La mujer hacía largas pausas entre palabra y palabra para darles tiempo de asimilarlas.
– Miedo. Dolor. Rabia. Celos. Amor. Vergüenza.
Siguió un largo silencio en el que Monika tomó plena conciencia tanto de sus pensamientos como de a qué recuerdo concreto la conducían. Seis pensamientos directos que, inexorables, la forzaron a evocar precisamente aquel recuerdo que más interés tenía en olvidar. Abrió los ojos para liberarse.
La abrumaba el deseo de levantarse y marcharse de allí.
La mayoría de los que había a su alrededor seguían con los ojos cerrados, tan sólo unos pocos habían huido, como ella, de la experiencia vivida tras los párpados. Ahora, sus tímidas miradas se encontraban para, desorientadas, buscar a toda prisa una salida.
– ¿Estáis listos? Bien, ya podéis abrir los ojos.
Todos obedecieron y se removieron en las sillas. Algunos sonreían y otros parecían reflexionar sobre lo que se les había venido a la mente.
– ¿Ha ido bien?
Muchos asintieron, en tanto que otros parecían más dudosos. Monika permaneció totalmente en calma. Ni un solo gesto suyo dejó traslucir lo que sentía. La mujer del centro sonrió.
– Dicen que estos seis sentimientos son universales y que existen en todas las culturas de la Tierra. Puesto que en la siguiente sesión hablaremos de las necesidades básicas del ser humano, sería bastante absurdo no vernos a nosotros mismos como expertos. O sea, yo creo que durante este pequeño ejercicio habéis pensado en el suceso o quizás uno de los pocos sucesos más decisivos de vuestra vida, el que más influencia ha ejercido sobre vosotros.
Monika cerró el puño con tal fuerza que se clavó las uñas en la palma.
– Aquel que desee usar su presentación para contarnos en qué ha pensado puede hacerlo, por supuesto. Pero, como es natural, no puedo obligaros y, ante todo, no puedo comprobar si estáis diciendo la verdad o no.
Sonrisas dispersas, alguna que otra risa, incluso.
– ¿Quién quiere empezar?
Nadie se mostró interesado. Monika quería volverse invisible quedándose totalmente inmóvil, con la mirada hundida en el regazo. Estaba allí por voluntad propia. En ese momento, le resultaba imposible de comprender. De repente, intuyó un movimiento a su derecha y comprendió con horror que el hombre que estaba sentado a su lado había levantado la mano.
– Yo puedo empezar.
– Bien.
La mujer se le acercó sonriendo para poder distinguir el nombre de su tarjeta.
– Mattias, adelante.
Monika tenía taquicardia. El que él hubiese levantado la mano implicaba una especie de orden natural y de pronto, ella habría de ser la siguiente. Tenía que ocurrírsele algo que contar.
Algo que no fuera eso.
– Bueno, pues haré lo que me han dicho que haga, como el alumno obediente que soy: me saltaré los datos objetivos y demás y entraré de lleno en lo sustancial.
Monika giró la cabeza y lo miró de soslayo. Poco más de treinta años; vaqueros y polo de lana. Sonriente, recorrió con la mirada a todos los que formaban el círculo a modo de saludo y sus miradas se cruzaron por un instante. Todo él irradiaba seguridad sin por ello parecer presuntuoso, tan sólo dueño de una especie de sana autoconciencia que hacía que la gente que lo rodeaba se relajase. Pero a Monika eso no le sirvió de nada.
El joven se rascó ligeramente la nuca.
– Yo no he pensado en un instante específico, sino más bien en un proceso que duró varios años. Sólo que no necesitaba hacer el ejercicio para saber que el momento más importante de mi vida fue cuando mi mujer volvió a dar sus primeros pasos vacilantes.
Guardó silencio, pasó un dedo descuidado por el brazo del asiento y carraspeó.
– Ocurrió hace ya cinco años. En aquel entonces, Pernilla y yo hacíamos submarinismo y éramos bastante expertos. Cuando se produjo el accidente habíamos salido con cuatro amigos para bajar a un barco naufragado.
Había contado la historia muchas veces, se notaba. Las palabras surgían con soltura y agilidad y no le costaba trabajo confesar nada.
– No había nada especial en aquella salida, habíamos hecho inmersiones similares cientos de veces. No sé si alguno de vosotros sabe algo de submarinismo, pero para los que no tengan idea, diré que siempre se baja por parejas. Incluso cuando sale un grupo, la inmersión la haces con un compañero del que no te separas en ningún momento.
Un hombre de traje, sentado enfrente, asintió como indicando que sí, que él también conocía las reglas del submarinismo. Mattias sonrió y le devolvió el gesto antes de continuar.
– En esa ocasión, Pernilla se sumergió con otra amiga. Mi compañero y yo estuvimos abajo unos tres cuartos de hora y fuimos los primeros en subir. Recuerdo que me quité los tubos y estuvimos hablando un rato de lo que habíamos visto abajo y tal, pero seguía pasando el tiempo y las únicas que no volvían eran Pernilla y Anna.
En este punto, algo cambió en su tono de voz. Quizá fuera posible contar mil veces una experiencia dura sin que la frecuencia la hiciese más fácil de contar. Monika no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?
– Yo no llevaba fuera el tiempo suficiente como para bajar otra vez y los demás intentaron disuadirme, ya sabéis lo de la saturación de nitrógeno y todo eso, pero, en fin, decidí volver a sumergirme, como si presintiera que algo no iba bien.
Se interrumpió, respiró hondo y se excusó con una sonrisa.
– Lo siento, he contado la historia miles de veces pero…
Monika no veía a la persona que había sentada a la derecha del joven, pero supo por la mano que se trataba de una mujer que, con un gesto de empatía, la posó sobre la del orador antes de volver a desaparecer de la vista de Monika. Mattias le mostró con un leve movimiento de cabeza que apreciaba su buena voluntad y decidió proseguir.
– En fin, al bajar, me encontré a Anna a medio camino, totalmente histérica. Claro, no podíamos hablar pero nos comunicamos por señas y comprendí que Pernilla se había quedado atascada en algún lugar del barco hundido y que se le acababa el oxígeno.
Ahora empezó a recuperar la firmeza en la voz. Como si de verdad quisiera que todos comprendiéramos, que todos compartiésemos su experiencia. Cuando retomó el relato, sonaba casi ansioso:
– Creo que jamás he pasado tanto miedo en mi vida, pero lo que sucedió fue muy extraño. Lo veía todo clarísimo. Tenía que bajar e ir a buscarla, simplemente no pensé en otra cosa.
Monika tragó saliva.
– No sé si existe un séptimo sentido que se activa en ese tipo de circunstancias, porque fue como si intuyese dónde estaba Pernilla. La encontré enseguida.
Las palabras volvían a fluir, subrayadas por los movimientos de sus manos en el aire.
– Estaba inconsciente y yacía medio enterrada bajo un montón de escombros que se le habían derrumbado encima, recuerdo cada detalle igual que si lo hubiese visto en una película. -Meneó la cabeza, como si a él mismo le pareciese incomprensible-. Bueno, el caso es que la saqué. Y ya no recuerdo más. No recuerdo casi nada, los demás me contaron lo que pasó.
Volvió a guardar silencio. Monika se clavaba las uñas en la palma de la mano cada vez con más fuerza.
Él había hecho todo lo que ella no hizo.
– Se lastimó la columna cuando la pared se le vino encima. Yo estuve en una cámara de presión, así que el primer día no pude pasarlo con ella, ése fue el siguiente palo.
Volvió a hurgar en el brazo de la silla y esta vez la pausa se prolongó algo más. Nadie decía nada. Todos estaban en silencio, aguardando la continuación, concediéndole el tiempo necesario. Hasta que apartó la mirada del brazo del asiento. Ahora tenía una expresión grave. Todos eran conscientes de lo duro que debió de ser, de la huella que aquel accidente había dejado en su vida. Cuando reanudó el relato, lo hizo en un tono expositivo y formal.
– En fin, no voy a pasarme la tarde hablando, pero para abreviar una larga historia, diré que Pernilla se pasó casi tres años luchando por volver a aprender a caminar. Y, como si eso no fuera suficiente, la prima de la compañía de seguros llegó dos días tarde, así que se negaron a pagar un céntimo durante todo el periodo de rehabilitación. Pero Pernilla estuvo fantástica, no me explico cómo aguantó. Trabajó como una mula aquellos años y para mí era insoportable no poder hacer nada más que estar a su lado y animarla.