No podía detenerse. Tenía que evitar cargar demasiado con su peso un mismo sitio y a la vez mantenerse en el lado opuesto de su perseguidor.
– ¡Crew! -le llegó la voz desde abajo-. ¡Esto es un suicidio!
– ¡Sí! ¡Para los dos! -respondió Gideon, gritando.
Y lo era. Se derrumbara o no la chimenea, no podría volver a bajar por aquella escalera. Estaba en demasiado mal estado. Eso sin contar con que Nodding Crane se lo impediría. Tan pronto como llegara a la cima, el asesino se acercaría, y sería el fin.
– ¡Está loco, Crew!
– ¡No le quepa la menor duda!
La chimenea se estremeció con una ráfaga de viento particularmente violenta que provocó que se desprendieran unos cuantos ladrillos de lo alto. Gideon se pegó contra la pared para esquivarlos mientras pasaban junto a él, chocando y rebotando en la escalera. Miró hacia abajo, pero su perseguidor se encontraba al otro lado de la curva. En esos momentos, los relámpagos se sucedían casi sin interrupción y le permitían ver cada pocos segundos.
Miró hacia arriba. Se hallaba cerca de la cima. Una pasarela estrecha de hierro, a la que le faltaban varios soportes, rodeaba la boca de la gran chimenea; además, estaba peligrosamente inclinada. Siguió subiendo, paso a paso, y aferrándose a la barandilla con todas sus fuerzas.
De repente, se encontró arriba de todo, rodeado por el bramido de la tormenta. Se arrastró por una abertura hasta la pasarela y se sujetó con fuerza a causa de la inclinación. Varios ladrillos se habían desprendido del borde, de modo que la boca de la chimenea parecía llena de dientes ennegrecidos. Una rejilla cubría la abertura para evitar que las cenizas salieran volando. También había dos reguladores de tiro hechos de bronce. Estaban abiertos y las tapas parecían las alas de un murciélago gigante. Del fondo de la chimenea surgía un extraño gemido grave, como si fuera la garganta de algún monstruo antediluviano.
No había adónde ir.
«Uno de nosotros morirá en Hart Island. Así es como lo ha planeado, y así es como ha de ser.»
70
Sonó una risotada.
– ¡Fin de trayecto! -dijo la voz desde abajo, con súbito sarcasmo.
«¿Y ahora qué?», se dijo Gideon. Había subido hasta allí sin un plan.
Una racha de viento lo embistió, y lo alto de la chimenea osciló ligeramente, mientras más ladrillos caían al vacío. A ese ritmo, la maldita chimenea podía venirse abajo en cuestión de minutos.
De repente, se le ocurrió una idea. Cogió uno de los ladrillos sueltos y se asomó por la barandilla, esperando el siguiente relámpago.
Llegó acompañado del trueno e iluminó de lleno a Nodding Crane, que se aferraba al pasamanos, cuarenta metros más abajo. Gideon le lanzó el ladrillo.
Una ráfaga de metralleta llenó de agujeros la pasarela, y Gideon estuvo a punto de caer al echarse hacia atrás. Oyó otra risotada.
Su ocurrencia había resultado una pérdida de tiempo. Nodding Crane podía verlo fácilmente con sus gafas de visión nocturna, mientras que él tenía que esperar la luz de un relámpago. Lo único que conseguiría sería acabar acribillado.
El viento silbaba alrededor de los reguladores de tiro con un ruido cantarín. Se asomó al interior de la boca, pero estaba tan oscura que no pudo ver nada, aunque de ella seguía brotando el mismo ulular siniestro. El viento azotaba la chimenea, la pasarela se estremecía y la escalera golpeaba la estructura de ladrillo. Parecía que todo estaba a punto de derrumbarse de un momento a otro.
«A punto de derrumbarse…»
Por alguna razón, en su mente apareció una imagen de Orchid. «Estás metido en algún lío, ¿verdad? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Por qué no me dejas ayudarte? ¿Por qué insistes en apartarme de tu lado?»
Miró el sistema regulador de tiro. Estaba hecho de bronce y seguía en buenas condiciones. Una palanca larga hacía funcionar un engranaje que levantaba o bajaba las pesadas tapas semicirculares. Cogió la palanca y tiró de ella. Los reguladores se estremecieron con un chirrido, pero apenas se movieron. Dio un fuerte tirón a la palanca, pero tampoco consiguió nada. Sujetándose a la barandilla con ambas manos, le propinó un fuerte puntapié.
La palanca se soltó, y las dos tapas se cerraron con estrépito, haciendo vibrar la chimenea de arriba abajo. Varios ladrillos cayeron al vacío por el golpe, y toda la estructura se balanceó peligrosamente.
– ¿Qué hace? -gritó Nodding Crane, desde más abajo, con la voz ahogada por el pánico.
Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Gideon.
Sujetó con fuerza la palanca, tiró y volvió a abrir los reguladores. Los engranajes giraron haciendo saltar restos de cardenillo y las tapas se levantaron como un puente levadizo.
Soltó la palanca, y las dejó caer de nuevo.
El golpetazo hizo que la chimenea se estremeciera con más fuerza que antes. Una serie de ominosos ruidos y chirridos ascendió por el cañón de la chimenea mientras esta oscilaba.
– ¡Está loco! -gritó Nodding Crane.
El destello de un relámpago reveló que se hallaba justo por debajo de la pasarela. Gideon oyó su respiración jadeante y cómo la escalera de hierro crujía bajo su peso. Lo asombraba que hubiera tenido el valor de llegar tan arriba y le llamó la atención ver unas uñetas brillando en el extremo de los dedos de su mano derecha.
Volvió a abrir los reguladores.
– ¡Decid buenas noches! -gritó, dejándolos caer con estruendo.
– ¡No!
Tiró una vez más de la palanca y soltó las tapas por tercera vez. La chimenea pareció girar sobre su base, y del suelo le llegó un rumor de ladrillo contra ladrillo.
– ¡Loco!
El fogonazo de otro relámpago le permitió ver que Nodding Crane se aferraba a la escalera, aterrorizado, y empezaba a descender.
Gideon soltó una carcajada demencial.
– ¿Quién es el loco ahora? -gritó-. ¡Soy yo quien no tiene miedo de morir! ¡Tendría que haberse quedado abajo y esperar a que bajara para matarme!
Dejó caer las tapas otra vez. La pasarela se estremeció y se ladeó bruscamente con un ruido de hierro fracturado. Gideon empezó a resbalar, pero logró asir la palanca del regulador y sujetarse. La pasarela se ladeó aún más mientras saltaban los soportes. El viento la empujó como si fuera una vela y la hizo flamear. Al final, con un último chirrido de metal retorcido, la arrancó definitivamente y la lanzó a la oscuridad de la tormenta. Gideon quedó agarrado a la palanca, con los pies colgando en el vacío.
Otro relámpago centelleó. Nodding Crane bajaba por la escalera tan rápido como podía. Si conseguía llegar al suelo, Gideon no vería cumplidas sus ansias de venganza y moriría igualmente.
Haciendo acopio de una fuerza que desconocía poseer, logró trepar por la boca de la chimenea y encaramarse a la rejilla que la cubría. Notaba cómo la estructura se retorcía bajo sus pies. Los crujidos que ascendían por el cañón eran cada vez más intensos. Estaba ocurriendo algo y sonaba como un imparable desmoronamiento. Dejó caer una tapa y después la otra, creando más ondas de choque.
Con un ruido extraño, una mezcla de gemidos y crujidos, la enorme chimenea cimbreó, primero hacia un lado y después hacia el otro; se detuvo por un momento y, muy lentamente, empezó a caer en la dirección del viento.
Ya no recuperó la verticalidad y siguió cayendo. El tramo superior se estremeció violentamente, una, dos veces.
De abajo surgió un grito de espanto.
– ¡Nooo!
Se oyó cómo los ladrillos se quebraban y reventaban bajo el peso oscilante de la estructura. No había duda de que se desmoronaba. Gideon supo que tanto él como Nodding Crane iban a morir. Solo deseaba tener un final rápido.
El pálido fogonazo de un relámpago le permitió ver que el asesino se encontraba a medio camino del suelo.
– ¡Esto es por Orchid, cabrón! -le gritó en la oscuridad.
Toda la chimenea se inclinó un poco más y empezó a ganar velocidad. Otro relámpago iluminó el cielo y el mar turbulento.