Allí la encontrarían. La tal Ellinor la hallaría al día siguiente y les contaría a los demás del servicio domiciliario que murió tumbada en su propia cama, asfixiada por su propia grasa.
Por siempre una vergüenza.
Con un último esfuerzo, logró girar y ponerse de lado, hasta que cayó al suelo con estruendo. El brazo izquierdo quedó aprisionado, pero no sentía el dolor, sólo la liberación del aire al encontrar un angosto pasaje hasta los pulmones.
Saba gimió inquieta deambulando de un lado a otro de la habitación. Saba, su querida Saba. Su fiel amiga, siempre dispuesta cuando la necesitaba. Pero nada podía hacer Saba ahora. Maj-Britt seguiría allí hasta que llegase Ellinor, pero al menos no estaría muerta.
Las horas transcurrían despacio. El brazo izquierdo se le durmió casi enseguida, pero Maj-Britt no se atrevió a moverse, no se atrevió a correr el riesgo de volver a caer de espaldas. Finalmente, no le quedó otra opción. Gracias a un desplazamiento mínimo, logró dar rienda suelta al flujo sanguíneo del brazo. Lo peor era el dolor lumbar. El mismo que, últimamente, actuaba sordo e ininterrumpido pero que, cada vez con más frecuencia, se intensificaba tanto que le costaba caminar.
Tuvo suerte, Ellinor llegó temprano. El reloj que tenía junto a la cama marcaba poco más de las diez cuando por fin oyó la llave en la cerradura.
– ¡Soy yo!
No respondió. Ellinor no tardaría en encontrarla de todos modos. Oyó cómo dejaba las bolsas de la compra en la mesa de la cocina y saludaba a Saba, que se apartó de su lado al percatarse de que abrían la puerta.
– ¿Maj-Britt?
Enseguida la vio aparecer en la puerta del dormitorio. Maj-Britt vio que se asustaba.
– Por Dios santo, ¿cómo estás?
La joven se acuclilló a su lado, aún sin tocarla.
– ¡Madre mía! ¿Cuánto tiempo llevas así?
Maj-Britt era incapaz de articular palabra. La humillación que la embargaba era tan honda que sus mandíbulas se negaban a moverse. Entonces notó las manos de Ellinor sobre su cuerpo, y fue tan espantoso que sintió deseos de gritar.
– No sé si podré levantarte yo sola. Me temo que tendré que solicitar los servicios de guardia de Trygghetsjouren.
– ¡No!
La amenaza disparó el bombeo de adrenalina por su cuerpo y Maj-Britt estiró el brazo hacia el larguero de la cama para intentar tomar impulso.
– Nos las arreglaremos solas. Intenta meter el cojín debajo de la espalda.
Ellinor actuó tan rápido como pudo y Maj-Britt no tardó en estar medio sentada. El dolor lumbar le daba ganas de gritar, pero resistió y siguió luchando. Y así continuaron, obligando a los cojines a entrar uno a uno. Les llevó cerca de media hora, pero lo consiguieron, sin la ayuda de Trygghetsjouren y sin necesidad de soportar su tacto repugnante. Cuando, jadeante, pudo por fin hundirse en el sillón, cuando ya todo había pasado, experimentó una sensación extraña.
Se sentía agradecida hacia Ellinor.
No tenía por qué hacer aquello. Según las reglas, debería haber llamado al servicio de Trygghetsjouren. Pero Ellinor renunció porque ella se lo pidió y, entre las dos, lo consiguieron.
Hubo de rebuscar la palabra en lo más hondo.
– Gracias.
Maj-Britt la dijo sin mirarla pues, de haberlo hecho, habría quedado impronunciada en la garganta.
Durante la hora siguiente no se dijeron gran cosa. La sensación de haberse convertido de pronto en un equipo, de que la experiencia compartida había obligado a Maj-Britt a bajar la guardia, le resultaba amenazadora. Había contraído una deuda de gratitud que Ellinor fácilmente podría utilizar si ella no se mantenía alerta. Aquello no significaba que fuesen amigas. Nada más lejos. Ya tenía a Saba, no necesitaba a nadie más.
No tuvo fuerzas para colocar las bolsas de la compra y oyó que Ellinor empezaba a sacar la comida y que abría la puerta del frigorífico.
– ¡Vaya! ¡Aún queda un montón de comida!
– Puedo comérmelo ahora, si te hace sentir mejor.
Se mordió la lengua, no era su intención, pero las palabras surgieron solas. Se sentía arrepentida pero la sola idea de desdecirse la llenaba de indignación. Tenía una deuda de gratitud. A la larga, se le haría insoportable.
Ellinor apareció en la puerta.
– Es que me ha sorprendido. Me refiero a la comida. No estarás enferma o algo así, ¿verdad?
Maj-Britt observó la carta. Observó el texto que había dejado sin leer y lo leído, que habría querido no ver jamás. Ya ni siquiera la comida le reportaba el menor alivio.
– ¿Quieres que compre algo especial para la próxima vez?
– Carne.
– ¿Carne?
– Sólo carne. Olvida todo lo demás.
Se quedó en el sillón mientras Ellinor iba limpiando a su alrededor, esforzándose al máximo por hacer como si la joven no existiera. Notaba la mirada preocupada de Ellinor, pero la ignoró. Sabía que no se saldría con la suya, los servicios sociales jamás consentirían en comprar sólo carne. Había luchado largo y tendido por sus raciones adicionales de comida, aquello sería extralimitarse definitivamente.
Pero la carne era lo único que mitigaba aquellos pensamientos que volvían a invadirla.
Ellinor estaba ya en la puerta cuando, de pronto, se dio la vuelta, vacilante.
– ¿Sabes qué?, te voy a dejar mi número de móvil en la mesilla de noche, al lado del teléfono. Por si ocurre otra vez, digo.
Se metió en el dormitorio pero volvió enseguida.
– Nos vemos pasado mañana.
Se fue por el pasillo y, ya con la puerta abierta, le gritó:
– Por cierto, en la mesa de la cocina he dejado los tapones para los oídos que pediste. Adiós.
Maj-Britt no respondió. Estaba tan horrorizada que sólo quería llorar. Un duro nudo en la garganta le provocó una mueca y se cubrió la cara con la mano hasta que Ellinor se marchó.
Ellinor era desconcertante. Maj-Britt no se explicaba de ninguna manera tanta amabilidad, que, además, no cedía por cuestionable que fuese su conducta. Tenía motivos de sobra para abrigar sospechas, porque algo debía de esperar Ellinor a cambio. Era como uno de esos sueltos publicitarios que le echaban por el buzón, a veces impresos con letras ornamentales, como si sólo se lo hubiesen enviado a ella. «Querida Inga Maj-Britt Pettersson, nos complace ofrecerte este fantástico producto.» Cuanto más ventajosa parecía la oferta, tanto mayor era el motivo de sospecha. Cuidadosamente oculto en la profusión de amables fórmulas existía siempre un inconveniente y, cuanto más difícil de detectar, más razón había para ser cauto. Nada se hacía por pura buena voluntad. Siempre existía el interés por obtener un beneficio. Así funcionaba el mundo y todos hacían lo posible por obtener su parte.
Como ese tipo de reclamos publicitarios era Ellinor. Tenía motivos más que sobrados de desconfianza.
Tomó la pinza y la extendió en busca de la carta. Allí estaba, sobre la mesa, como un imán a la espera de su rendición. Ya no tenía fuerzas para seguir oponiendo resistencia. Le temblaban las manos cuando la desplegó para seguir leyendo.
…Jamás olvidaré el día en que cuestioné la fe de tu padre. Bien mirado, ahora no comprendo cómo me atreví. Acabábamos de estudiar en la escuela que el cristianismo no era la religión más grande del mundo y recuerdo que me sorprendió mucho. Si había más personas que creían en otro dios, ¡quizá ellas estuviesen en lo cierto! ¡Dios santo, cómo se enfadó tu padre! Me explicó que ese tipo de razonamientos me llevarían al infierno y, aunque no me terminé de creer lo que me dijo, me llevó mucho tiempo olvidar sus palabras. Fue la primera vez que sentí a Dios como una amenaza. Tu padre decía que todos aquellos que no reconocían a Jesucristo como hijo de Dios no serían recibidos en el reino de los cielos y a mí me habría gustado preguntarle por todos los que vivieron antes de que naciera Jesucristo. Si no era un tanto injusto para ellos, puesto que ni siquiera habían tenido la oportunidad. Pero claro, no tuve valor. Con una vez tuve bastante ese día.