quería venderla un promotor inmobiliario. Aun suponiendo que lograra derrotar a Nodding Crane -y era mucho suponer-, seguiría teniendo que enfrentarse con la muerte, cara a cara, en un plazo muy breve.

La camarera le puso el plato delante.

– ¿Qué? -preguntó jovialmente-. ¿Escribiendo la gran novela americana?

Él le respondió con su mejor sonrisa, y la mujer se alejó, satisfecha. Mientras contemplaba su propia mortalidad -cosa que había hecho con frecuencia últimamente-, Gideon se dio cuenta de que no tenía a nadie, porque había pasado la mayor parte de su vida adulta alejándose de la gente. No tenía familia, no tenía verdaderos amigos, ni siquiera colegas del trabajo con los que mantuviera cierta relación. Lo más parecido a un amigo que tenía era Tom O'Brien, pero su relación siempre había sido transaccional, y Tom carecía de integridad. Al final, su única amiga de verdad había resultado ser una prostituta, y él había conseguido que la asesinaran.

– ¿Un poco más de café? -preguntó la camarera.

– Gracias.

Entonces se le ocurrió, alguien en quien podía confiar: Charlie Dajkovic. No había vuelto a hablar con él desde la muerte del general Tucker, pero sabía que había pasado una temporada en el hospital y que se había recuperado satisfactoriamente. No se podía decir que fueran amigos, pero era un hombre honrado y decente.

Empezó a escribir, intentando controlar el leve temblor de su mano. No era fácil. Dajkovic recibiría la cabaña con todo su contenido, salvo el dibujo de Winslow Homer. Lo nombró albacea y le encargó la tarea de devolver de forma anónima la obra de arte al museo Merton. En vida había conseguido eludir toda sospecha y no quería que lo acusaran de nada una vez muerto.

No tardó en tener listo el documento. Cuando lo repasó, su mente le recordó el rincón secreto del Chihuahueño Creek que había descubierto para pescar. Encontrar aquel remanso, el lugar más bonito del mundo, le había llevado años de explorar las aguas de los arroyos que surcaban las montañas Jemez. Tras meditarlo unos instantes, dio la vuelta a la hoja y trazó un mapa del lugar para Dajkovic, mostrándole cómo llegar hasta allí, junto con una serie de consejos sobre qué cebos utilizar según la época del año. Ese sería su mayor legado.

Confió en que a Dajkovic le gustara pescar. Cuando hubo acabado, pidió a la camarera que se acercara.

– ¿Más café? -le preguntó ella.

– No, pero quería pedirle un favor.

El rostro de la mujer se iluminó en el acto.

– Esto que acabo de escribir es mi testamento, y necesito dos testigos para que le den validez.

– Pero, cariño, ¡si eres un crío! ¿En qué estás pensando? -La mujer le llenó la taza, de todos modos-. Yo te llevo al menos treinta años de ventaja y todavía ni se me ha pasado por la cabeza.

– Tengo una enfermedad terminal -repuso, y enseguida se preguntó por qué confiaba en aquella desconocida.

La mujer le apoyó cariñosamente la mano en el hombro.

– Lo siento. De todas maneras, no hay nada escrito de antemano. Reza a Nuestro Señor y él hará el milagro. -Se volvió-. Gloria, ¿quieres venir, por favor? Este joven necesita que le echemos una mano.

La otra camarera, una joven regordeta de unos veinte años, se acercó, feliz de poder ayudar en algo. Gideon se sintió conmovido por la generosidad de aquellos corazones que no sabían nada de él.

– Voy a firmar esto -les explicó- y me gustaría que actuaran como testigos para darle validez. Tienen que firmar aquí y poner su nombre debajo.

Firmó, les entregó la hoja y ellas cumplieron su papel como testigos. La mujer mayor le dio un espontáneo abrazo.

– Rece al Señor. No hay nada que él no pueda hacer.

– Muchas gracias. Han sido ustedes muy amables.

Mientras se alejaban, Gideon metió el testamento en el sobre y lo dirigió a la atención de Eli Glinn con una nota en la que le pedía que se encargara de hacerlo llegar a su destinatario. A continuación, sacó el fajo de billetes que había arrebatado al camello, lo dejó debajo del plato y salió rápidamente de la cafetería.

De camino a la estación de metro, echó el sobre al buzón y se compadeció de sí mismo por su patética vida que, de un modo u otro, no tardaría en llegar a su fin. Quizá la camarera estuviera en lo cierto. Quizá lo mejor fuera rezar. Ninguna otra cosa le había funcionado en su miserable vida.

60

Gideon cogió el metro hasta el final de la línea; desde allí, el autobús en dirección a City Island, y, a mediodía, estaba en Murphy's Bait and Tackle, en City Island Avenue, rodeado de bandadas de gaviotas que lo sobrevolaban. Costaba creer que aquella tranquila aldea de pescadores formara parte de la ciudad de Nueva York.

Entró en una tienda estrecha llena de peceras, y vio a un tipo enorme en el mostrador del fondo.

– Buenos días, ¿qué puedo hacer por usted? -tronó afablemente con su acento del Bronx.

– ¿Es usted Murphy?

– El mismo que viste y calza.

– Me gustaría alquilar un bote.

Cerraron el trato rápidamente, y el propietario lo acompañó a través de la tienda hasta el embarcadero de la parte de atrás, donde había media docena de barcas de fibra de vidrio con motores fuera borda de seis caballos y sus respectivas latas de gasolina.

– Va a haber tormenta -comentó Murphy, mientras comprobaba que todo estuviera a punto-. Será mejor que esté de vuelta antes de las cuatro.

– No hay problema -contestó Gideon mientras guardaba la caña de pescar y los cebos que había comprado para disimular.

Unos minutos más tarde había zarpado, pasaba bajo el puente de City Island y se adentraba en las aguas abiertas del canal de Long Island. Hart Island se hallaba a media milla en dirección nordeste, una forma larga y difusa en la calina, dominada por una chimenea que se alzaba veinte metros hacia el cielo. Se había levantado viento y el bote cabeceaba entre las aguas rizadas, el agua golpeando contra el casco. En lo alto se amontonaban nubes grises, y las gaviotas volaban aprovechando las corrientes de aire y graznando ruidosamente.