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Fue entonces cuando Gideon comprendió que no estaba todo perdido. La chimenea caía hacia el mar.

Y caía cada vez más rápidamente. El viento silbó en los oídos de Gideon mientras se aferraba a la palanca y cabalgaba la estructura que se desplomaba. El estruendo de la chimenea al derrumbarse lo ensordeció. El viento se convirtió en un aullido superado únicamente por el rugido del mar al precipitarse hacia él. Los destellos de los relámpagos le permitieron ver cómo la base de la chimenea se hundía entre una nube de ladrillos pulverizados que dejaba un rastro en dirección al mar. Gideon se preparó para la colisión. Justo antes de que la boca de la chimenea se hundiera en las olas, saltó hacia arriba y hacia delante, aminorando el impulso que llevaba, poniendo el cuerpo recto y tensando los músculos para entrar en el agua lo más vertical posible.

Chocó contra la superficie con una fuerza tremenda y se hundió inmediatamente a gran profundidad. Extendió lo más rápido que pudo brazos y piernas para frenar la inmersión y empezó a nadar hacia arriba, luchando contra el agua helada. Ascendió más y más, pero la superficie parecía inalcanzable.

Logró emerger justo cuando sus pulmones estaban a punto de estallar. Jadeó y tosió, escupiendo agua y chapoteando en medio de la tormenta. Todo era negrura, pero entonces, al elevarse empujado por una ola, pudo ver las luces de City Island y eso lo orientó.

Flotó un rato, intentando recuperar las fuerzas y el aliento, y después empezó a nadar hacia la playa y su bote, zarandeado como un corcho por el violento oleaje, que lo sumergía intermitentemente. Notaba las costillas fracturadas como latigazos de fuego en el pecho, pero siguió braceando en la oscuridad, rodeado por el rugido de la tormenta, que lo envolvía como un seno materno enloquecido. Se dio cuenta de que las escasas fuerzas que le quedaban menguaban muy rápido y pensó que sería una amarga ironía ahogarse en esos momentos, después de todos los peligros a los que había logrado sobrevivir.

Pero iba a ahogarse. Ya no conseguía mover los brazos y las piernas y a duras penas mantenía la cabeza fuera del agua. Una gran ola lo sumergió, y se dio cuenta de que ya no tenía energías para volver a salir a flote.

Fue entonces cuando sus pies rozaron los guijarros del fondo y pudo sostenerse en pie.

No supo decir cuánto tiempo permaneció tumbado en la playa ni tampoco de dónde sacó fuerzas para arrastrarse más allá de donde rompían las olas, pero recobró la conciencia en la parte alta de la playa. Junto a él vio los restos de la chimenea derruida, que cruzaban la arena y desaparecían en el agua. Por todas partes había trozos y polvo de ladrillo junto a montones de hierros retorcidos.

«Hierro retorcido.» Se palpó el bolsillo, repentinamente angustiado. El alambre seguía allí.

A duras penas logró ponerse a gatas y se arrastró entre las ruinas, utilizando la luz de los relámpagos para guiarse. Allí, tras una breve búsqueda, halló el cadáver de Nodding Crane, hecho un ovillo entre un montón de ladrillos rotos. Presa del miedo, había intentado bajar por la escalera, y eso lo había matado: en lugar de caer en el agua, había dado contra el suelo.

Su cuerpo no era más que un amasijo sanguinolento.

Gideon se alejó, arrastrándose, y por fin halló fuerzas para ponerse en pie. Con una sensación de vacío, de absoluto agotamiento, tanto físico como espiritual, se alejó de los restos de la chimenea y llegó al saladar, donde había escondido el bote.

Todavía le quedaba algo muy importante que hacer.

Epílogo

Gideon siguió a Garza hasta las profundidades del edificio del EES, en Little West con la calle Doce. Garza no había abierto la boca, pero Gideon notaba su enfado, que emanaba de él como el calor de una bombilla.

El interior del EES parecía no haber cambiado: las mismas hileras de mesas llenas de extrañas maquetas y equipos científicos; los mismos técnicos con batas de laboratorio, afanándose de un lado a otro. Gideon no pudo evitar preguntarse una vez más para quién estaba trabajando en realidad. Su llamada telefónica al DSI le había confirmado más allá de cualquier duda que Glinn y su tinglado eran legales. Aun así, todo aquello le resultaba sumamente extraño.

Entraron en la austera sala de reuniones del cuarto piso. Como de costumbre, Glinn estaba sentado a la cabecera de la mesa. Su único ojo se veía tan gris como el cielo sobre Londres.

Nadie abrió la boca, y Gideon tomó asiento sin que lo invitaran a hacerlo. Garza lo imitó.

– Bien -dijo Glinn, haciendo un lento guiño con su ojo sano y dando así permiso a Garza para hablar.

– Señor Glinn -dijo su lugarteniente, en un tono en el que se apreciaba la tensión a pesar de lo mesurado-, antes de que empecemos, quiero protestar enérgicamente por el modo en que Crew se ha comportado en esta misión. Desde el principio ha hecho caso omiso de nuestras órdenes, me ha mentido siempre que nos hemos encontrado y, al final, ha acabado obrando por su cuenta. Me engañó de forma deliberada acerca del lugar donde iba a enfrentarse con Nodding Crane, y de ese modo nos creó un problema potencialmente enorme en Hart Island.

Otro guiño.

– Hábleme del problema de Hart Island.

– Por suerte, hemos conseguido controlarlo -respondió Garza, señalando la portada del Post, que estaba encima de la mesa y cuyo titular anunciaba: «Vandalismo en Potter's Field. Dos muertos».

– Al grano.

– El artículo dice que anoche unos vándalos asaltaron Hart Island, abrieron unas cuantas tumbas, profanaron numerosos restos humanos y destrozaron diversa maquinaria. Añade que uno de los gamberros se encaramó a una chimenea que la tormenta acabó derribando, y murió aplastado. El otro muerto fue una mujer, a la que alguien pegó un tiro en la cabeza. Los demás escaparon, y la policía los está buscando.

– Excelente -dijo Glinn-. Señor Garza, una vez más ha demostrado lo valioso que es para esta organización.

– Pues no habrá sido gracias a la colaboración de nuestro amigo Crew, aquí presente. Ha logrado sus objetivos de puro milagro.

– ¿De milagro, señor Garza?

– ¿Cómo lo llamaría usted? Desde mi punto de vista, estuvo a punto de pifiarla de principio a fin.

Gideon vio que una leve sonrisa asomaba en los labios pálidos de Glinn.

– Me atrevo a disentir -dijo este.

– Ah, ¿sí?

– Como sabe, aquí, en el EES, disponemos de numeroso software algorítmico, que nosotros mismos hemos desarrollado y que nos permite cuantificar el comportamiento humano, además de analizar complejas simulaciones de juego teóricas.

– Lo sé perfectamente, no hace falta que me lo recuerde.

– Yo diría que sí. ¿No se ha preguntado nunca por qué no enviamos un equipo para que protegiera a Wu? ¿Por qué no organizamos una vigilancia de veinticuatro horas para controlar a nuestro amigo Crew? ¿Por qué no lo proveímos de más armamento o información? ¿O por qué no avisamos a la policía o al FBI para que lo apoyara? Tenemos recursos más que sobrados para poder hacer todo eso y más. -Se inclinó hacia delante en su silla de ruedas-. ¿Nunca se ha preguntado por qué no intentamos acabar nosotros mismos con Nodding Crane?

Garza no dijo nada.

– Señor Garza, usted conoce sobradamente la potencia informática de la que disponemos aquí. Yo simulé todos esos escenarios y algunos más, y la razón por la que no tomamos ninguno de esos caminos fue porque todos ellos acababan en fracaso. Si hubiésemos liquidado a Nodding Crane, los chinos habrían reaccionado, y lo habrían hecho a una escala colosal. Ese elemento prematuro era precisamente el que nos interesaba evitar. La alternativa del agente solitario era la que nos brindaba mayores probabilidades de éxito, y ese era un escenario donde el doctor Crew funcionaba por su cuenta y sin ayuda; ese escenario nos permitía que Nodding Crane siguiera con vida hasta el último momento, tras haber informado a sus superiores de que todo iba como estaba previsto.