Echó una mirada al círculo y volvió a sonreír.
– Así que el día en que dio sus primeros pasos fue el mejor de mi vida. Ése, y el día en que nació nuestra hija, Daniella.
El silencio era total. Mattias nos miró a todos y, al final, fue él mismo quien puso fin a tan solemne silencio.
– Bueno, éste ha sido el episodio en el que he pensado.
Estalló un aplauso espontáneo que fue creciendo en intensidad y parecía no querer terminar. El ruido se alzó como una pared alrededor de Monika. La mujer que dirigía el curso se había sentado en una silla que había libre mientras él hablaba, pero cuando los aplausos empezaron a extinguirse, se levantó y se dirigió a Mattias.
– Gracias por tu historia, tan sobrecogedora como interesante. Me gustaría hacerte una pregunta, si no te importa.
Mattias la invitó a hacerlo con un gesto de la mano y respondió:
– Por supuesto.
– ¿Podrías resumir en pocas palabras lo que todo eso te inspira?
– Gratitud.
La mujer asintió e iba a decir algo cuando Mattias se le adelantó.
– Y no sólo por el hecho de que Pernilla saliese adelante, por extraño que suene.
Hizo una pausa, como si estuviese eligiendo las palabras con las que hacer inteligible su razonamiento.
– Resulta un tanto difícil de explicar, pero la otra razón es, la verdad, bastante egoísta. Después de aquello, me di cuenta de lo agradecido que me siento de haber reaccionado como lo hice y de no haber dudado en bajar a buscarla.
La mujer asintió.
– Le salvaste la vida.
Mattias casi la interrumpió.
– Sí, bueno, lo sé. Pero no es sólo eso. Sino, en general, el hecho de saber cómo reaccionar en una situación crítica, porque uno no tiene ni idea hasta que no la tiene delante; es algo que comprendí después del accidente. Quiero decir que me siento muy agradecido por haber reaccionado como lo hice. -Exhibió una leve sonrisa, un tanto turbado, y bajó la vista-. Supongo que todos soñamos con ser el héroe a la hora de la verdad.
Monika sintió que la sala temblaba de pronto.
En cualquier momento le tocaría hablar a ella.
6
No podía moverse. Estaba sentada en una silla y era delgada pero, por alguna razón, no podía moverse. Un regusto nauseabundo en la boca. Algo le recordaba a la cocina de su casa, pero estaba rodeada de agua sin horizonte. Oía el ruido de pasos que se acercaban, pero no podía ver de dónde. Un solo deseo: huir para evitar la vergüenza, pero algo le pasaba en las piernas que le impedía moverse.
Abrió los ojos. El sueño se había esfumado, pero no la sensación que le dejó. Los hilos de su conciencia, finos y pegajosos, lo retenían, intentando en vano colocarlo en un contexto inteligible.
El almohadón sobre el que dormía se había deslizado a un lado. Con gran esfuerzo, logró incorporarse en la cama y ponerse de pie. Saba levantó la cabeza y la miró, pero volvió a acomodarse y a dormirse.
¿Por qué empezaba a soñar tanto de repente? Las noches se llenaban de peligros y ya le resultaba bastante difícil tener que dormir sentada sin, además, preocuparse por lo que el entendimiento le traería en cuanto bajase la guardia.
Tenía que ser por culpa de aquella joven. La que venía últimamente y a la que tanto le costaba mantener la boca cerrada. Maj-Britt no quería saber, pero Ellinor le contaba de todos modos. Sin que nadie se lo pidiese, las palabras surgían de su boca como un río imparable y cada una de ellas iba penetrando en los reacios oídos de Maj-Britt. Vanja era una de las pocas personas condenadas a cadena perpetua en todo el país. Quince o dieciséis años atrás, asfixió a sus hijos mientras dormían, degolló a su marido y, después, le prendió fuego a la casa en la que vivían, con la esperanza de arder dentro ella misma. Al menos, eso declaró después cuando, aunque víctima de graves quemaduras, sobrevivió al incendio. Ellinor no sabía mucho más y lo poco que recordaba lo había leído en un suplemento dominical de uno de los diarios vespertinos en un reportaje sobre las mujeres más vigiladas de Suecia.
Pero lo que recordaba y lo que le contó era mucho más de lo que Maj-Britt habría querido saber jamás. Y eso no era todo. La muchacha no se dio por satisfecha, sino que siguió importunándola intentando sonsacarle de qué conocía a Vanja y si ella misma sabía algo más. Ni que decir tiene que Maj-Britt no le contestaba, pero era bastante molesto que la muchacha no pudiese cerrar el pico y dedicarse a limpiar, que era la única razón por la que estaba allí. Su parloteo no tenía fin. Tan persistente era que casi podría creerse que su aparato fonador debía estar necesariamente en marcha para que funcionase también el resto del cuerpo. Un día llegó incluso a llevarle una planta, una cosa horrenda y diminuta de color lila que no agradeció el olor a lejía. O puede que no resistiera las bajas temperaturas nocturnas del balcón. Ellinor dijo que pensaba protestar en la tienda y reclamar otra pero, por suerte, nunca volvió a aparecer con ella en el apartamento de Maj-Britt.
– ¿Quieres que compre algo especial para la próxima vez o sólo lo que hay en la lista?
Maj-Britt estaba sentada en el sillón viendo la tele, uno de esos programas que ponían ahora. Aquél, en concreto, trataba de un grupo de jóvenes ligeras de ropa que debían procurar a toda costa seguir viviendo en un hotel por el sencillo procedimiento de buscarse un compañero de habitación del sexo contrario.
– Tapones para los oídos me harían falta. De los amarillos, preferentemente, los de espuma que venden en la farmacia para profesionales con trabajos muy ruidosos y que se hinchan y taponan todo el canal auditivo.
Ellinor lo añadió a la lista. Maj-Britt la miró de soslayo y creyó entrever una media sonrisa bajo el flequillo, justo por encima del escote por el que casi se le salían los pechos.
Aquella individua la haría perder el juicio. Maj-Britt no comprendía qué le pasaba para no dejarse provocar. Jamás había deseado con tanto ardor deshacerse de alguien y de pronto resultaba que sus viejos trucos no funcionaban.
– ¿Dónde se ha metido aquella chica tan agradable, Shajiba? ¿Por qué ya no viene nunca?
– Porque no quiere. Nos hemos cambiado los horarios, porque se negaba a volver aquí nunca más.
Mira tú por dónde. Puede que Shajiba no fuese tan pesada después de todo. Comparada con aquélla, le parecía una maravilla.
– Dile de mi parte que apreciaba mucho su trabajo.
Ellinor se guardó la lista de la compra en el bolsillo.
– Pues qué pena que la llamases negra puta la última vez que estuvo aquí. No creo que se lo tomase precisamente como una muestra de aprecio.
Maj-Britt volvió a la tele.
– Será que hay cosas que no se ven claras hasta que no se tiene con qué compararlas.
Miró de reojo a Ellinor y la vio sonreír de nuevo; Maj-Britt juraría que, en efecto, había advertido una sonrisita. Era más que obvio que aquella muchacha no era normal. Quizá fuese incluso retrasada mental.
Se imaginaba lo que dirían en las oficinas de la asistencia domiciliaria. Sería una de las usuarias más odiadas. Así los llamaban, ni pacientes ni clientes, sino usuarios. Usuarios de la asistencia domiciliaria. Usuarios de la atención de seres repugnantes sin cuya ayuda no se las arreglaban.
Que dijeran lo que quisieran. Ella representaba con gusto el papel de La Lagartija Gorda y Terrorífica que nadie quería tener en su turno. Le daba igual. No era culpa suya que las cosas fuesen como eran.