– Ya sabe que opino que muchos de esos programas son pura fantasía.
Glinn sonrió.
– Conozco su opinión. Usted es un ingeniero de los pies a la cabeza. El mejor que tengo. Lo que me preocuparía sería que se fiara completamente de mis métodos de psicoingeniería. -Se volvió hacia Gideon-. El doctor Gideon, aquí presente, está dotado de talentos singulares y funciona en el entorno psicológicamente más liberador que puede concebirse porque sabe cuándo y cómo va a morir. Los indios estadounidenses conocían bien el poder de esa sabiduría. La visión más importante que cualquier guerrero podía tener era contemplar su propia muerte.
Gideon se agitó en su asiento y se preguntó si Glinn seguiría mostrándose tan presuntuoso y satisfecho de sí mismo cuando se enterara de cómo había acabado realmente la misión.
El ojo gris se volvió hacia él y lo examinó con intensidad. Una mano artrítica se levantó del brazo de la silla, ahuecada y lista para recibir.
– El fragmento, doctor Crew.
Había llegado el momento.
– No lo tengo.
Una extraña inmovilidad se apoderó de los presentes. No se oía ni una mosca.
– ¿Y por qué no?
– Porque se lo he entregado a Falun Gong, junto con los números. He llevado a término lo que Wu pretendía. Dentro de poco, esa tecnología estará al alcance de todo el mundo sin coste alguno. Gratis.
Durante un breve momento, la máscara de autocontrol desapareció del rostro de Glinn, y su lugar lo ocupó una poderosa emoción que no podía explicarse con palabras.
– Me temo que nuestro cliente se sentirá muy disgustado al saberlo.
– Lo hice porque…
La misteriosa expresión se esfumó con la misma rapidez con que había aparecido, y la leve sonrisa recuperó nuevamente su lugar.
– No diga más, por favor. Sé muy bien por qué lo hizo.
El silencio se apoderó de la sala hasta que Garza no pudo contenerse más.
– ¡«Mayores probabilidades de éxito»! -estalló-. ¿Esto también aparecía en sus simulaciones por ordenador? ¡Desde el primer momento le dije que no debía fiarse de este tipo! ¿Qué vamos a contarle ahora a nuestro cliente?
Glinn miró a Garza y a Gideon, sin decir nada. En su expresión no todo era disgusto.
El silencio se prolongó hasta que Gideon se levantó.
– Si hemos terminado aquí, me vuelvo a Nuevo México. Creo que dormiré una semana de un tirón y después me iré a pescar.
Glinn se agitó en su silla de ruedas y suspiró. La apergaminada mano surgió de debajo de la manta que le cubría las rodillas, sosteniendo un sobre marrón.
– Aquí tiene lo que le prometimos.
Gideon vaciló.
– Después de lo que he hecho, pensaba que no me pagarían.
– La verdad es que, basándome en lo que acaba de decirme, el monto de sus honorarios acaba de cambiar. -Glinn abrió el sobre y contó varios fajos de billetes de mil-. Aquí tiene la mitad de los cien mil.
«Mejor eso que nada», pensó Gideon.
Entonces, para su sorpresa, Glinn le tendió la cantidad que faltaba.
– Y aquí está el resto, pero no por los servicios prestados, sino que, digamos…, a modo de adelanto.
Gideon se metió el dinero en los bolsillos.
– No lo entiendo -dijo.
– Antes de que se marche -añadió Glinn-, creo que quizá le apetezca pasar a visitar a un viejo amigo suyo que está en la ciudad.
– Gracias, pero tengo una cita con una trucha asalmonada en Chihuahueño Creek.
– Pues yo confiaba en que tuviera tiempo de ver a su amigo.
– No tengo amigos -repuso secamente Gideon-. Y si los tuviera, puede estar seguro de que no querría «pasar a ver» a nadie en estos momentos. Estoy viviendo de prestado.
– Se llama Reed Chalker. Tengo entendido que trabajó con él.
– Trabajamos en la misma área tecnológica, que no es lo mismo que trabajar con él. Hace meses que no he visto a ese tipo por Los Álamos.
– Bueno, pues va a verlo ahora. Las autoridades confían en que tenga una pequeña charla con él.
– ¿Las autoridades? ¿Una charla? ¿Qué demonios es todo esto?
– En estos momentos, Chalker tiene en su poder a unos rehenes; cuatro, para ser exacto. Una familia de Queens. Los retiene a punta de pistola.
Gideon sintió que aquellas palabras lo afectaban.
– ¡Dios mío! ¿Está seguro de que se trata de Chalker? El tío al que yo conocía era el típico pirado de Los Álamos. Más recto que una vela e incapaz de hacer daño a una mosca.
– Pues está que echa espuma por la boca. Completamente paranoico y fuera de sí. Usted es la única persona de por aquí que lo conoce. La policía confía en que pueda tranquilizarlo para que libere a los rehenes.
Gideon no contestó.
– Lamento decírselo, doctor Crew -concluyó Glinn-, pero esa trucha asalmonada disfrutará de la vida un poco más. Y ahora, si no le importa, debemos marcharnos. Esa familia no puede esperar.
Douglas Preston, Lincoln Child