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– ¿Puedo sentarme? -preguntó.

– Lentamente y sin brusquedades.

Dajkovic se sentó. El dolor casi había desaparecido. Con las costillas rotas ocurría siempre así. Dejaban de doler durante un rato y, después, el dolor reaparecía el doble de fuerte que antes. Casi se ruborizó al pensar que aquel tirillas lo había derribado con un pedazo de caucho.

– Tengo una pregunta para usted -dijo Crew-. ¿Cómo sabe que el viejo Tucker le dijo la verdad?

El soldado no contestó y, por primera vez, se fijó en que a Crew le faltaba la última falange del dedo anular derecho.

– Estaba seguro de que el general enviaría a alguien -siguió diciendo Crew- porque no es la clase de hombre que se pone en primera línea de combate. Sabía que sería alguien en quien confiara, alguien que hubiera servido a sus órdenes. Revisé su lista de empleados y supuse que lo elegiría a usted. Estuvo al frente de un equipo de las Fuerzas de Operaciones Especiales de los Marines durante la invasión de Granada, para poner a salvo el hospital estadounidense antes del desembarco. Hizo un buen trabajo, porque ningún estudiante resultó herido.

Dajkovic seguía con cara de póquer, esperando su oportunidad.

– Bien, ¿ha tomado ya una decisión con respecto a mí? ¿Está dispuesto a escuchar unas cuantas verdades que puede que no encajen con la versión que el general Tucker le dio?

El otro no contestó. No quería dar esa satisfacción a semejante canalla.

– Está bien -añadió Crew-. Puesto que soy quien tiene el arma, supongo que no le queda más remedio que escucharme. ¿Le gustan los cuentos de hadas, sargento? Aquí tengo uno para usted, solo que no es de esos en que todos acaban siendo felices y comiendo perdices. Érase una vez, en 1988, que había un niño de doce años…

Dajkovic escuchó la historia. Sabía que era un camelo, pero prestó atención porque, como buen soldado, conocía el valor de la información, incluso de la falsa.

Duró solo cinco minutos, pero fue un cuento interesante y bien contado. Los tipos como aquel eran todos unos mentirosos formidables.

Cuando hubo acabado, Crew sacó un sobre del bolsillo y lo tiró a los pies de Dajkovic.

– Ahí tiene el memorando que mi padre escribió a Tucker y que fue el motivo de que lo asesinaran.

El soldado no se molestó en cogerlo y, durante un momento, los dos permanecieron donde estaban, mirándose a los ojos.

– Está bien -dijo Crew al fin-. Supongo que ha sido una ingenuidad por mi parte creer que podría convencer a un veterano como usted de que su querido comandante no es más que un mentiroso y un asesino. -Hizo una pausa y añadió-: Quiero que lleve un mensaje a Tucker de mi parte.

Dajkovic ni siquiera parpadeó.

– Dígale que le destruiré como él destruyó a mi padre. Será lento y agradable. El memorando que he hecho llegar a la prensa provocará que se abra una investigación. Estoy seguro de que alguien presentará una solicitud al amparo de la FOIA [1]para confirmar que el documento es verdadero. Cuando se conozca la verdad, paso a paso, la reputación de Tucker quedará en entredicho; y en el mundo en el que se mueve, aunque la corrupción está generalizada, la apariencia de integridad no tiene precio. Así pues, verá cómo su negocio se va lentamente a pique. ¡Pobre Tucker! ¿Sabe usted que está endeudado hasta las cejas? La hipoteca de su casa de McLean, en Virginia, lo tiene cogido por las pelotas, y debe un montón de dinero por esa casa del club de golf de Pocono, por el apartamento de Nueva York y por el yate que tiene en Jersey Shore. -Meneó la cabeza con pesar-. ¿Sabe usted cómo se llama ese yate? Furia Urgente. Tiene gracia, ¿verdad? El momento de gloria de un cagado. Pocono, McLean, Jersey Shore… No se puede acusar de buen gusto al general, ¿no cree? La amiguita que tiene en el East Side fue un paso en la buena dirección, pero parece que es una zorra insaciable, siempre pidiendo y pidiendo. Tucker no ha ahorrado como hacen los buenos chicos. Pero la bancarrota será solo el principio, porque la investigación acabará por sacar a la luz todo lo que le he contado: que tendió una emboscada a mi padre y que fue el responsable directo de la muerte de aquellos veintiséis agentes. Acabará dando con sus huesos en la cárcel.

Dajkovic vio que Crew lo miraba a los ojos y comprendió que se estaba enfadando por su falta de reacción.

– Permítame que le haga otra pregunta -dijo Gideon al fin.

Dajkovic esperó. Su momento se acercaba, lo intuía.

– ¿Ha visto alguna vez a Tucker en combate? ¿Qué sabe de él como soldado? Me apuesto lo que quiera a que no puso un pie en la playa hasta que la cabeza de puente fue totalmente segura.

Dajkovic no pudo evitar recordar lo decepcionado que se sintió al ver que Tucker era el último soldado en pisar Granada. De todas maneras, se trataba de un general, uno de los principales comandantes, y ese era el protocolo del ejército.

– ¡A la mierda! -dijo Crew, dando un paso atrás-. Fue un error creer que usted sería capaz de pensar por su cuenta. Ya tiene el mensaje, ahora vaya a entregarlo.

– ¿Puedo levantarme?

– Desde luego. Levante su patético culo y lárguese.

Había llegado el momento. Dajkovic apoyó las manos en el suelo y empezó a ponerse en pie. Cuando pasó la mano junto a su bota, desenvainó en cuchillo y en un único y fulgurante movimiento lo lanzó contra el corazón de su enemigo.

10

Gideon Crew vio el veloz movimiento y el destello del acero. Se apartó, pero fue demasiado tarde: el cuchillo lo alcanzó en el hombro y se hundió casi hasta la empuñadura. Mientras trastabillaba hacia atrás, intentando alzar la escopeta, Dajkovic se abalanzó sobre él, tirándolo de espaldas con todas sus fuerzas y arrancándole el arma de las manos.

Durante un momento, todo se volvió negro para Gideon, pero enseguida recobró la conciencia. Se hallaba tendido en el suelo, mirando el cañón de su propia escopeta y notando el lacerante dolor del cuchillo en el hombro, de donde no dejaba de manar sangre. Hizo ademán de arrancárselo.

– No -le ordenó Dajkovic-. Mantenga las manos alejadas del cuerpo y rece lo que sepa.

– No lo haga… -rogó Gideon, haciendo un esfuerzo por pensar con claridad y despejar la bruma de su cabeza-. ¿Qué sabe de mí, aparte de lo que Tucker le contó? ¡Dios! ¿Acaso es incapaz de pensar por sí mismo?

Dajkovic levantó el arma y lo miró a los ojos. Gideon sintió que la desesperación lo invadía. Si moría, su padre nunca sería vengado, y Tucker no recibiría su merecido.

– Usted no es un asesino -dijo.

– No, pero en este caso haré una excepción.

El dedo del soldado se tensó sobre el gatillo.

– Si va a matarme, al menos hágame un último favor: coja ese sobre, eche un vistazo a lo que hay dentro y contrástelo con lo que le he contado. Mire las pruebas. Después de eso, haga lo que crea justo.

Dajkovic se detuvo.

– Encuentre a alguien que estuviera allí en 1988 y lo comprobará -continuó Gideon-. Mi padre fue asesinado a sangre fría, cuando estaba con las manos en alto. Ese memorando es real, al final lo descubrirá porque si me quita la vida también tendrá que cargar con la responsabilidad de hallar la verdad.

Vio que Dajkovic lo observaba con una extraña fijeza y que no apretaba el gatillo… todavía.

– ¿De verdad le parece lógico? No me refiero a que un tipo con un pase de alta seguridad de Los Álamos esté filtrando secretos a al-Qaeda, eso es posible; sino a que el general Tucker lo supiera y le pidiera a usted que se encargara de ello. ¿De verdad tiene sentido?

– Sí, porque usted tiene amigos influyentes.

– ¿Influyentes? ¿Como quién?

Lentamente, Dajkovic bajó el arma. Tenía el rostro cubierto de sudor y estaba pálido. Casi parecía enfermo. Entonces, se arrodilló bruscamente y alargó la mano para coger el cuchillo que su adversario tenía clavado en el hombro.

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[1]Freedom of Information Act, ley por la que el gobierno de Estados Unidos está obligado a abrir sus archivos al público. (N. del T.)