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– Parece el mapa de un tesoro -dijo el blanco, agitándolo ante las narices de Gideon.

– Yo… yo… -balbuceó y se quedó callado.

– Ahórrese las historias. Está aquí en busca de un tesoro, ¿verdad? -preguntó el guardia, sonriendo malévolamente.

– Pues… sí -contestó Gideon tras unos segundos de vacilación, agachando la cabeza.

– Cuéntenoslo.

– Verá… he venido de vacaciones desde Nuevo México. Un tío de…, creo que era Canal Street, me vendió este mapa. Soy cazador de tesoros aficionado, ¿sabe?

– ¿De Canal Street, dice? -Los dos guardias intercambiaron otra mirada, y uno de ellos no pudo reprimir echar la vista al cielo. El negro tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la risa mientras examinaba el pergamino-. Según este mapa, se ha equivocado de isla.

– Ah, ¿sí?

– La «x» de este mapa indica Davids Island, que es aquella isla de allí. -La señaló con un gesto de cabeza.

– ¿O sea, que esto no es Davids Island?

– Esto es Hart Island.

– No estoy acostumbrado a navegar por el mar. Me habré confundido.

Esta vez las risas fueron más de diversión que de desprecio.

– Está usted más perdido que un tonto con una brújula.

– Me temo que tienen razón.

– Bueno, ¿y quién es el pirata que se supone que enterró ese tesoro, el capitán Kidd? -Más risas, pero de repente el guardia negro se puso serio-. Ahora, en serio, señor Crew, usted sabía que estaba entrando en una zona prohibida. Vio los carteles, no quiera tomarnos el pelo.

Gideon volvió a bajar la cabeza.

– Es verdad, los vi. Lo siento.

La radio volvió a sonar, y otra voz entrecortada preguntó por el intruso. El guardia respondió.

– Sí, capitán. Es un tipo que está buscando un tesoro enterrado. Tiene un mapa y todo lo demás, que compró en Canal Street. -Gideon pudo oír las risas al otro lado de la transmisión-. ¿Qué quiere que haga? -El policía escuchó y contestó-: Está bien. Corto y cierro. -Se volvió hacia Gideon-. Hoy debe de ser su día de suerte. ¿Dónde ha dejado su bote?

– En la playa, cerca de esa chimenea grande.

– Voy a acompañarlo hasta su barca, ¿entendido? Para su información, esta isla tiene el acceso completamente prohibido al público.

– Ah… Entonces… ¿qué hacen ustedes aquí?

– Disfrutar del paisaje -respondió el guardia, entre más risas-. Vámonos.

Gideon lo siguió cruzando el campo hasta la carretera.

– De verdad -insistió-. ¿Qué hacían en ese campo, enterrando todas esas cajas? Parecen ataúdes.

El guardia titubeó.

– Son ataúdes.

– ¿Qué es esta isla, una especie de camposanto?

– Sí. Es donde están las fosas comunes de la ciudad de Nueva York. Potter's Field.

– ¿Qué es eso?

– Cuando alguien muere en la ciudad y no tiene familia o dinero para costearse un funeral, lo entierran aquí. Los reclusos de Rikers Island son los que hacen el trabajo. Por eso no podemos tener visitas paseándose por aquí. ¿Lo entiende ahora?

– Claro. ¿Cuántos cuerpos hay enterrados en la isla?

– Más de un millón -contestó el guardia, con una nota de orgullo en la voz.

– ¡Madre de Dios!

– Es el cementerio más grande del mundo. Lleva funcionando desde la guerra civil.

– Es increíble. ¿Y les dan a todos un entierro cristiano?

– Aquí llegan muertos de muchas confesiones, de manera que tenemos distintos religiosos que vienen por turnos, sacerdotes, rabinos, imanes… A todos les llega el momento.

Dejaron atrás la vieja central eléctrica. El edificio derruido Dinamo se alzaba entre la vegetación, junto a un campo muy extenso.

– ¿Dónde tiene la barca? -quiso saber el guardia, mirando hacia la orilla.

– Está en la playa, junto al dique.

En lugar de atravesar el campo, el guardia dio un rodeo, siguiendo la carretera.

– ¿Por qué vamos por aquí?

– Está prohibido cruzar ese campo.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero en esta isla hay un montón de sitios peligrosos.

– ¿De verdad? ¿Y cómo sabe cuáles son?

– Tenemos un mapa que nos muestra las zonas de paso prohibido.

– ¿Y lo lleva encima?

El guardia se lo mostró.

– Estamos obligados a llevarlo.

Gideon lo cogió y lo examinó tanto tiempo como pudo antes de que el agente se lo quitara de las manos y lo guardara. Tras dar un largo rodeo, llegaron por fin a la playa y fueron hasta la barca.

– Perdone -dijo Gideon-, pero ¿podría devolverme mis cosas?

– Sí, supongo que no hay problema -respondió el guardia, que sacó de su bolsillo la libreta, el pergamino y lo demás y se lo entregó.

– ¿Podría decirme si Davids Island está abierta al público? -preguntó Gideon.

El hombre se echó a reír.

– Es un parque; pero yo que usted no iría a excavar agujeros por allí. -Vaciló y añadió-: ¿Le importa si le doy un pequeño consejo?

– Faltaría más.

– Ese mapa que le han vendido… es falso.

– ¿Falso? ¿Cómo lo sabe?

– Ha dicho que lo compró en Canal Street, ¿verdad? ¿No vio todos los Rolex y los bolsos de Vuitton que venden allí? Aquello es el emporio de las falsificaciones. De todas maneras, debo reconocer que lo de los mapas de tesoros falsos es nuevo para mí. -Rió y apoyó afablemente la mano en el brazo de Gideon-. Mire, amigo, no me gustaría que se metiera en más problemas. Créame, ese mapa es falso.

Gideon adoptó la expresión más abatida que pudo.

– No sabe cuánto lamento oírlo.

– Y yo lamento que Nueva York esté lleno de chorizos que se aprovechan de los turistas. -El guardia miró el cielo, que estaba totalmente encapotado de nubes negras. El viento arreciaba, y el canal se había llenado de crestas de espuma-. Yo, en su lugar, me olvidaría de Davids Island y saldría del canal a toda prisa. Cuando hay tormenta, aquí se forman corrientes y remolinos muy peligrosos. La que se avecina es de las gordas.

63

A las diez en punto de la noche, vestido como un mochilero universitario, Gideon daba vueltas por City Island Avenue, observando Murphy's desde una distancia prudencial. En la mochila llevaba dos pistolas ilegales, munición, un cuchillo, una linterna de cabeza y otra de bolsillo, una pala y un pico plegables, cuerda, un aerosol paralizante, un cortafríos, dos gafas de visión nocturna, mapas y su libreta. Las rachas de viento provenientes del canal hacían que el rótulo del establecimiento se balanceara violentamente sobre sus goznes oxidados. El aire olía a salitre y algas, y el horizonte se iluminaba por el sur con constantes relámpagos. El retumbo de los truenos se acercaba muy rápido.

Pasaban unos minutos de la hora de la cita, pero no veía ni rastro de Mindy. Aun así, estaba seguro de que ella habría llegado y estaría esperando discretamente en alguna parte a que él apareciera.

En ese momento oyó su voz grave surgiendo del pequeño parque que tenía a su espalda.

– Hola, Gideon.

Mindy apareció con su porte atlético; llevaba una mochila y un gorro de lana bajo el que asomaba una cola de caballo agitada por el viento. Lo saludó con un beso cariñoso.

– Qué sorpresa tan agradable.

– No seas burro -repuso con una medio sonrisa-. No es más que parte de nuestra tapadera: dos universitarios que salen de excursión. Es lo que dijiste, ¿no?

– En efecto.

Cruzaron la calle. Junto al establecimiento de alquiler de barcas había un puerto deportivo rodeado de una verja de alambre que impedía el acceso a los embarcaderos. Gideon miró a un lado y otro de la calle, comprobó que no hubiera nadie, se encaramó a la verja y saltó al otro lado. Mindy lo imitó con agilidad y aterrizó junto a él. Cruzaron la zona de reparaciones, saltaron otra verja y llegaron al muelle de los embarcaderos flotantes.