Acuérdate de aquella vez cuando «jugábamos a los médicos» en vuestra leñera, con aquel niño, Bosse Öman. Tendríamos diez u once años, diría yo, ¿verdad? Recuerdo el miedo que te entró cuando tu padre nos descubrió y Bosse dijo que había sido idea tuya. Aún me avergüenzo de no haberle dicho que era yo la responsable en aquella ocasión. Claro que las dos sabíamos que a ti no te permitían jugar a esas cosas, así que de nada habría servido. Era un juego inocente al que jugaban todos los niños. Después de aquello, estuviste sin ir a la escuela varias semanas y, cuando volviste, no querías contar por qué habías faltado. Había muchas cosas que yo no entendía, nuestras vidas eran muy diferentes. Como aquella vez, varios años después, debíamos de ser adolescentes, cuando contaste que solías pedirle a Dios que te ayudase a apartar aquellos pensamientos que tú no deseabas tener. Todas pensábamos en los chicos a esa edad y no creo que yo comprendiera cómo sufrías, más bien me parecía un tanto extraño y nada más. Y con lo guapa que eras, los chicos siempre se fijaban en ti, así que supongo que te tenía envidia por eso. Tú, en cambio, le pedías a Dios que te destruyese para enseñarte a obedecer y…
Maj-Britt dejó caer la carta al suelo. Desde lo más hondo de todas las cosas olvidadas surgió la angustia como un tornado. Se levantó del sillón a toda prisa, pero no había llegado al pasillo cuando vomitó.
7
Eres médico. Puedes hacerlo. ¡Cuenta cualquier cosa!
Veintitrés miradas expectantes vueltas hacia ella. La mente de Monika estaba limpia. Tan sólo un recuerdo apuntaba como un quiste surgido de la nada haciendo imposible toda versión ficticia. Transcurrían los segundos. Un participante le dirigió una sonrisa alentadora, otro comprendió su agobio y optó por apartar la mirada.
– Si lo prefieres, podemos pasar al siguiente y así nos lo cuentas un poco más tarde. Por si quieres reflexionar unos minutos.
La mujer le sonrió con amabilidad, pero la compasión era más de lo que Monika podía soportar. En aquellos momentos, las veintitrés personas allí presentes la consideraban incapaz. Si a algo había dedicado ella su vida era precisamente a que la considerasen lo contrario. Y lo había conseguido. Se lo decían a menudo. Sus colegas en el trabajo le decían que era muy capaz. Y ahora, entre aquellos veintitrés desconocidos, acababan de ofrecerle la posibilidad de un trato especial a causa de su limitación. Todos los allí reunidos la veían como una simple mediocre, incapaz de realizar la tarea que Mattias había superado de un modo tan brillante. La necesidad de recuperar su posición era tan intensa que logró vencer su falta de resolución.
– Estaba dudando sólo porque el recuerdo en el que pensaba trata también de un accidente.
Su voz resonó firme y con cierta indulgencia intencionada. Todas las miradas volvieron a centrarse en ella, incluso las de aquellos que la habían apartado con discreta consideración.
La mujer que la sometía a aquella tortura tuvo el mal gusto de sonreír.
– No importa. La idea era que asociarais libremente y, por lo general, son ese tipo de vivencias difíciles las primeras en acudir a nuestra memoria. Adelante, cuenta lo que quieras.
Monika tragó saliva. Ya no había vuelta atrás. El único recurso era aplicar pequeñas correcciones allí donde la verdad fuese insoportable.
– Yo tenía quince años y Lasse, mi hermano mayor, dos años más. Estaba invitado a la fiesta de su novia, Liselott, cuyos padres estaban fuera y, puesto que a mí me gustaba uno de los amigos de mi hermano, lo convencí para que me dejase acompañarlo. -Sentía los latidos de su corazón y se preguntó si los demás podrían oírlos-. Liselott vivía algo lejos, así que decidimos que nos quedaríamos a dormir en su casa. Nuestra madre no tenía una idea muy clara de lo que pasaba en ese tipo de fiestas, que la gente bebía bastante y esas cosas, quiero decir. Y, aunque lo sospechaba, no pensaba que eso fuese conmigo o con mi hermano. Tenía una buenísima opinión de nosotros.
Hasta ahora, ningún peligro. Hasta aquí había podido ir adornando el camino hacia la verdad. Porque, hasta ahí, era posible vivir con esa verdad.
– Algunos tomaron una sauna. Habían bebido mucho y nadie se acordó de apagarla después.
Guardó silencio. Lo recordaba muy bien. Recordaba incluso la voz de Liselott, pese a que hacía tantos años y a que nunca jamás volvió a oírla después. «Monika, ¿podrías bajar y apagar la sauna?» Y ella dijo que sí, pero la cabeza le daba vueltas de tanta cerveza y el chico del que ella tanto tiempo llevaba enamorada tanto tiempo en secreto se mostró por fin interesado y ella le había prometido que lo esperaría en la escalera mientras que él iba al baño.
– Al final, los que nos quedábamos a dormir nos fuimos a la cama. Otros tres, además de Lasse y yo. Dormimos donde pudimos, un sofá o una cama en cualquier habitación. Lasse se acostó en la primera planta, en el dormitorio de Liselott, y yo abajo.
Su recién conquistado novio se había ido a casa. Lasse estaba ya dormido con Liselott mientras que Monika, con la embriaguez del enamorado y mareada por la cerveza, se acostó en el sofá que había justo al lado de la puerta cerrada del dormitorio de Liselott.
En la primera planta. En el descansillo que quedaba encima del pie de la escalera. Donde nunca jamás, ante nadie, admitió haber dormido aquella noche.
– Me desperté a las cuatro porque no podía respirar y, cuando abrí los ojos, la casa estaba en llamas.
El pavor. El miedo atroz. Aquel calor horrendo. Una sola idea: salir de allí. Dos pasos hasta la puerta cerrada, pero no lo dudó un instante. Simplemente, echó a correr escaleras abajo y los abandonó a su destino.
– Había humo por todas partes y aunque uno crea que se orienta bien en una casa, es completamente distinto cuando no ves nada.
Las palabras manaban en un desesperado intento por cumplir y terminar cuanto antes.
– Me arrastré hasta la escalera e intenté subir al piso de arriba, pero el fuego era ya demasiado intenso. Quise gritar para despertarlos, pero el ruido era ensordecedor. No sé cuánto tiempo pasé en la escalera intentando subir. Una y otra vez, me veía obligada a retirarme para volver a probar. Lo último que recuerdo es que un bombero me sacó de allí.
No era capaz de continuar. Sintió con horror que se ruborizaba. Sintió el color de la vergüenza difundirse por sus mejillas.
Se quedó allí en el césped viendo cómo el calor hacía estallar los cristales del dormitorio de Liselott. Como petrificada, fue comprendiendo, lento pero seguro, que su hermano nunca saldría de allí. Que se quedaría en el interior de la trampa que ella había tendido. Y ella estaba allí, viva, observando las llamas malvadas que consumían la casa y a quienes se quedaron dentro. Su hermano mayor, tan guapo, tan alegre, que habría sido mucho más valiente que ella. Que en ningún momento habría dudado en dar esos dos pasos para salvarle la vida a ella.
Que debería haber sobrevivido en su lugar.
Y después, todas aquellas preguntas. Todas las respuestas que ya entonces empezaban a desvirtuarse en la desesperación por la verdad. ¡Que ella se acostó en la sala de estar de la planta baja! ¡Que Liselott prometió que ella misma apagaría la sauna! Semanas de terror ante la posibilidad de que alguno de los que se marcharon a casa la hubiese oído responder que sí, que ella la apagaría o que la hubiesen visto dormir arriba, en el sofá del primer piso. Pero su versión nunca fue desmentida y, con el tiempo, se convirtió en la verdad oficial de lo sucedido.