La escalera, vieja y herrumbrosa, se estremeció y chirrió, bamboleándose a cada paso que Gideon daba y soltando polvo de óxido. Uno de los peldaños se partió, y Gideon se aferró a la barandilla, momentáneamente suspendido en el vacío hasta que pudo recobrar pie y encaramarse de nuevo.
Siguió subiendo, cada vez más alto. De repente, notó una nueva vibración en la vieja estructura. Nodding Crane iba tras él.
Había cometido una estupidez. El asesino le daría alcance y lo mataría desde abajo.
A medida que seguía ascendiendo, notó que no era solo la escalera, sino toda la chimenea la que vibraba bajo la fuerza de la tormenta y crujía con el ruido de los ladrillos y el mortero que cedían.
El alcance de su estupidez se le hizo evidente en toda su crudeza. El viento zarandeaba la chimenea de arriba abajo. Tuvo la impresión de que se derrumbaría en cualquier momento y no fue capaz de imaginar un final para aquella persecución en el que pudiera salir con vida.
Sonó otro disparo, y la bala impactó contra la barandilla, junto a su mano. Gideon avivó el paso, resguardándose con cada vuelta. Un relámpago iluminó la siniestra escena: la isla, las ruinas, la vieja chimenea, la escalera oxidada y el mar embravecido, más allá.
– ¡Crew! -lo llamó una voz desde abajo-. ¡Crew!
La extraña e inexpresiva voz de Nodding Crane le llegó por encima del bramido del viento.
Se detuvo y escuchó. Toda la chimenea crujía y oscilaba en la tormenta.
– ¡Está atrapado, idiota! ¡Deme el fragmento de metal y lo dejaré ir con vida!
Gideon reanudó el ascenso. Sonó otro disparo, pero se perdió en la negrura. Entre la fuerza del viento y el zarandeo de la escalera, a Nodding Crane no debía de resultarle fácil apuntar. Pero había algo más: había creído percibir una nota de miedo en la voz del asesino. Y no era de extrañar. Aquella situación parecía una pesadilla. Curiosamente, Gideon no sentía miedo alguno. Aquello era el final. Imposible bajar con vida de allí. Pero ¡qué más daba! Pasara lo que pasase, era hombre muerto.
Aquel pensamiento le produjo una extraña sensación de alivio. Esa era su arma secreta, lo que Nodding Crane desconocía: que se enfrentaba a alguien que vivía de prestado.
A medida que ascendía, la fuerza del viento aumentó hasta tal punto que algunas rachas estuvieron a punto de lanzarlo al vacío. Otro relámpago desgarró el cielo, seguido por un trueno. Oyó un chirrido de metal, y todo un tramo de la escalera se desprendió de la chimenea, haciendo saltar los pernos como si fueran balas. El armazón se bamboleó en el vacío con Gideon aferrado a él. Tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas cuando el viento estrelló el tramo suelto de escalera contra la chimenea, pero la estructura de hierro aguantó hasta que las oscilaciones cesaron. Encontró apoyo en un peldaño y reanudó el ascenso.
Aprovechó otro relámpago para mirar hacia arriba. Se encontraba a mitad de la subida.
No podía detenerse. Tenía que evitar cargar demasiado con su peso un mismo sitio y a la vez mantenerse en el lado opuesto de su perseguidor.
– ¡Crew! -le llegó la voz desde abajo-. ¡Esto es un suicidio!
– ¡Sí! ¡Para los dos! -respondió Gideon, gritando.
Y lo era. Se derrumbara o no la chimenea, no podría volver a bajar por aquella escalera. Estaba en demasiado mal estado. Eso sin contar con que Nodding Crane se lo impediría. Tan pronto como llegara a la cima, el asesino se acercaría, y sería el fin.
– ¡Está loco, Crew!
– ¡No le quepa la menor duda!
La chimenea se estremeció con una ráfaga de viento particularmente violenta que provocó que se desprendieran unos cuantos ladrillos de lo alto. Gideon se pegó contra la pared para esquivarlos mientras pasaban junto a él, chocando y rebotando en la escalera. Miró hacia abajo, pero su perseguidor se encontraba al otro lado de la curva. En esos momentos, los relámpagos se sucedían casi sin interrupción y le permitían ver cada pocos segundos.
Miró hacia arriba. Se hallaba cerca de la cima. Una pasarela estrecha de hierro, a la que le faltaban varios soportes, rodeaba la boca de la gran chimenea; además, estaba peligrosamente inclinada. Siguió subiendo, paso a paso, y aferrándose a la barandilla con todas sus fuerzas.
De repente, se encontró arriba de todo, rodeado por el bramido de la tormenta. Se arrastró por una abertura hasta la pasarela y se sujetó con fuerza a causa de la inclinación. Varios ladrillos se habían desprendido del borde, de modo que la boca de la chimenea parecía llena de dientes ennegrecidos. Una rejilla cubría la abertura para evitar que las cenizas salieran volando. También había dos reguladores de tiro hechos de bronce. Estaban abiertos y las tapas parecían las alas de un murciélago gigante. Del fondo de la chimenea surgía un extraño gemido grave, como si fuera la garganta de algún monstruo antediluviano.
No había adónde ir.
«Uno de nosotros morirá en Hart Island. Así es como lo ha planeado, y así es como ha de ser.»
70
Sonó una risotada.
– ¡Fin de trayecto! -dijo la voz desde abajo, con súbito sarcasmo.
«¿Y ahora qué?», se dijo Gideon. Había subido hasta allí sin un plan.
Una racha de viento lo embistió, y lo alto de la chimenea osciló ligeramente, mientras más ladrillos caían al vacío. A ese ritmo, la maldita chimenea podía venirse abajo en cuestión de minutos.
De repente, se le ocurrió una idea. Cogió uno de los ladrillos sueltos y se asomó por la barandilla, esperando el siguiente relámpago.
Llegó acompañado del trueno e iluminó de lleno a Nodding Crane, que se aferraba al pasamanos, cuarenta metros más abajo. Gideon le lanzó el ladrillo.
Una ráfaga de metralleta llenó de agujeros la pasarela, y Gideon estuvo a punto de caer al echarse hacia atrás. Oyó otra risotada.
Su ocurrencia había resultado una pérdida de tiempo. Nodding Crane podía verlo fácilmente con sus gafas de visión nocturna, mientras que él tenía que esperar la luz de un relámpago. Lo único que conseguiría sería acabar acribillado.
El viento silbaba alrededor de los reguladores de tiro con un ruido cantarín. Se asomó al interior de la boca, pero estaba tan oscura que no pudo ver nada, aunque de ella seguía brotando el mismo ulular siniestro. El viento azotaba la chimenea, la pasarela se estremecía y la escalera golpeaba la estructura de ladrillo. Parecía que todo estaba a punto de derrumbarse de un momento a otro.
«A punto de derrumbarse…»
Por alguna razón, en su mente apareció una imagen de Orchid. «Estás metido en algún lío, ¿verdad? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Por qué no me dejas ayudarte? ¿Por qué insistes en apartarme de tu lado?»
Miró el sistema regulador de tiro. Estaba hecho de bronce y seguía en buenas condiciones. Una palanca larga hacía funcionar un engranaje que levantaba o bajaba las pesadas tapas semicirculares. Cogió la palanca y tiró de ella. Los reguladores se estremecieron con un chirrido, pero apenas se movieron. Dio un fuerte tirón a la palanca, pero tampoco consiguió nada. Sujetándose a la barandilla con ambas manos, le propinó un fuerte puntapié.
La palanca se soltó, y las dos tapas se cerraron con estrépito, haciendo vibrar la chimenea de arriba abajo. Varios ladrillos cayeron al vacío por el golpe, y toda la estructura se balanceó peligrosamente.
– ¿Qué hace? -gritó Nodding Crane, desde más abajo, con la voz ahogada por el pánico.
Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Gideon.
Sujetó con fuerza la palanca, tiró y volvió a abrir los reguladores. Los engranajes giraron haciendo saltar restos de cardenillo y las tapas se levantaron como un puente levadizo.
Soltó la palanca, y las dejó caer de nuevo.
El golpetazo hizo que la chimenea se estremeciera con más fuerza que antes. Una serie de ominosos ruidos y chirridos ascendió por el cañón de la chimenea mientras esta oscilaba.
– ¡Está loco! -gritó Nodding Crane.