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– Lo que yo decía -convino Glinn, asintiendo-. Una obra maestra de ingeniería social en múltiples niveles. Sin embargo, cometió un error, ¿verdad?

– Sí. Olvidé registrar las botas de Dajkovic.

Glinn sonrió al fin y, por primera vez, su rostro pareció casi humano.

– Sin embargo, la operación acabó de forma poco limpia y Dajkovic recibió un disparo. ¿Qué ocurrió?

– Tucker no era idiota y se dio cuenta de que Dajkovic le mentía.

– ¿Cómo?

– Porque no quiso tomar una copa con él. Creemos que eso fue lo que alertó a Tucker.

– Entonces fue un error de Dajkovic, no de usted. Esto demuestra mi tesis. Solo cometió una equivocación en toda la operación. Nunca he visto nada parecido. Definitivamente, es usted el hombre idóneo para la misión que le he explicado.

– Dispuse de diez años para planear la forma de acabar con Tucker. Usted, en cambio, solo me da cuatro horas para esto.

– Se trata de un problema mucho más sencillo.

– ¿Y si fracaso?

– No fracasará.

Se hizo un breve silencio.

– Hay otra cosa -dijo Gideon-. ¿Qué planean hacer con esa arma de los chinos? No tengo intención de tomar parte en nada que pueda perjudicar a mi país.

– Si le digo la verdad, en este caso mi cliente son los Estados Unidos de América.

– No me venga con eso. En un caso así, el gobierno utilizaría el FBI en lugar de contratar a una empresa externa, por muy especializada que fuera.

Glinn se metió la mano en el bolsillo, sacó una tarjeta y la deslizó sobre la mesa hasta dejarla ante Gideon.

Este la examinó, fijándose en el escudo del gobierno.

– ¿El director de los servicios de inteligencia?

– Me habría llevado una decepción si hubiera creído a pies juntillas todo lo que le he dicho. Puede comprobarlo usted mismo. Llame al departamento de Seguridad Interior y pida que le pasen con este caballero. Él le confirmará que somos uno de sus clientes y que desempeñamos una labor legítima y patriótica por el bien del país.

– Nunca me pasarán la comunicación con alguien así.

– Diga que llama de mi parte y verá como sí.

Gideon no cogió la tarjeta; miró fijamente a Glinn mientras se hacía el silencio en la sala de reuniones. Cien mil dólares. El dinero resultaba tentador, pero el trabajo parecía sembrado de dificultades y peligros. Además, la confianza de Glinn en sus habilidades estaba injustificada. Meneó la cabeza.

– Señor Glinn, hace un mes, toda mi vida se hallaba en suspenso. Tenía una labor que cumplir, y todas mis energías se dirigían hacia ese único objetivo. Ahora estoy libre y hay un montón de cosas que han quedado pendientes. Quiero hacer amigos, sentar la cabeza, encontrar a alguien, casarme y tener hijos. Quiero enseñar a pescar con caña a mi hijo. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para ello. Este trabajo que me ofrece… Bueno, me parece francamente peligroso, y ya he corrido todos los riesgos que se pueden correr en esta vida. No sé si lo comprende. Lo siento, pero su oferta no me interesa.

Un silencio aún más largo que el anterior se apoderó de la sala.

– ¿Es su última palabra? -preguntó Glinn.

– Sí.

Glinn miró a Garza y le hizo un breve gesto de asentimiento. Este abrió su maletín, sacó una carpeta y la dejó sobre la mesa. Era un expediente médico que llevaba una etiqueta roja. Glinn lo abrió; contenía un montón de radiografías, resonancias magnéticas e informes de laboratorio.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Gideon-. ¿De quién son estas radiografías?

– Son suyas -repuso Glinn, con aire apesadumbrado.

14

Gideon alargó la mano invadido por un mal presentimiento y cogió la carpeta. El nombre que figuraba en las radiografías había sido cuidadosamente borrado.

– ¿Qué demonios es esto? ¿De dónde las han sacado?

– Provienen del hospital donde le curaron la herida de cuchillo.

– ¿Qué se supone que significa todo esto?

– Cuando lo ingresaron para curarle la herida le hicieron las pruebas de rigor, placas, resonancias, análisis de sangre y todo lo demás. Dado que usted sufría entre otras cosas una conmoción, buena parte de las exploraciones se centraron en su cabeza, y los doctores hicieron lo que se llama un «curioso descubrimiento». Le diagnosticaron una malformación arteriovenosa; más concretamente, una dolencia llamada «malformación aneurismática de la vena de Galen».

– ¿Qué diantre es eso?

– Se trata de una red anormal de venas y arterias cerebrales que afectan a la gran vena de Galen. Normalmente es una dolencia de tipo congénito que no se manifiesta hasta pasados los veinte años. A partir de entonces, se… Digamos que se hace notar.

– ¿Es peligrosa?

– Mucho.

– ¿Y hay algún tratamiento?

– En su caso, la malformación venosa se halla dentro del círculo de Willis, en lo más profundo del cerebro, de modo que es imposible operar. No solo eso, también tiene efectos inevitablemente mortales.

– ¿Mortales? ¿Cómo? ¿Cuándo?

– En su caso, las estimaciones más optimistas le dan un año de vida como mucho.

– ¿Un año? -jadeó. Mientras intentaba recobrar el aliento para formular la siguiente pregunta notó el gusto de la bilis en la boca.

– Hablando en términos estadísticos -prosiguió Glinn con la mayor frialdad-, la posibilidad de que siga vivo dentro de doce meses será de un cincuenta por ciento; dentro de dieciocho, del treinta; y de veinticuatro, del cinco. En estos casos, el final suele llegar muy deprisa y sin aviso previo. Prácticamente no se registran síntomas ni nada alarmante hasta que llega el momento. Por otra parte, la enfermedad tampoco requiere tratamiento ni nada que suponga una restricción de la actividad normal. En otras palabras, llevará una vida normal durante aproximadamente un año y después morirá muy deprisa, de manera fulminante. Su enfermedad es incurable y, como ya le he dicho, no hay tratamiento alguno. No es más que uno de esos destinos trágicos.

Gideon miró fijamente a Glinn. Aquello era una monstruosidad. Sintió que una rabia incontrolable se apoderaba de él y se puso en pie de un salto.

– ¿Qué es esto? ¿Chantaje? Si creen que de esta manera me obligarán a participar en su maldito juego es que están locos. -Miró el expediente médico-. ¡Toda esta mierda es una mentira! De ser esto cierto me lo habrían dicho en el hospital. Ni siquiera sé si estas radiografías son mías.

– El hospital no le contó nada porque nosotros se lo pedimos -explicó fríamente Glinn-. Les dijimos que se trataba de un asunto de seguridad nacional. Queríamos tener una segunda opinión, de modo que entregamos el informe al doctor Morton Stall, del Mass General de Boston. Es el mayor experto mundial en esta dolencia. Él nos confirmó tanto el diagnóstico como la prognosis. Créame, nosotros nos sentimos tan abatidos como usted al saberlo. Le teníamos reservados grandes planes.

– ¿Qué sentido tiene decirme todo esto ahora?

– Doctor Crew, debe creerme cuando le digo que cuenta con toda nuestra simpatía -repuso Glinn en tono compasivo.

Gideon lo miró, respirando entrecortadamente. Tenía que ser un error o algún tipo de montaje.

– No le creo.

– Hemos examinado su estado con todos los medios a nuestra disposición. Habíamos planeado contratarlo, ofrecerle un puesto permanente en la empresa, pero ese terrible diagnóstico nos puso en un apuro; estábamos debatiendo qué debíamos hacer cuando nos enteramos de lo de Wu. Se trata de una emergencia de seguridad nacional de primer orden. La única persona que conocemos capaz de llevar a cabo con éxito la misión, especialmente con tan poco tiempo, es usted. Por eso se lo estamos exponiendo todo de golpe, no crea que no lo lamento.

Gideon se pasó una temblorosa mano por la frente.

– Su sentido de la oportunidad es una mierda.