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– ¿Y luego?

Gideon dio un golpecito a su mochila.

– He traído las radiografías. Me temo que tendremos que ensuciarnos un poco las manos para sacar ese fragmento de metal.

– ¿Cuándo crees que aparecerá Nodding Crane?

– Creo que actuará de modo impredecible. Por eso te mantendrás oculta y solo intervendrás cuando asome la cabeza o cuando haya empezado la fiesta. Tienes que aprovechar al máximo el efecto sorpresa. ¿Lo entiendes?

– Perfectamente. Aparte de esto, ¿tienes un plan B?

– Y un C y un D. La naturaleza imprevisible de la isla juega a nuestro favor. -Gideon sonrió con aire siniestro-. Nodding Crane actúa como un jugador de ajedrez, pero nosotros le retaremos a una partida de dados.

64

Cuando la embarcación entró en el canal de Long Island, la tormenta los golpeó con toda su fuerza, provocando un intenso cabeceo que zarandeó el bote y lo llenó de agua. El frente de relámpagos se acercaba, y los truenos resonaban como descargas de artillería.

Gideon encaró la barca con la proa contra el viento.

– Empieza a achicar -ordenó a Mindy.

Manteniéndose agachada, cogió el cazo oxidado que había en proa y comenzó a recoger agua y a echarla por la borda. En ese momento, una ola se abatió sobre la regala y los dejó empapados.

– ¡Dios mío, este bote parece una bañera! -exclamó Mindy sin dejar de achicar.

Las luces de City Island brillaban en la distancia, pero ante ellos todo era negrura. Gideon sacó una brújula del bolsillo, se orientó y corrigió el rumbo. Si el cabeceo del bote era fuerte, el oleaje era peor y resultaba sorprendentemente alto tratándose de aguas protegidas.

El motor tosió y renqueó. Si se paraba, estarían perdidos. Sin embargo, siguió funcionando y propulsando el bote a través de la tormenta mientras Mindy no dejaba de achicar. La travesía no era larga, apenas media milla, pero navegaban contra el viento, y una corriente muy fuerte los empujaba hacia el norte.

Si no llegaban a la isla, su siguiente parada sería el bajío de Execution Rocks.

Gideon volvió a comprobar el rumbo y compensó el efecto de la corriente dirigiéndose más hacia el sur. Otra ola los embistió de costado, zarandeándolos hasta casi volcar el bote. El pequeño motor protestó con más renqueos cuando Gideon volvió a poner la embarcación en rumbo.

– Vamos a ahogarnos antes incluso de haber llegado -protestó Mindy.

Pero, justo en ese momento, el perfil de City Island se dibujó débilmente en la oscuridad y bajo él apareció una línea blanca, donde las olas rompían contra la orilla. Gideon puso proa al extremo sur de la isla.

– Prepárate para saltar -dijo en voz baja, mientras sacaba de la mochila unas gafas de visión nocturna y se las entregaba-. Póntelas. No conviene usar la linterna. Ajústate al horario que te he marcado y asegúrate de estar en posición para cuando yo llegue. Y, por amor de Dios, espera tu oportunidad.

– Llevo en esto más tiempo que tú -respondió Mindy, colocándose las gafas.

Las olas rompían ante ellos contra una orilla rocosa.

– ¡Ahora! -le dijo Gideon.

Mindy saltó al agua, y él engranó la marcha atrás y dio gas. La hélice batió el agua con esfuerzo. Mindy se había desvanecido en la oscuridad. Gideon se alejó de la isla y dio un rodeo para que nadie pudiera oír el ruido del motor desde tierra. La lluvia y los rociones azotaban la embarcación.

Navegando por estima, viró hacia el norte, en paralelo a la orilla oriental de la isla, y, cuando calculó que había recorrido medio camino, enfiló hacia ella. Al aproximarse vio la silueta de la gran chimenea, que constituía su punto de referencia, y siguió a todo gas hacia la playa y el saladar. Cuando la proa del bote tocó tierra, Gideon saltó de la embarcación y la empujó hasta dejarla amarrada en el denso saladar.

Allí se preparó para el recorrido que lo esperaba. Comprobó las armas, se puso las gafas nocturnas y echó un último vistazo al mapa. Para reducir las posibilidades de que lo detectaran, había escogido un camino más largo y poco frecuentado, un camino que cruzaba las zonas en ruinas más inestables y peligrosas.

Seguramente, Nodding Crane habría llegado antes que él, estudiado el lugar y elegido la mejor posición, igual que una araña esperando que la presa caiga en su tela. Y aunque no se lo había dicho a Mindy, Gideon creía saber cuál era esa posición. En la isla había un lugar que él mismo habría elegido: un punto que otorgaba ventaja en todos los sentidos. Si interpretaba correctamente el pensamiento de Nodding Crane -y creía que así era-, el asesino no resistiría la tentación de ocupar la mejor posición ofensiva.

La lluvia caía como una cortina de agua mientras el rugido del trueno seguía al fulgor de los relámpagos. Aquello era otro elemento estocástico a su favor. Miró la hora: las diez y media. Le quedaban otros veinte minutos antes de que Mindy se situara en posición.

Se arrastró por la hierba empapada y entre densos arbustos. Las gafas nocturnas le mostraban el entorno bañado en una lúgubre luz verdosa, pero la lluvia oscurecía y difuminaba los detalles. Era como moverse casi a ciegas por un paisaje fantasmal.

Se abrió paso a través de la frondosa maleza hasta que llegó a la parte trasera de un edificio medio derruido: el orfanato para muchachos. Entró en su mohoso interior por una ventana rota. El agua caía por los agujeros del tejado. La principal ocupación de aquellos huérfanos había sido la confección de calzado, de manera que había zapatos viejos tirados por todas partes, retorcidos como hojas secas, entre hormas medio carcomidas, herramientas y trozos de cristal. Avanzó a lo largo de la pared, pistola en mano, con cuidado de no pisar vidrios rotos.

Enseguida se encontró en el pasillo principal del edificio. Los rugidos de la tormenta le llegaban apagados a través de las paredes.

Al final del pasillo dio con una puerta trasera medio abierta, que colgaba de una única bisagra. Desde allí atravesó corriendo una zona cubierta de malas hierbas y entró en el bloque que había albergado los dormitorios. Los muros estaban llenos de pintadas. Pasó ante una hilera de literas de hierro oxidado y se detuvo un momento al ver un potente relámpago y escuchar el inmediato trueno. Cada descarga iluminaba el interior del edificio con una luz espectral, haciendo que las camas de hierro proyectaran sombras temblorosas en las paredes. Alguien había dejado una gran pintada encima de una de las literas donde se leía: «Quiero morir».

Gideon se apresuró. En el extremo más alejado del edificio pasó ante varias habitaciones pequeñas donde se amontonaban viejos archivadores y cajas de cartón llenas de carpetas mohosas y reventadas. Una rata enorme, subida en una pila de papeles, lo observó pasar sin inmutarse.

Volvió a salir a la tormenta. La lluvia caía con más fuerza que antes. Dejó atrás las ruinas y se adentró de nuevo en el bosque, acercándose a la parte más antigua de la zona de las fosas. Mientras se abría paso entre los árboles, se tropezó con los viejos marcadores de las tumbas, que asomaban entre la vegetación y que, hilera tras hilera, señalaban la ubicación de antiguas fosas comunes. Algunos huesos sobresalían aquí y allá, entre las hojas y el follaje del suelo.