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Me parecía tan extraño que los hombres fuésemos tan «pecaminosos» y que en la iglesia tuviésemos que pedirle a Dios que «nos perdonase los pecados», los hubiésemos cometido o no. Recuerdo que tú intentaste hacerme entender que no sólo contaban los pecados que uno cometía conscientemente, sino que también contaba el pecado original, con el que nacíamos. «En virtud de nuestra concepción carnal basada en nuestra pecaminosa semilla.» Jamás olvidaré esas palabras. Me resultaron tan desconcertantes que tardé varios años en desecharlas, cuando comprendí que «la concepción carnal» era nuestra única manera de reproducirnos. Y decidí que seguramente Dios quería que hiciéramos aquello, ya que tanta molestia se había tomado al crearnos.

Cuando éramos más pequeñas, el sexo era algo que interesaba a los chicos, «por desgracia», y que nosotras «aprenderíamos a soportar» con el tiempo, pero en ningún momento debíamos «dejarnos llevar». No es de extrañar el desconcierto que nos embargó después, en la adolescencia, cuando sólo pensábamos en los chicos y nosotras mismas, de forma totalmente voluntaria, teníamos ganas de «dejarnos llevar» un poco. Me habría gustado que, entre todas las amonestaciones y la propaganda aterradora, hubiesen incluido un breve anexo advirtiendo de que era perfectamente natural que todas las personas sintiesen el deseo y la voluntad de reproducirse.

Otro recuerdo indeleble de la niñez es el de aquella vez en que encontramos las revistas en el cajón del escritorio de tu padre. Te aseguro que no me acuerdo de qué habíamos ido a hacer allí, pero supongo que fue idea mía (como solía ser cuando hacíamos algo que en realidad no debíamos). Para los parámetros de hoy en día, aquellas revistas eran bastante inocentes, pero encontrarlas en tu casa fue como descubrir un signo de Satán en la iglesia y tú te asustaste muchísimo. Estabas convencida de que alguien había entrado en la casa y las había puesto allí, pero por nada del mundo te habrías atrevido a decirles nada a tus padres. ¿Recuerdas que dejamos las revistas en el suelo y nos escondimos debajo de la cama? Aún veo las piernas de tu madre delante de mí cuando entró en la habitación, y su mano al recoger las revistas. Y, desde luego, también me acuerdo de nuestra estupefacción cuando nos dimos cuenta de que, simplemente, volvió a colocarlas en el cajón en el que las encontramos.

Después pensé que eso dice mucho de lo fuertes que son en verdad nuestros instintos, cuando ni siquiera tu padre, pese a su fe profunda, tuvo fuerzas para resistirlos.

Como quiera que sea, hoy parece que las cosas son totalmente distintas o, al menos, ésa es la impresión que me he llevado de la televisión y los periódicos. Ahora la sexualidad se potencia hasta el extremo de que parece haberse convertido en un entretenimiento comercial que exige equipamiento manual y de todo tipo. Así, de lejos, parece que se trata más bien de realizarse uno mismo y de desarrollar la capacidad de tener orgasmos más intensos y el hecho de que exista o no algo de amor en todo ello no parece tan importante. Un tanto triste, me parece a mí. Claro que qué sé yo, condenada a mi celibato carcelario.

¡Madre mía, qué carta más larga! Pero es que estoy muy contenta de que hayamos recuperado el contacto. Yo presentía que mi carta estaba destinada a llegar a tus manos.

Ya es hora de apagar la luz y mañana tengo un examen. Me han concedido el privilegio de «estudiar a distancia» (curiosa expresión, aunque, en mi caso, no puede hallarse otra más idónea). Llevo dos años estudiando filosofía teórica y acabo de empezar la tesina sobre historia de las religiones. ¡Ojalá apruebe el examen de mañana!

¡Saluda de mi parte al resto de la familia!

Te desea lo mejor,

Tu amiga Vanja

Maj-Britt bajó despacio los folios y, por primera vez en treinta años, sintió la necesidad de rezarle a Dios. Lo que había escrito Vanja era execrable. Rogó a Dios que la perdonase por las líneas que había sido inducida a leer.

9

Las presentaciones individuales continuaron y se prolongaron prácticamente durante toda la tarde del jueves. Mattias había determinado el nivel y los demás participantes aceptaron el reto. Ninguno de ellos quería unirse a un pelotón de mediocres aportando una historia de escaso interés, no en vano todos ocupaban puestos directivos. Desfilaron historias a cual más apasionante. Monika no era capaz de escuchar más que a medias. Cuando por fin acabó su presentación y la atención de todos pasó a concentrarse en el siguiente participante, comprendió perfectamente la cantidad de energía que había exigido su intervención. Las fuerzas que aún le quedaban las necesitaba para mantenerse derecha en la silla. Hacía tanto tiempo que no se acercaba a aquel recuerdo… Y las veces que se veía obligada a hacerlo pasaba rauda por encima, dejando los detalles en compasivas sombras.

Voces extrañas se sucedían unas a otras, separadas tan sólo por el ruido de los aplausos. Ella también participaba aplaudiendo lo justo para no llamar la atención. Y todo el tiempo era consciente de que él estaba sentado allí. En la silla de al lado estaba la persona que poseía un rasgo de carácter del que ella sin duda carecía.

Elegir siempre lo correcto. Tenerlo tan profundamente integrado en el propio carácter que nunca se suscitase la duda, ni siquiera cuando rondaba la muerte, cuando el miedo cegaba el entendimiento. Giró un momento la cabeza para verlo, quiso saber si podía leerse en sus rasgos. Quiso ver cuál era el aspecto de una persona que era todo lo que ella siempre soñó ser, lo que no podría llegar a ser nunca, puesto que lo que no se había hecho ya no tenía remedio. Él estaba muerto para siempre y ella sería siempre la que no apagó la sauna y la que luego ni siquiera dio aquellos dos pasos de más.

Aquella noche quedó demostrada esa carencia de su personalidad y, desde entonces, no había pasado un día sin que la sintiese dentro, mortificándola. La profesión elegida, todas sus prestigiosas posesiones, su modo implacable de obligarse a obtener cada vez mejores resultados, todo era una manera de intentar compensar ese defecto suyo. De justificar el hecho de estar viva mientras que él estaba muerto. Eso era lo que había conseguido con su lucha, ese único logro: verse libre de la certeza de que, en el fondo de su ser, era una persona egoísta y cobarde, eso jamás podría cambiarlo. O se era o no se era. Y cuando se había demostrado que se era, uno no merecía amor.

Aunque siguiera vivo.

Después de la asamblea inicial se fue a su habitación. Los demás continuaron en el bar, pero ella no tenía fuerzas. No tenía fuerzas para confraternizar y charlar y fingir que todo estaba en orden. Se sentó en la cama sopesando en la mano el móvil apagado. Tenía tantas ganas de oír su voz…, pero él detectaría que algo no iba bien y ella no podría contárselo. Y la experiencia de aquella tarde desató la duda una vez más. En realidad, él no sabía quién era ella.

Estaba totalmente sola, ni siquiera con Thomas podía compartir la vergüenza que soportaba.

La culpa. Nunca se permitió el lujo de procesar su duelo. No en profundidad. Porque, ¿cómo iba a permitírselo? Su presencia le faltaba hasta límites insospechados desde que se quedó sola en la casa, con su madre. Le faltaba de un modo que no había imaginado posible hasta entonces. El siempre estuvo allí y era una obviedad que así seguiría siendo. Nadie podía llenar su espacio. Pero su duelo era tan mezquino que mancillaría la memoria de su hermano. Ella no tenía ese derecho. A cambio, hacía cuanto estaba en su mano por que la pérdida de su madre se hiciese más soportable, intentaba estar alegre, complacerla, animarla en la medida de lo posible. Le envidiaba el derecho a poder entregarse y complacerse en su dolor sin obligaciones para con los que aún quedaban con vida. Su dolor era noble, genuino, no como el de Monika, que servía en la misma medida para ocultar una verdad que se le hacía insoportable.