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– Lo tengo -se apresuró a confirmar O'Brien, soltando la mentira que tenía preparada-. ¿Te acuerdas de aquellos números que te di? Bien, pues ahora tenemos las radiografías de ese tío que se mató en un accidente. Había introducido algo de contrabando en el país, y había cruzado las aduanas con ese algo incrustado en una de sus piernas.

Epstein lo interrumpió con un gesto de la mano y se volvió hacia Gideon.

– Mejor me cuentas tú de qué va todo esto.

Gideon la miró. Se sentía demasiado cansado para mentir.

– Por tu seguridad es mejor que no sepas nada.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Vale, ahora veamos de qué se trata.

O'Brien se frotó las manos con impaciencia. Le encantaban las intrigas.

– A ver, enséñame esas radiografías.

Gideon las sacó de debajo de su camisa y se las entregó. O'Brien despejó de trastos una mesa de luz, la encendió y las extendió. Al cabo de un momento, Epstein se levantó, se acercó y les echó un vistazo.

– ¡Puaj! -exclamó, volviendo a sentarse.

– A ver, recapitulemos -dijo O'Brien, frotándose las manos-. Ese tío llevaba algo incrustado en la pierna, un trozo de metal, y había memorizado los números de los distintos elementos de los que ese material estaba hecho. Eso es lo que Epstein cree que significan los números que nos diste, ¿verdad?

La científica asintió.

– Muy bien, o sea que ahora tenemos unas radiografías y debemos averiguar cuál de esas imágenes corresponde a lo que estamos buscando. ¿Quieres echarle otro vistazo, Epstein?

– No.

– Pero ¿por qué no? -O'Brien empezaba a irritarse.

– Porque no tengo ni idea de qué estáis buscando. ¿Se trata de una aleación, un óxido o algún otro tipo de combinación? Cada una aparecería de un modo distinto bajo los rayos X. Podría ser cualquiera.

– De acuerdo, pero ¿tú cuál crees que puede ser? Al fin y al cabo, la especialista en materia condensada eres tú.

– Si cualquiera de los dos, pedazo de mentirosos, pudiera darme una idea de lo que está pasando, quizá podría deciros algo.

O'Brien suspiró y miró a Gideon.

– ¿Se lo contamos?

Este lo pensó unos segundos y se volvió hacia Epstein.

– De acuerdo, pero se trata de información reservada que podría poner en peligro tu vida si alguien se enterara.

– Ahórrate toda esa basura de espías. No diré ni una palabra. Además, nadie me creería. Vamos, explícate.

– Los chinos llevan varios años trabajando en un proyecto secreto en sus instalaciones nucleares -empezó Gideon-. La CIA cree que se trata de un nuevo tipo de arma, pero lo que he averiguado no encaja con eso. Más bien parece que se trata de una especie de descubrimiento tecnológico que puede permitir que China domine el resto del mundo.

– Me parece difícil -objetó Epstein-, pero sigue.

– Un científico chino traía ese descubrimiento a Estados Unidos, y no para entregárnoslo, sino con otro propósito.

Epstein se había sentado y empezaba a mostrar cierto interés.

– ¿Y ese secreto es lo que ese tío llevaba incrustado en la pierna?

– Exacto -contestó Gideon-. El secreto estaba dividido en dos partes: lo que llevaba en la pierna y los números que te dimos. Supongo que ya habrás deducido que ambos van juntos y que por separado no significan nada. El científico murió en un accidente de tráfico. Lo que tenemos aquí son las radiografías que le hicieron en urgencias.

Epstein estudió las placas con renovado interés.

– Los números indican que estamos hablando de un compuesto formado por complejas combinaciones químicas o aleaciones. -Se volvió hacia O'Brien-. ¿Tienes una lente de aumento?

– Tengo una lupa -repuso este, rebuscando en un cajón. La sacó, la examinó, torció el gesto y la limpió con el faldón de su camiseta antes de entregársela.

Ella se inclinó sobre las radiografías y analizó las distintas imágenes con la lente.

– La verdad es que este pobre tío quedó hecho trizas -comentó-. No hay más que ver toda la mierda que tiene en las piernas.

– Fue un accidente muy feo -convino Gideon.

Despacio, Epstein fue pasando de una imagen a otra. Los minutos transcurrieron lentamente. Al cabo de lo que pareció una eternidad, examinó la segunda placa y después pasó a la tercera. Casi de inmediato se detuvo y se concentró en una pequeña mancha en particular. La estuvo mirando un buen rato. Luego se levantó y dejó la lupa. Estaba radiante, y su expresión había cambiado hasta tal punto que O'Brien se sobresaltó.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¡Es increíble! -jadeó ella-. Creo que ya sé qué es lo que tenemos entre manos. De repente todo cobra sentido.

– ¿El qué? -preguntaron Gideon y Tom a la vez.

Epstein sonrió abiertamente.

– ¿De verdad queréis saberlo?

– Vamos, Epstein, no te andes con juegos. -O'Brien vio que a su amiga le brillaban los ojos. Nunca la había visto tan entusiasmada.

– Solo es una suposición -les advirtió-, pero con fundamento. Es la única que encaja con los datos que me habéis dado y con esta cosa tan extraña que veo en las radiografías.

– ¿Qué es? -quiso saber O'Brien, en tono apremiante.

Ella le entregó la lupa.

– ¿Ves esto de aquí, lo que parece un pequeño trozo de alambre doblado?

O'Brien se inclinó, lupa en mano, y miró. Se trataba de un fragmento de alambre de unos nueve milímetros de longitud, de grosor medio, retorcido de forma irregular.

– Mira los extremos del alambre.

Hizo lo que Epstein le decía. Vio dos sombras de bordes difusos.

– ¿Y?

– ¿Ves esas sombras? Pues son los rayos X que salen de los bordes.

– ¿Y eso qué significa?

– Que, de algún modo, ese alambre absorbió los rayos X y los canalizó y los redirigió hacia sus bordes.

– Vale, ¿y? -preguntó O'Brien, incorporándose y dejando la lupa.

– ¡Pues que eso es algo increíble! ¡Estamos hablando de un material capaz de capturar y canalizar rayos X! Según mis conocimientos, solamente existe un material capaz de hacer algo así.

Tom y Gideon intercambiaron una mirada.

Epstein sonreía maliciosamente.

– Quiero que tengáis en cuenta que se trata de un alambre.

– ¡Por Dios, Epstein, vas a provocarnos un ataque! ¿Qué pasa por que sea un alambre?

– ¿Qué hacen los alambres? -preguntó ella.

O'Brien suspiró y miró a Gideon, que parecía igual de impaciente.

– Los alambres conducen la electricidad -contestó este.

– Exacto.

– ¿Y?

– Pues que este es un tipo especial de alambre. Conduce la electricidad, pero lo hace de una manera distinta.

– No entiendo nada -admitió O'Brien.

– Lo que tenemos aquí es un superconductor de temperatura ambiente -dijo Epstein triunfalmente.

Se hizo un silencio embarazoso.

– ¿Eso es todo? -preguntó O'Brien.

– ¿Que si eso es todo? -replicó Epstein, incrédula-. ¡Estás ante el Santo Grial de la tecnología energética!

– Lo siento, esperaba algo que fuera a… no sé, a cambiar el mundo.

– ¡Esto transformará el mundo, burro! El noventa y nueve por ciento de toda la electricidad que se genera en el mundo se pierde en forma de resistencia a medida que pasa de la fuente a sus distintos usos. ¡El noventa y nueve por ciento! Sin embargo, cuando la electricidad fluye por un superconductor, lo hace sin encontrar ninguna resistencia. No hay pérdida de energía. Si sustituyeras todas las líneas eléctricas del país con otras hechas de este material, reducirías el consumo eléctrico un noventa y nueve por ciento.

– ¡Dios mío! -exclamó O'Brien, comprendiendo al fin lo que aquello significaba.

– Sí, podrías satisfacer todo el consumo energético de Estados Unidos con un uno por ciento de lo que necesita en la actualidad. Y ese uno por ciento podría proporcionarlo fácilmente cualquiera de las energías existentes, ya fueran solares, eólicas, hidráulicas o nucleares. Se acabaron las centrales eléctricas que dependen del petróleo y el carbón. Tanto el transporte como el costo de fabricación caerían de forma espectacular. La electricidad se convertiría en una energía prácticamente gratuita. Los coches eléctricos tendrían un coste de mantenimiento casi de cero y borrarían del mapa a los que funcionan con motores de explosión. Las industrias del petróleo y el carbón se arruinarían. Estamos hablando del fin de los combustibles fósiles, del efecto invernadero y de que la OPEP tenga al resto del mundo cogido por las pelotas.