– ¡Se suponía que debías quedarte entre los árboles! -le gritó Gideon por encima del ruido de la tormenta.
– Vas a necesitar que alguien te cubra mientras encuentras la pierna.
Gideon comprendió que ella tenía razón.
Mindy se apoyó en el borde de la fosa y empezó a disparar. Los proyectiles de Crane se hundían en el fango, ante ella, o se estrellaban en el muro de la fosa que tenía detrás. Gideon volvió rápidamente a la pila de cajas, iluminándolas una a una con su linterna, limpiando el barro como un poseso. Allí estaba, a media altura: 695-998 MSH.
– ¡La tengo! -gritó.
– ¡Date prisa! -contestó Mindy, concentrada en disparar.
Gideon apartó frenéticamente las cajas de encima hasta que pudo agarrar la que le interesaba y tirar de ella. El pecho y la espalda le latían con violencia por el esfuerzo. Los impactos de bala seguramente le habían fracturado alguna costilla. Alzó el pico y rompió la tapa de madera de la caja. Arrancó los fragmentos e iluminó el interior con la linterna.
– ¡Maldita sea! -gritó-. ¡Esto es un brazo!
66
Cogió la etiqueta que colgaba de un dedo y leyó los datos del paciente: «Mukulski, Anna, St. Luke's Downtown 659346c-41».
– ¡Los hijos de puta han cambiado los órganos! -gritó.
– ¡Sigue buscando! -replicó Mindy, agachándose cuando una ráfaga impactó contra el borde de la fosa y los salpicó de barro.
Gideon contempló el desorden de cajas, escogió una al azar y la abrió con el pico, pero sacó lo que parecía un pulmón de fumador. Lo apartó de una patada y abrió la siguiente y después otra y otra más, descartando todo lo que no fueran piernas y leyendo únicamente las etiquetas de estas últimas. Muchas cajas se habían abierto solas al caer, así que Gideon tuvo que buscar entre montones de órganos y extremidades, y comprobar las etiquetas antes de tirarlas. Aquellos miembros tenían días e incluso semanas, y la mayoría de ellos estaban en plena descomposición, blandos e hinchados.
– ¡Vuelve con la excavadora! -exclamó Mindy.
– ¡Mantenlo alejado!
Gideon arrojó el despojo que tenía entre las manos y, con la ayuda del pico, derribó otra hilera de cajas y empezó a abrirlas. La fosa se llenó de más extremidades, convirtiéndose en un verdadero osario.
– Lo siento, tíos -murmuró Gideon para sus adentros.
– ¡Viene hacia aquí y no puedo detenerlo! ¡Ha subido la pala!
– ¡Dame un poco de tiempo!
Gideon buscó como un loco entre las extremidades amputadas; leía las etiquetas y dejaba a un lado las que descartaba. Y de repente, allí estaban: dos piernas terriblemente aplastadas y metidas en la misma caja con una etiqueta donde se leía: «Wu, Mark, Sinaí, 659347a-44».
– ¡Las tengo!
Sacó la pierna izquierda de la caja y la puso encima de una plancha de madera. Estaba tan descompuesta que se partió en dos por la articulación de la rodilla, pero no le importó. Solo necesitaba el muslo. Sacó de la mochila el cúter y las radiografías. Las iluminó con la linterna y localizó el lugar donde debía practicar la incisión.
– ¡Por Dios, date prisa! ¡Ha bajado la pala y está empujando un montón de tierra para echárnosla encima! ¡Mis balas no sirven de nada!
Gideon respiró hondo. Hundió el cúter y realizó un corte largo. Retiró la hoja e hizo otro, en paralelo, a unos pocos centímetros de distancia. El fragmento de metal se encontraba justo bajo la superficie, pero la extremidad estaba tan dañada, descompuesta y llena de restos del accidente, que costaba identificar el lugar correcto donde cortar.
– ¡Date prisa! -gritó Mindy.
Gideon oyó el rugido de la excavadora, que se acercaba. El suelo de la fosa había empezado a temblar.
Hizo otro corte, en perpendicular.
– ¡Dios mío! -aulló Mindy, sin dejar de disparar.
La máquina prácticamente se les había echado encima.
El escalpelo tropezó con algo. Gideon metió los dedos en la incisión, lo cogió y tiró. Era un trozo de alambre grueso, doblado en forma de «U», de alrededor de un centímetro de longitud.
– ¡Lo tengo! -gritó, guardándolo en el bolsillo.
Pero ya tenían la excavadora encima. Un enorme montón de tierra, mezclada con huesos, se abatió sobre ellos igual que una ola rompiente, derribando a Gideon y sepultando a Mindy. Su grito se ahogó de repente cuando la oscuridad cayó sobre él.
Gideon recobró la conciencia hundido en el suelo casi hasta el pecho, inmovilizado por una mezcla de tierra y barro. Se palpó las costillas y notó que algunas estaban rotas. Se quitó la tierra de la cabeza, respiró hondo e intentó salir.
Una pesada bota le aplastó el cuello, hundiéndolo en el fango.
– No tan deprisa, amigo mío -dijo una voz fría y desprovista de acento-. Deme el fragmento de metal.
Gideon no se movió. Respiraba a duras penas.
– Ayúdela. Está sepultada.
La bota presionó con más fuerza.
– No se preocupe por ella. Preocúpese por usted.
– ¡Se está asfixiando!
Nodding Crane balanceó la etiqueta de las piernas de Wu ante los ojos de Gideon.
– Sé que tiene ese fragmento. Démelo.
Una mano le registró el bolsillo de la camisa, apartando la tierra. Luego, siguió abriéndose paso y encontró la Beretta y la Taurus y, por último, el cúter.
– ¡Por amor de Dios, déjeme salir!
La bota se apartó, y Nodding Crane dio un paso atrás. Del cuello le colgaban unas gafas de visión nocturna.
– Salga lentamente.
Gideon intentó salir del montón de tierra.
– La pala… -jadeó.
Su adversario cogió la herramienta y se la tiró.
Con una mueca de dolor, Gideon apartó frenéticamente con la pala la tierra que lo aprisionaba, hasta que consiguió retirar la suficiente para poder mover las piernas y salir. Con mucho esfuerzo se puso en pie, respiró hondo y se lanzó con la pala sobre el montón de tierra bajo el que estaba sepultada Mindy.
– El fragmento -dijo Nodding Crane, clavando el cañón de su arma, una TEC-9, en la cabeza de Gideon.
– ¡Por Dios, tenemos que sacarla de ahí!
– Es usted un pobre idiota.
Nodding Crane le asestó un golpe en la cabeza con la culata del arma, le quitó la pala de las manos y hundió el cañón de la TEC-9 en el oído de Gideon.
– El fragmento.
– ¡Que le folien!
– Entonces se lo quitaré a un cadáver. -Hundió un poco más el cañón aún tibio en el oído de Gideon y susurró-: Adiós.
67
Manuel Garza, vestido con un uniforme arrugado del departamento de Limpieza que había tomado prestado del guardarropía del EES, caminaba por el sendero reservado a los ciclistas que bordeaba el extremo norte de Meadow Lake. A lo lejos oía el rumor del Van Wyck Expressway. Eran más de las once. Los corredores, los patinadores y las madres con sus carritos se habían ido a sus casas hacía rato. Los balandros del lago estaban amarrados en sus embarcaderos.
Con el largo pincho que tenía en la mano recogió un trozo de basura del suelo y lo metió en la bolsa de plástico que llevaba colgando del cinturón de trabajo. Una tapadera como aquella habría resultado mucho más eficaz en los años ochenta, cuando Nueva York era una ciudad sucia; pero en la actualidad, con la ciudad impoluta, los equipos de limpieza de los parques eran tan difíciles de ver como en el pasado. Pensó que en el EES deberían inventar otro tipo de coberturas, como vulgares peatones, mendigos o corredores de maratón.