Empezó a escribir, intentando controlar el leve temblor de su mano. No era fácil. Dajkovic recibiría la cabaña con todo su contenido, salvo el dibujo de Winslow Homer. Lo nombró albacea y le encargó la tarea de devolver de forma anónima la obra de arte al museo Merton. En vida había conseguido eludir toda sospecha y no quería que lo acusaran de nada una vez muerto.
No tardó en tener listo el documento. Cuando lo repasó, su mente le recordó el rincón secreto del Chihuahueño Creek que había descubierto para pescar. Encontrar aquel remanso, el lugar más bonito del mundo, le había llevado años de explorar las aguas de los arroyos que surcaban las montañas Jemez. Tras meditarlo unos instantes, dio la vuelta a la hoja y trazó un mapa del lugar para Dajkovic, mostrándole cómo llegar hasta allí, junto con una serie de consejos sobre qué cebos utilizar según la época del año. Ese sería su mayor legado.
Confió en que a Dajkovic le gustara pescar. Cuando hubo acabado, pidió a la camarera que se acercara.
– ¿Más café? -le preguntó ella.
– No, pero quería pedirle un favor.
El rostro de la mujer se iluminó en el acto.
– Esto que acabo de escribir es mi testamento, y necesito dos testigos para que le den validez.
– Pero, cariño, ¡si eres un crío! ¿En qué estás pensando? -La mujer le llenó la taza, de todos modos-. Yo te llevo al menos treinta años de ventaja y todavía ni se me ha pasado por la cabeza.
– Tengo una enfermedad terminal -repuso, y enseguida se preguntó por qué confiaba en aquella desconocida.
La mujer le apoyó cariñosamente la mano en el hombro.
– Lo siento. De todas maneras, no hay nada escrito de antemano. Reza a Nuestro Señor y él hará el milagro. -Se volvió-. Gloria, ¿quieres venir, por favor? Este joven necesita que le echemos una mano.
La otra camarera, una joven regordeta de unos veinte años, se acercó, feliz de poder ayudar en algo. Gideon se sintió conmovido por la generosidad de aquellos corazones que no sabían nada de él.
– Voy a firmar esto -les explicó- y me gustaría que actuaran como testigos para darle validez. Tienen que firmar aquí y poner su nombre debajo.
Firmó, les entregó la hoja y ellas cumplieron su papel como testigos. La mujer mayor le dio un espontáneo abrazo.
– Rece al Señor. No hay nada que él no pueda hacer.
– Muchas gracias. Han sido ustedes muy amables.
Mientras se alejaban, Gideon metió el testamento en el sobre y lo dirigió a la atención de Eli Glinn con una nota en la que le pedía que se encargara de hacerlo llegar a su destinatario. A continuación, sacó el fajo de billetes que había arrebatado al camello, lo dejó debajo del plato y salió rápidamente de la cafetería.
De camino a la estación de metro, echó el sobre al buzón y se compadeció de sí mismo por su patética vida que, de un modo u otro, no tardaría en llegar a su fin. Quizá la camarera estuviera en lo cierto. Quizá lo mejor fuera rezar. Ninguna otra cosa le había funcionado en su miserable vida.
60
Gideon cogió el metro hasta el final de la línea; desde allí, el autobús en dirección a City Island, y, a mediodía, estaba en Murphy's Bait and Tackle, en City Island Avenue, rodeado de bandadas de gaviotas que lo sobrevolaban. Costaba creer que aquella tranquila aldea de pescadores formara parte de la ciudad de Nueva York.
Entró en una tienda estrecha llena de peceras, y vio a un tipo enorme en el mostrador del fondo.
– Buenos días, ¿qué puedo hacer por usted? -tronó afablemente con su acento del Bronx.
– ¿Es usted Murphy?
– El mismo que viste y calza.
– Me gustaría alquilar un bote.
Cerraron el trato rápidamente, y el propietario lo acompañó a través de la tienda hasta el embarcadero de la parte de atrás, donde había media docena de barcas de fibra de vidrio con motores fuera borda de seis caballos y sus respectivas latas de gasolina.
– Va a haber tormenta -comentó Murphy, mientras comprobaba que todo estuviera a punto-. Será mejor que esté de vuelta antes de las cuatro.
– No hay problema -contestó Gideon mientras guardaba la caña de pescar y los cebos que había comprado para disimular.
Unos minutos más tarde había zarpado, pasaba bajo el puente de City Island y se adentraba en las aguas abiertas del canal de Long Island. Hart Island se hallaba a media milla en dirección nordeste, una forma larga y difusa en la calina, dominada por una chimenea que se alzaba veinte metros hacia el cielo. Se había levantado viento y el bote cabeceaba entre las aguas rizadas, el agua golpeando contra el casco. En lo alto se amontonaban nubes grises, y las gaviotas volaban aprovechando las corrientes de aire y graznando ruidosamente.
Gideon consultó la carta marina que había comprado antes de salir e identificó las distintas referencias visuales en tierra -Execution Rocks, The Blauzes, Davids Island, High Island, Rat Island- e intentó memorizarlas; la próxima vez que volviera a pasar por allí sería oscuro.
El bote, con su diminuto motor, surcaba el agua despacio. Poco a poco, Hart Island fue tomando cuerpo a través de la bruma.
Tenía casi una milla de largo y estaba poblada por unos cuantos árboles que se alzaban entre edificios en ruinas. Cuando llegó a un centenar de metros de la orilla, Gideon giró el timón y empezó a costear, examinándola con los prismáticos. La alta chimenea se alzaba en medio de un conjunto de viejos edificios de la orilla oriental que en su día debió de ser una central eléctrica. Se veían rocas y arrecifes por todas partes. Grandes carteles debidamente espaciados avisaban a los posibles curiosos.
DEPARTAMENTO CORRECCIONAL
DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK
ZONA RESTRINGIDA
PROHIBIDO EL PASO. PROHIBIDO DESEMBARCAR. PROHIBIDO FONDEAR
LOS INFRACTORES SERÁN DENUNCIADOS
Cuando llegó al extremo norte de la isla, vio cierta actividad y puso el motor en punto muerto mientras examinaba el lugar con los prismáticos. A través de una maraña de árboles divisó un grupo de convictos, vestidos con monos de trabajo de color naranja, que trabajaban en medio de un campo. Una retroexcavadora esperaba en los alrededores. Los hombres descargaban ataúdes de pino de la plataforma de un camión y los depositaban junto a una fosa recién abierta. Varios guardias fuertemente armados los observaban mientras gritaban órdenes y gesticulaban.
Gideon paró el motor, para dejar que la corriente llevara el bote, y siguió observando, tomando notas de vez en cuando.
Cuanto estuvo satisfecho, arrancó el fuera borda y siguió bordeando la isla por su orilla occidental. Se encontraba a medio camino cuando apareció ante sus ojos una playa de arena blanca, llena de basura, restos arrojados por el mar y algún que otro casco de embarcación abandonada. La playa acababa en un dique de hormigón, tras el cual se alzaban los restos de la vieja central eléctrica, con su gran chimenea. Pintado en los muros derruidos había un cartel de aviso de al menos treinta metros de largo por diez de alto.
CENTRO PENITENCIARIO
MANTÉNGANSE ALEJADOS
Decidió dejar el bote junto al dique, cerca de un saladar, más allá de los traicioneros arrecifes.
Condujo lentamente la embarcación entre los bajíos; luego, paró el motor, saltó a la orilla y, mojándose los pies, lo arrastró hasta la playa.
Miró la hora. La una en punto.
61
Gideon cruzó la playa, saltó por encima del dique, buscó cobertura al abrigo de unos árboles y se detuvo para evaluar la situación. A su izquierda se extendía un campo abierto, más allá del cual se alzaba la central eléctrica en ruinas. A su derecha, apartados de la orilla, había un conjunto de humildes construcciones bajas, con sus calles, farolas y aceras. Parecía una urbanización cualquiera del extrarradio, salvo que todo estaba destrozado: las casas ofrecían un aspecto ruinoso, con las ventanas rotas y ennegrecidas y los tejados hundidos, la vegetación y las enredaderas trepaban por doquier, y las calles estaban llenas de grietas por donde asomaban malas hierbas.