Karin Alvtegen
Vergüenza
A mis valerosos guerreros
August y Albin
Te lo ruego, Dios mío,
Termina con todas las guerras,
toda la violencia y todo
lo que es injusto.
Y haz que todos los pobres
tengan dinero para comprar comida.
Haz que las malas personas se vuelvan
buenas y que nadie que yo conozca sufra
ninguna enfermedad grave ni muera.
Ayúdame a ser aplicada y obediente,
para que mamá y papá puedan estar
siempre orgullosos de mí.
Para que me quieran.
AMÉN
1
«Juro por mi honor y mi conciencia que, en el ejercicio de la medicina, procuraré servir a mis semejantes según los principios de humanidad y del respeto a la vida. Mi objetivo será cuidar y fomentar la salud y prevenir la enfermedad, así como curar a los enfermos y mitigar su sufrimiento.»
Había fracasado. El hombre que estaba a punto de morir se hallaba sentado enfrente de ella, totalmente tranquilo y sereno, con las venosas manos apoyadas en las rodillas. Ella, por su parte, hundía la mirada en la amplia historia clínica del paciente. Habían transcurrido casi dos años desde la primera visita de aquel hombre. Sus denodados intentos por curarlo habían resultado infructuosos y hoy se veía obligada a admitir su derrota. A darle la noticia. La sensación era siempre la misma. No era cuestión de la edad ni de que la enfermedad fuese incurable, ni de que la falta de avances en la investigación médica no constituyese un fracaso personal. Se trataba de vidas. Vidas que ella no había sido lo bastante hábil para salvar.
El hombre le dedicó una sonrisa amable.
– No te lo tomes como algo personal. Todos hemos de morir un día y esta vez se ve que es mi turno.
Sintió vergüenza. No le correspondía a él consolarla, desde luego, pero, de algún modo, el hombre había logrado leer sus pensamientos.
– Yo soy viejo y tú eres joven. Piénsalo. Yo he vivido una larga vida y lo cierto es que últimamente he empezado a sentirme bien satisfecho. Ya sabes, a mi edad son tantos los que se han marchado que ya empezaba a encontrarme bastante solo aquí abajo.
El hombre se tanteó con los dedos la alianza que llevaba en la mano izquierda. Resultaba fácil moverla hacia dentro y hacia fuera, pues sus dedos fibrosos habían menguado desde el día en que se la puso por primera vez.
En ocasiones así, las manos era aquello en lo que ella se fijaba con más atención, asombrada ante el hecho de que estuviesen a punto de esfumarse toda la experiencia y la sabiduría por ellas atesoradas a lo largo de las diversas etapas de la vida.
Esfumarse para siempre.
– Claro que, a veces, me pregunto cuál fue la idea de Dios, en realidad. Quiero decir que todo lo demás está ingeniosamente pensado; en cambio, este desmantelamiento al que nos vemos obligados debería haberlo diseñado de un modo algo diferente. Primero tenemos que nacer, crecer y aprender, y luego, cuando ya hemos adquirido la práctica, se nos arrebata otra vez, a todos y cada uno. Todo empieza con la vista y, a partir de ahí, la cosa va cuesta abajo. Finalmente, se puede decir que volvemos al principio. -Enmudeció, como si meditase sobre lo que acababa de decir-. Aunque, bien mirado, quizá resida ahí el ingenio porque, cuando ya nada funciona como debe, podría decirse que ya no importa, en resumidas cuentas. Empezamos a sentir que quizá no estaría tan mal morir, después de todo, y poder descansar un poco por fin. -El hombre volvió a mostrar una débil sonrisa-. Lástima que el desmantelamiento ese lleve tanto tiempo.
Ella no sabía qué contestar, no disponía de palabras adecuadas con las que participar en sus reflexiones. Lo único que sabía era que aquel desmantelamiento no era igual para todos. A algunos se los llevaba la muerte a medio camino, antes de que el montaje estuviese listo siquiera. Y tampoco es que la selección estuviese muy bien organizada.
Aquel a quien Dios ama, muere joven.
Esas palabras no reportaban ningún consuelo.
En tal caso, Dios debía de odiar a quienes dejaba aquí. De no ser así, ¿por qué pensaba Dios que su propio bienestar justificaba la desolación que la muerte dejaba tras de sí?
Ella no deseaba que Dios la odiase, aunque no creía en ningún dios.
– Pero ¿sabes qué es lo mejor de todo? Pues que ahora me iré a casa y me serviré una buena copa de vino. Llevo tanto tiempo sin poder beber… Tengo una botella guardada para una ocasión especial, y creo que podemos decir que ésta lo es. -El hombre le guiñó un ojo-. De modo que no hay mal que por bien no venga.
Ella intentó corresponder a su sonrisa, pero no estaba segura de haberlo logrado. Cuando el hombre hizo amago de ir a levantarse, ella se incorporó de un salto para acudir a ayudarle.
– Muchas gracias por todo lo que has hecho. Sé que has luchado de verdad.
Ella cerró la puerta cuando él se hubo marchado e intentó respirar hondo. El aire de la consulta se le antojó rancio. Miró el reloj y comprobó que aún le quedaba algo de tiempo antes de irse. Se le habían desordenado algunos de los documentos que tenía sobre la mesa y fue a colocarlos bien. Sus manos se movían por la mesa con agilidad y, una vez dispuesto todo en pulcros montones, se quitó la bata blanca y se puso el abrigo. Constató irritada que aún había tiempo, pero más valía estar en camino que tener que detenerse.
No era posible correr lo suficiente cuando aquello de lo que pretendía huir procedía de su interior.
– Soy mamá. Quería saber a qué hora vendrás a buscarme. Llámame en cuanto oigas esto.
Se encontró el mensaje en el contestador cuando encendió el móvil de camino al aparcamiento. Eran las cinco y diez y faltaban veinte minutos para la hora acordada. El porqué debía llamar y volver a concretar la hora era un misterio, pero no hacerlo en aquellas circunstancias se presentaba como una opción equivocada.
– Hola, soy yo.
– ¿Cuándo llegas?
– Ya estoy en camino, estaré ahí dentro de quince minutos.
– Es que he de pasar por el supermercado para comprar algunas velas.
– Si quieres, las compro de camino.
– Bueno, pero, en esta ocasión, compra las de ciento diez horas de duración. Las que compraste la vez anterior se consumieron demasiado rápido.
Si su madre hubiera tenido la más remota idea de la angustia que le producían sus constantes visitas a la tumba, no se lo habría dicho como si el que las velas hubiesen durado menos de lo que debían dependiese de una suerte de tacañería por su parte. Ella compraría encantada velas que ardiesen toda la vida, si las hubiera. Pero no era así. Sólo las vendían de ciento diez horas, como máximo. Y desde que su madre vendió el coche -pues ya no se atrevía a conducir-, Monika no tenía otra misión que llevarla siempre al cementerio a encender nuevas velas en cuanto se consumían las anteriores.
Hacía veintitrés años. Ya llevaba muerto más tiempo del que había vivido. Aun así, él ocupaba la mayor parte del espacio.
Ocupaba todo el espacio.
Había un par de coches en el aparcamiento, pero el cementerio parecía desierto.
MI hijo querido
Lars
*1965+1982
No conseguía acostumbrarse: su nombre en una lápida. Su nombre debía figurar el primero en la lista de resultados de alguna competición deportiva; en algún artículo de prensa sobre las principales jóvenes promesas del hockey. Cuando no lograse impresionar a la gente de otro modo, habría podido hacerlo diciendo que era la hermana pequeña de Lasse Lundvall. Aquel año habría cumplido cuarenta pero, para ella, seguía siendo su hermano dos años mayor, aquel al que admiraban los amigos, al que perseguían las chicas, el que triunfaba en todo aquello que emprendía.
El orgullo de su madre.