– En otras palabras -intervino Gideon-, el país que controle este descubrimiento barrerá a todos los demás desde el punto de vista económico.
Epstein rió con amargura.
– Algo peor. El país que controle esta tecnología controlará la economía mundial. Dicho de otra manera: dominará el mundo.
– ¡Y todos los demás estaremos jodidos! -dijo O'Brien.
Ella lo miró.
– Sí, técnicamente ese es el término adecuado.
54
Que cese toda conversación, que la risa desaparezca. Este es el lugar donde la muerte se deleita en ayudar a los vivos.
Eran las dos de la madrugada, y Gideon se estaba cansando de leer una y otra vez el mismo lema escrito encima de la puerta del depósito. Aquel cartel lo irritaba porque conseguía resultar macabro y pretencioso al mismo tiempo. Por lo que podía ver, no había nada agradable en aquel lugar siniestro y ruidoso, y dicho sea de paso, tampoco en la muerte.
Llevaba esperando tres cuartos de hora, y su paciencia casi se había agotado. La telefonista parecía moverse a cámara lenta, cogiendo un papel aquí y dejándolo allá, contestando al teléfono en voz baja y murmurando mientras hacía ruido con sus largas uñas pintadas de rojo.
Al final, Gideon se hartó. Se levantó y fue hasta ella.
– Perdone, pero llevo esperando casi una hora.
La mujer levantó la vista. Las uñas dejaron de hacer ruido. Bajo el rubio teñido se veían las raíces del cabello. Era una neoyorquina de la vieja escuela.
– Acaba de llegarnos un caso de homicidio. Todo el personal está ocupado.
– ¿Un homicidio, dice? Vaya, debe de ser una rareza en esta ciudad -replicó Gideon, mientras se preguntaba si se trataría de lo ocurrido en la iglesia de San Bartolomé-. Escuche, mi… pareja está en alguna de las neveras de ahí dentro, y lo único que deseo es poder estar unos minutos a solas con él.
– Señor Crew -repuso ella, en absoluto conmovida-, seguro que se dará cuenta de que los restos de su amigo llevan esperando aquí cinco días, aguardando sus instrucciones. Podría haber venido en cualquier momento. Según consta en el expediente, hemos intentado ponernos en contacto con usted al menos… -miró en el ordenador- una docena de veces.
– He perdido mi móvil y he estado fuera.
– De acuerdo, pero no puede aparecer de repente a la una de la madrugada esperando tenerlo todo listo y preparado, ¿verdad? -Su mirada no admitía discusión.
Gideon se sintió derrotado. Aquella mujer tenía razón, desde luego; pero el cúter le quemaba en el bolsillo, al igual que las radiografías en la bolsa de la compra, y no podía dejar de pensar en Nodding Crane y en lo que este podía estar haciendo en aquellos momentos. Cuanto más tiempo tuviera que esperar, más oportunidades estaría dando al asesino.
– Está bien. ¿Puede decirme si tardará mucho? -preguntó finalmente.
Las uñas rojas volvieron a hacer ruido y a manejar papeles.
– Le avisaré tan pronto como haya alguien disponible.
Gideon regresó a su asiento y se quedó mirando el cartel con abatimiento. Oía débiles ruidos que provenían de detrás de las puertas batientes de acero inoxidable, abolladas por el constante golpeteo de las camillas al entrar y salir. Allí dentro ocurría algo, sin duda referente al homicidio. En esos momentos se convenció de que tenía que ser el de San Bartolomé. Sería noticia: una persona asesinada en una de las iglesias más antiguas y veneradas de Nueva York, y una de las que contaba con una congregación más acomodada.
– ¿Qué hay detrás de esas puertas? -preguntó.
La mujer lo miró.
– La sala de autopsias, las neveras, las oficinas…
Se oyeron más sonidos al otro lado, un murmullo distante de nerviosismo y actividad. Miró la hora. Casi las dos y media.
El intercomunicador de la recepcionista sonó. La mujer contestó con voz apagada y llamó a Gideon.
– Enseguida viene alguien a atenderle.
– Gracias.
Un individuo vestido con una bata blanca no demasiado limpia salió empujando las puertas. Iba mal afeitado y tenía rastros de sangre seca en el cuello. Levantó el sujetapapeles y leyó:
– ¿George Crew?
– Es Gideon, Gideon Crew.
Sin decir palabra, el hombre dio media vuelta y cruzó de nuevo las puertas. Gideon lo siguió.
– Me gustaría poder estar un momento a solas con él -dijo.
No hubo respuesta.
Recorrieron un pasillo largo y bien iluminado, con el suelo de linóleo, que terminaba en un par de puertas que conducían a la sala de autopsias. A través de las ventanas vio una serie de mesas de acero y loza, varios cubos para desechos médicos y estantes con recipientes herméticos de plástico. También divisó a un grupo de personas reunidas alrededor de una de las mesas, entre los que había policías de uniforme y detectives de paisano. Seguramente se trataba de la víctima del homicidio.
– Por aquí, por favor -dijo el hombre.
Gideon se volvió y lo siguió a través de otra puerta y por otro pasillo hasta que finalmente entraron en una sala alargada con grandes cajones metálicos a ambos lados. El logotipo de una empresa -SO-LOW, Inc.- los identificaba. Las neveras.
El ayudante consultó sus papeles moviendo los labios silenciosamente. A continuación, miró las hileras de cajones hasta que localizó el que buscaba. Lo abrió con una llave que llevaba sujeta al cinto con una cadena de seguridad y tiró de él. Apareció una plataforma con una bolsa mortuoria cerrada hasta arriba. Gideon notó en la nariz el cosquilleo del olor acre del formol, que apenas lograba disimular el hedor del cadáver.
– ¿Está usted seguro de que se trata de Mark Wu? -preguntó Gideon, sintiéndose inexplicablemente nervioso.
– Eso dice aquí -contestó el ayudante, comprobando el número de referencia de la bolsa con el que figuraba en sus papeles.
Gideon palpó el mango de plástico del cúter que llevaba en el bolsillo. A pesar del frío que hacía en el depósito, lo notó resbaladizo porque tenía la palma de la mano sudorosa. Le esperaba un rato desagradable. Tragó saliva y se armó de valor.
– Me gustaría estar un momento a solas con él -dijo, terminando su petición con un fingido sollozo que sonó más parecido a un ataque de hipo.
El hombre asintió. Parecía aún menos dispuesto que Gideon a quedarse.
– ¿Cinco minutos?
– ¿Podrían ser diez?
Otro gruñido de asentimiento.
– Le esperaré en el pasillo.
– Gracias.
El hombre salió, y la puerta se cerró tras él. Los fluorescentes del techo emitían un ligero zumbido y se oía el siseo del sistema de ventilación. El olor del cuarto resultaba tan penetrante que Gideon tuvo la impresión de que lo envolvía.
Diez minutos. Sería mejor que se diera prisa. Sacó las radiografías y comprobó la ubicación del alambre. Se encontraba en la parte interior del muslo izquierdo, donde Wu podría haber llegado a él con relativa facilidad. Por la misma razón, no estaba demasiado profundo. Con un poco de suerte, la marca de la inserción todavía sería visible, eso suponiendo que la piel no se hubiera deteriorado irremediablemente durante aquellos cinco días. Respiró hondo, sujetó la bolsa y descorrió la cremallera. El cierre le pareció un gusano frío que se deslizara entre sus dedos. Abrió la bolsa, descubriendo el rostro y el torso lampiño y desnudo, con la incisión de la autopsia en forma de «Y», cosida toscamente. Lo habían limpiado a medias, así que había manchas de restos de sangre seca y fluidos. Se veían varios cortes y laceraciones que habían suturado con cuidado, seguramente cuando Wu todavía estaba con vida.