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– ¿Qué le pasó a tu hermano?

Monika no era capaz de articular palabra. Tampoco pudo entonces, cuando su madre apareció corriendo por el césped en camisón y con el abrigo puesto. El piso de arriba se derrumbó y los bomberos hicieron lo imposible por aplacar las llamas que se negaban a dejarse domeñar. Alguien la llamó para avisarle y ella cogió el coche y salió precipitadamente.

El recuerdo que con mayor nitidez quedó grabado en su memoria fue el de la expresión de su madre al lanzar la pregunta. Sus ojos desorbitados de pánico por lo que ya sabía pero aún se negaba a aceptar.

– ¿Dónde está Lars?

Imposible responder. Las palabras necesarias, imposibles de utilizar. No podía ser y, mientras nadie lo dijera, no sería realidad.

Sintió las manos sobre sus hombros, los dedos de su madre lastimándole los hombros al zarandearla para arrancarle una respuesta.

– ¡Contéstame, Monika! ¿Dónde está Lars?

Un bombero acudió en su ayuda y en tan sólo unos segundos, pronunció las palabras que lo harían irrevocable. Que hicieron que ya nada nunca volviese a ser como antes.

– No se ha salvado.

Cada sílaba se abrió paso concienzudamente clavándose entre el entonces y el ahora. El pasado, tan ingenuo e inocente, quedaba por siempre extirpado del futuro.

Y entonces fue cuando lo vio. Lo intuyó en los ojos de su madre que, en camisón, luchaba por defenderse de aquellas palabras inexorables. Vio lo que se convertiría en la mayor pena de su vida, algo que se pasaría la vida intentando cambiar.

Pero que jamás conseguiría.

El dolor de su madre por la muerte de Lasse era mucho más hondo que la alegría que pudiera sentir por el hecho de que Monika siguiese con vida.

8

«Y si tu mano derecha te aboca al pecado, córtatela y arrójala lejos de ti, que más vale que perezca uno de tus miembros que todo tu cuerpo vaya al Gehena.»

Abrió los ojos. Era la voz de su madre. Se acercó la mano y se asqueó del olor que emanaba. Se levantó tan rápido como pudo y se dirigió al lavabo del baño, se lavó con jabón y dejó que el agua caliente enjuagase la repugnante suciedad.

Todo era culpa de Vanja. Su carta había abierto pequeños canales que Maj-Britt no podía controlar, pequeños conductos de pensamientos que ella no quería pensar le sobrevenían a hurtadillas y Maj-Britt no estaba en condiciones de mantenerlos apartados. Mientras la amenaza vino de fuera, supo domesticarla con sus viejos trucos, pero ahora nacía de dentro y sus defensas de años quedaron a ras de suelo dejando el campo libre.

Pensamientos impuros.

Acudieron a su mente muy pronto, jamás comprendió de dónde; súbitamente, allí estaban, dentro de ella, arrastrándose como gusanos negros que salían de su cerebro y le hacían desear cosas que eran impensables. Pecaminosas. Quizá, después de todo, fuese Satán mismo quien la tentara, tal y como le decían. Ahora recordaba que eso era lo que le decían.

¡Y ella no quería recordar!

De pronto, se veía obligada a aproximarse a la retícula que la protegía y, cuando se acercaba tanto, le era posible distinguir detalles del otro lado, detalles que no debían existir. Reguero tras reguero iban rezumando por los minúsculos canales hasta ensamblarse y componer piezas completas. Jirones que, hurgando, hacían emerger a la superficie todo aquello que ella creía haber olvidado y superado de una vez por todas. Paralelos a las letras escritas por Vanja, esos jirones se habían ido abriendo paso a través de su conciencia. Nadie lucharía a su lado en esta ocasión. Sus padres estaban muertos y el Jesús de sus padres la había abandonado hacía mucho tiempo.

Rezó y rezó, pero jamás le fue dado compartir su fe, Dios no quiso aceptar sus plegarias. Renunció a todo por demostrar su obediencia y por ser acogida en el amor de Dios, pero Él nunca respondió. Jamás le manifestó, con una palabra, con una señal, que la había escuchado, que era testigo de su lucha y su sacrificio. Dios la rechazó y la dejó sola con sus sucios pensamientos.

Fue a la cocina. Aún quedaba un resto de carne asada, cortó un trozo y se lo puso en la lengua: asada sólo por la superficie. Cuando volvió a tumbarse en la cama, dejó que la saliva reblandeciese y entibiase la carne antes de tragar con los ojos cerrados.

Un instante de breve placer.

Varias veces se despertó con la mano sobre los senos y sintió una vergüenza roja como la sangre. ¿Por qué había nacido en un cuerpo con tan mórbidos impulsos? ¿Por qué no pudo amarla el Dios de sus padres? ¿Por qué castigó a sus padres, cuando ella estaba dispuesta a sacrificarlo todo?

Una noche, no se despertó hasta que no era demasiado tarde. Volvió en sí justo en el momento mismo de la vergüenza.

Y su madre le habló en sueños.

Habían visto lo que hacía.

Una gran sala. Estaba sentada en una silla y allí estaba de nuevo el agua, a su alrededor. No podía moverse. Algo le pasaba a su pierna derecha, por alguna razón le impedía zafarse de allí. Un ruido la asustó y alzó la vista. Allí estaba él, delante de ella, con su traje negro, tan ingente que no alcanzaba a verle la cara. Quiso huir, pero algo tenía la pierna derecha que se lo impedía. Detrás de él, en el suelo, yacía un hombre gravemente herido, las ropas blancas destrozadas. Manaba sangre de las heridas que los clavos abrieron en sus manos y la sangre tintaba el agua de rojo y el hombre la miró suplicando ayuda.

La voz del hombre imponente resonaba como el tronar de la tormenta.

– Jesús murió en la cruz por tus pecados, porque tus manos te llevaron por el mal camino y por tus deseos impuros.

Oyó ruido a sus espaldas. Gente congregada, presente allí por su culpa, por lo que había hecho. Sentía la quemazón de sus miradas en la nuca.

– Existen tres formas de amor: nuestro amor a Dios, el amor que Dios nos profesa y el erótico, que nos aparta de Dios.

El agua avanzaba acercándosele por ambos lados. Sus padres estaban sentados a cierta distancia, con las manos entrelazadas. Suplicantes, alzaban la vista hacia el hombre que hablaba, rogando ayuda.

– La vergüenza del deseo consiste en que es independiente de la voluntad. La virtud exige un total control sobre el cuerpo. ¿Lo comprendes, Maj-Britt?

Su nombre resonaba entre las paredes, pero ella era incapaz de responder. Algo estaba asfixiándola. La gente que había detrás y la que ella no podía ver posaba las manos sobre su cabeza.

– Antes del pecado original, Adán y Eva podían reproducirse sin intervención del deseo, sin ese apetito que hoy nos doblega, el cuerpo entero se hallaba bajo el control de la voluntad.

El nivel del agua seguía subiendo. El hombre que yacía herido en el suelo desapareció bajo la superficie y ella quería acudir corriendo en su ayuda, pero no podía. Su propia pierna y todas aquellas manos la retenían. Sus padres no tardarían en desaparecer también, se ahogarían por su culpa, porque los había obligado a, en su desesperación, acudir allí para ayudarle.

– Has de aprender a cultivar y cuidar tu relación con Dios, a purificar tu espíritu infecto. Un verdadero cristiano se abstiene de la maldición de la sexualidad. Lo que has hecho es pecado, has abandonado el camino recto.

Las paredes se derrumbaron con atronador estruendo y la habitación quedó inundada de agua. Sus padres permanecían sentados en el completo silencio de su aflicción sin oponerse al agua que los cubría. Ya no era posible respirar, no respirar, no respirar.

Cuando se despertó estaba boca arriba. Intentó rodar para ponerse de costado, pero su cuerpo se lo impedía. Se le había caído al suelo el gran almohadón y ahora se hallaba inerme, presa de su propio peso. Como un escarabajo patas arriba, se esforzó en vano por recobrar el control, pero el esfuerzo le agotó las últimas reservas de oxígeno de sus pulmones. Se asfixiaría. Moriría allí, vencida por su propio cuerpo, aquel cuerpo que, durante toda su vida, gordo o delgado, constituyó su prisión. Ahora su cuerpo había triunfado. Al final, se había salido con la suya y la había derrotado, la había obligado a doblegarse y a rendirse.