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– ¿Cuánto pides?

– ¿Cuánto tienes?

Gideon notó que su rabia, casi a punto de ebullición, iba en aumento.

– Escucha, capullo, primero di tu precio. Luego, examinaré la mercancía. Si me gusta, pago, y si no, me largo.

El tipo alto asintió.

– Enséñasela -dijo, frunciendo los labios.

El Pupas sacó la pistola y se la entregó a Gideon. Este la cogió, la examinó, la armó y accionó el gatillo.

– ¿Y el cargador? -preguntó.

Se lo dieron. Lo cogió y torció el gesto.

– ¿Qué pasa con la munición?

– Escucha, tío, no queremos tiros aquí dentro.

Gideon lo pensó. Tenían razón. Tendría que probarla más Metió el cargador. La pistola parecía funcionar perfectamente.

– Está bien, me la quedo.

– Dos mil.

Aquello era mucho dinero por un arma que costaba setecientos dólares. Habían limado el número de serie, aunque eso no servía de nada. Un poco de ácido bastaría para hacerlo salir de nuevo. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, donde había guardado los billetes en fajos de quinientos. Cogió cuatro, entregó el dinero, guardó la pistola en el cinto y dio media vuelta para marcharse.

– Un momento, tío.

Se volvió y se encontró con dos pistolas que lo apuntaban.

– Dame el resto del dinero -dijo el alto.

– ¿Vais a robarme a mí, al cliente?

– Tú lo has dicho, tío.

Gideon llevaba otros dos mil en el bolsillo. Tomó una rápida decisión: sacó el dinero y lo arrojó al suelo.

– Eso es todo.

– La pistola también.

– Oye, te estás pasando.

– Pues entonces despídete de tu culo de blanco. -Sonrieron mientras le apuntaban.

– ¿Mi culo de blanco? -repitió Gideon, sacando la pistola y encañonándolos a su vez.

– Te olvidas de que no está cargada, capullo.

– Si os devuelvo la pistola, prometedme que me dejaréis ir -gimió Gideon, alargándoles el arma.

– Pues claro. -Dos sonrisas burlonas acompañaron la respuesta.

La mano de Gideon temblaba tanto que los dos camellos se echaron a reír. El Alto se acercó para coger la pistola y, en ese momento de distracción, Gideon golpeó al Pupas, arrancándole la pistola de la mano al tiempo que le propinaba una patada en la rodilla y giraba para apartarse de la línea de tiro del Alto. Este disparó mientras su compañero caía al suelo con un aullido de dolor, y Gideon notó que la bala le rozaba el hombro. Con un grito de furia se lanzó sobre el cabecilla. Este se derrumbó como un tronco podrido. Gideon cayó encima de él, le arrebató violentamente la pistola y le clavó el cañón en el ojo, inmovilizándolo.

El camello gritó de dolor e intentó mover la cabeza, pero la presión del arma lo obligó a quedarse quieto.

– ¡Por favor, para! ¡Ay! ¡Mi ojo!

El Pupas se puso en pie. Había recuperado la pistola y apuntaba a Gideon con ella.

– ¡Suéltala o disparo! -gritó Gideon como un poseso-. ¡Le disparo y después te mato!

– ¡Haz lo que dice, joder! -ordenó el Alto-. ¡Suelta la pistola!

El Pupas retrocedió, caminando hacia atrás y sin soltar el arma. Gideon comprendió que iba a echar a correr. A la mierda, que se largara. El Pupas dio media vuelta y salió corriendo. Gideon oyó sus pasos en la escalera, seguidos de un estrépito cuando tropezó presa del pánico y cayó. Sonaron más pasos corriendo y después se hizo el silencio.

– Parece que solo quedamos tú y yo -dijo Gideon. Notaba que un reguero de sangre caliente le corría por el brazo. Evidentemente, la bala le había rozado el hombro. El relleno de la chaqueta sobresalía por el agujero, pero no sentía nada en el hombro.

El Alto farfullaba incoherencias. Mientras seguía presionándole el ojo con el cañón de la pistola, para inmovilizarlo, Gideon le registró el chándal y le cogió el dinero -había mucho, al menos cinco mil dólares- y un cuchillo que encontró. Luego, pensándolo mejor, le quitó los anillos, los collares y la cartera junto con las llaves del coche y de su casa, unas monedas sueltas y unas cuantas balas, que sin duda eran las de la Beretta.

Retiró el cañón del ojo del camello y se levantó sin dejar de apuntarle. El Alto se quedó en el suelo, gimoteando.

– Escucha, Fernando -dijo Gideon, mirando el nombre del permiso de conducir-, tengo las llaves de tu casa y sé dónde vives; así que si intentas joderme iré a buscarte y mataré a toda tu familia, al perro, al gato y hasta a los peces de colores.

El camello soltó un gemido, acurrucándose en el suelo en posición fetal.

Antes de salir del edificio, Gideon se aseguró de que el Pupas no estuviera merodeando por allí. Luego, se dirigió a la estación de Grand Concourse y por el camino tiró las llaves, la cartera y las monedas en una alcantarilla, pero conservó el dinero y las armas.

En ese momento tenía dos pistolas. Se escondió en un portal y examinó el botín. La otra era una Taurus Millenium Pro de calibre 32 ACP y tenía el cargador lleno. Metió las balas en el cargador de la Beretta y se guardó las armas en la parte trasera del cinturón. A continuación, se quitó la chaqueta y se examinó el hombro. La herida no era tan leve como había creído, pero seguía siendo superficial. Volvió a ponerse la chaqueta y miró la hora: las diez de la mañana.

De camino al metro, paró en una farmacia, compró un apósito, entró en el aseo y se lo puso en el hombro. Acto seguido, y obedeciendo un impulso, entró en una papelería y compró una libreta, hojas de papel, bolígrafos y un sobre de papel marrón grueso. Por último, se dirigió a una cafetería cercana y se sentó para escribir sus últimas voluntades.

59

El establecimiento era un lugar agradable, un refugio robusto frente a la miseria y la suciedad del exterior. Una camarera curtida en mil batallas, de al menos sesenta años, pero tan alegre y animosa como una quinceañera, con el pelo crepado y un dedo de maquillaje, se acercó a su mesa.

– ¿Qué puedo servirte, cariño?

Era perfecta. Por primera vez desde hacía bastante tiempo Gideon experimentó una emoción que no era sombría y se esforzó por sonreír.

– Café, huevos con beicon y tostadas.

– Volando.

La camarera se alejó. Gideon abrió la libreta y se puso a pensar. Había dos cosas en el mundo a las que tenía particular aprecio: una era su cabaña de las montañas Jemez; la otra, el dibujo de Winslow Homer. Este tendría que volver al Merton Art Museum, de Kittery, Maine, de donde se lo había apropiado años atrás; pero la cabaña… Deseaba asegurarse de que fuera a parar a manos de alguien que la apreciara tanto como él y que no permitiera que acabase medio en ruinas. Tampoco quería venderla un promotor inmobiliario. Aun suponiendo que lograra derrotar a Nodding Crane -y era mucho suponer-, seguiría teniendo que enfrentarse con la muerte, cara a cara, en un plazo muy breve.

La camarera le puso el plato delante.

– ¿Qué? -preguntó jovialmente-. ¿Escribiendo la gran novela americana?

Él le respondió con su mejor sonrisa, y la mujer se alejó, satisfecha. Mientras contemplaba su propia mortalidad -cosa que había hecho con frecuencia últimamente-, Gideon se dio cuenta de que no tenía a nadie, porque había pasado la mayor parte de su vida adulta alejándose de la gente. No tenía familia, no tenía verdaderos amigos, ni siquiera colegas del trabajo con los que mantuviera cierta relación. Lo más parecido a un amigo que tenía era Tom O'Brien, pero su relación siempre había sido transaccional, y Tom carecía de integridad. Al final, su única amiga de verdad había resultado ser una prostituta, y él había conseguido que la asesinaran.

– ¿Un poco más de café? -preguntó la camarera.

– Gracias.

Entonces se le ocurrió, alguien en quien podía confiar: Charlie Dajkovic. No había vuelto a hablar con él desde la muerte del general Tucker, pero sabía que había pasado una temporada en el hospital y que se había recuperado satisfactoriamente. No se podía decir que fueran amigos, pero era un hombre honrado y decente.