Pinchó otra basura con expresión sombría. Pensar en el EES hizo que recordara a Eli Glinn. Poco importaba cuánto tiempo hiciera que trabajaba para él, nunca había conseguido comprenderlo. Cada vez que creía que el tiempo o alguna misión particularmente gravosa lo habían ablandado, Glinn le demostraba que se equivocaba. Le resultaba imposible predecir lo que ese hombre era capaz de hacer o dejar de hacer. Como aquella vez, en Lituania, cuando había amenazado con detonar un artefacto nuclear porque el cliente se negaba a efectuar el pago final. Lo cierto era que no había bromeado en ningún momento. Incluso había activado la cuenta atrás antes de que el cliente acabara rindiéndose. O aquella desafortunada expedición a Tierra del Fuego, cuando los persiguieron, y Glinn voló por los aires un iceberg para…
Apartó aquel recuerdo de su mente, se alejó del lago y volvió a su carrito eléctrico del departamento de Parques y Jardines que había dejado cerca de allí. Aquella misma mañana, tras su encuentro en el metro con Gideon, Glinn se había negado a enviar un equipo de apoyo para que ayudaran a Crew en la última fase de la operación. El viejo lo había escuchado en silencio y después había meneado la cabeza. «No haremos nada de eso», le había contestado.
«No haremos nada de eso.» Garza alzó los ojos al cielo. Una respuesta típica de Glinn. Sin razones, sin explicaciones. Tajante.
Subió al carrito, dejó el pincho recogebasuras y abrió un compartimiento metálico atornillado en uno de los lados del vehículo. Hizo un rápido inventario visual de su contenido: una Glock de 9 milímetros con silenciador, una escopeta de cañones recortados, un Taser, una radio de la policía, unas gafas de visión nocturna, un botiquín de emergencia y media docena de placas de identificación de agencias federales y estatales. Satisfecho, cerró el compartimiento, puso el carrito en marcha en dirección norte y se dirigió hacia el Queens Museum of Art.
Glinn había descartado asignar un equipo de apoyo a Gideon Crew, y por eso Garza estaba allí a iniciativa propia. Aquella misión tenía una importancia vital, tanta que podía cambiar el destino del mundo. Y Garza no iba a permitir que Crew la llevara a cabo solo, especialmente si estaba implicado alguien tan peligroso como Nodding Crane.
Crew había mencionado el Unisphere. Garza lo vio a lo lejos: una gran esfera, plateada y reluciente, con fuentes en la base, en el extremo más alejado del Long Island Expressway. La dificultad radicaba en que Crew no había dicho si el encuentro iba a tener lugar en el mismo Unisphere o en sus alrededores. El hecho de que el maldito monumento estuviera en medio del parque de Flushing Meadows -el segundo parque en tamaño de la ciudad- no le facilitaba precisamente la tarea. De haber sido por él, habría dispuesto policías, reales y ficticios; auxiliares sanitarios, públicos y privados; francotiradores, equipos antisecuestro, conductores especialistas en fugas y un equipo de control de la prensa, todos ellos distribuidos por el parque en posiciones cuidadosamente calculadas. Pero tal como estaban las cosas, todo el trabajo sería para él solo.
La situación había sido absurda desde el principio. ¿Por qué encargar una misión tan peligrosa a alguien como Crew, un desconocido al que había que poner a prueba? Glinn podría haber elegido a diversos agentes que habían demostrado su valía en acción. Sencillamente, no tenía sentido escoger a un pringado como Crew, una persona que no había empezado desde abajo ni se había abierto camino por méritos propios, como él había hecho. Crew era impulsivo. Funcionaba más por la furia y la adrenalina que aplicando una cautela inteligente. Garza se consideraba una persona serena, pero cuando pensaba en todo aquello, se sulfuraba.
Echó otro vistazo al reloj: las once y media. A lo lejos, el Unisphere brillaba contra el cielo nocturno como un meteorito ardiendo. No le quedaba mucho tiempo. Efectuaría un último reconocimiento y después escogería la posición idónea desde donde controlar el desarrollo de los acontecimientos. Enfiló el carrito hacia la gran esfera y pisó el acelerador.
68
Gideon supo que iba a morir, pero no sintió nada en absoluto. Al menos de ese modo sería más rápido e indoloro.
De repente, se oyó un alarido y una ráfaga de disparos. Gideon se volvió y vio una monstruosa aparición: una figura cubierta de barro que surgía de debajo de la tierra, disparando y aullando como una fiera. Nodding Crane recibió varios impactos y cayó hacia atrás, mientras respondía frenéticamente al fuego.
– ¡Me he quedado sin munición! -gritó Mindy, soltando el fusil y escarbando en el barro en busca de su pistola.
Gideon se lanzó sobre Nodding Crane; agarró el arma del asesino e intentó arrebatársela, confiando en que estuviera muerto. Pero no lo estaba. También él llevaba un chaleco antibalas. Ambos rodaron por el fango, forcejeando por la TEC-9, pero Nodding Crane era increíblemente fuerte y se quitó a Gideon de encima al tiempo que levantaba la metralleta.
Mindy arremetió contra él, intentando golpearlo en la cabeza con un tablón de madera, pero el asesino se apartó con una pirueta y paró el golpe con el hombro; levantó el arma de nuevo, con mano titubeante.
Gideon retrocedió y comprendió que en esos momentos solo les quedaba una opción.
– ¡Sal de aquí!
Mindy saltó fuera de la fosa, seguida por Gideon. La TEC-9 escupió otra ráfaga, pero ellos corrían ya por el prado, hasta que desaparecieron en la oscuridad de la tormenta, y las balas se perdieron en el vacío.
Durante una fracción de segundo, el cielo se desgarró con el fulgor de un relámpago, seguido de un trueno ensordecedor.
– ¡Ese cabrón está recargando! -jadeó Mindy mientras corrían.
Apenas habían alcanzado la hilera de árboles, cuando una nueva ráfaga impactó contra las hojas que los rodeaban, barriendo la vegetación. Se adentraron corriendo en la maleza, hasta que no pudieron más.
– ¿Y tu arma? -preguntó Gideon, respirando entrecortadamente.
– La he perdido, pero tengo la de apoyo. -Sacó un Colt 45 de reglamento-. ¿Y el fragmento?
– En mi bolsillo.
– Debemos seguir adelante.
Se volvió y echó a correr a paso ligero en dirección sur. Gideon la siguió como pudo, intentando olvidarse del dolor. Había perdido sus gafas de visión nocturna y la linterna durante la lucha, y en esos momentos se movían sumidos en una oscuridad absoluta, intentando apartar arbustos y ramas. No tenía la menor duda de que Nodding Crane los seguía.
– Esto no va a dar resultado -jadeó Gideon-. Ese cabrón tiene gafas nocturnas. Debemos salir a campo abierto, donde podamos ver algo.
– De acuerdo -contestó Mindy.
– Sígueme.
Gideon recordó el mapa y se encaminó hacia el este. El bosque se hizo menos denso cuando cruzaron otra zona de enterramientos, donde pisaron huesos y cráneos que asomaban entre la hojarasca. Salieron a una calle ancha llena de malas hierbas y flanqueada por una serie de edificios bajos y alargados: el orfanato de muchachos. Había una leve claridad proveniente del sur -las luces de Nueva York- que les permitía ver ligeramente.
Gideon echó a correr, y Mindy hizo lo mismo.
– ¿Dónde tienes el bote?
– Cerca de la playa, detrás de la chimenea.
Una repentina ráfaga de metralleta sonó tras ellos. Gideon se lanzó al suelo instintivamente. Mindy aterrizó junto a él, rodó sobre sí misma y devolvió los disparos con su Colt 45. Se oyó un grito y después silencio.
– ¡Le he dado! -exclamó.
– Lo dudo. Ese cabrón es muy astuto.
Se pusieron de pie al instante y corrieron hacia los edificios en ruinas. Entraron por una puerta medio rota; Gideon iba delante. Corriendo, pasaron ante las habitaciones en ruinas y saltaron por encima de las camas oxidadas y los fragmentos de yeso de las paredes. Cuando Gideon salió por el otro extremo, giró repentinamente hacia la iglesia en ruinas. La atravesó corriendo, salió por la destrozada vidriera del fondo y volvió sobre sus pasos con Mindy pisándole los talones.