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La traición. Conmocionada, comprendió que la vida fuera de su hogar continuaba como si nada hubiese ocurrido. Nada estaba patas arriba ni había cambiado después del horror acontecido. Las mismas personas viajaban en el autobús por las mañanas, los mismos programas en televisión, el vecino seguía ampliando su casa. Todo seguía sin que el entorno se apercibiese de que él no estaba, sin que se notase. Y la propia vida de Monika seguía también. El recuerdo de su hermano perdería un día su contorno definido y palidecería, el hueco permanecería sin duda, pero el mundo cambiaría de modo que el vacío de la ausencia de su hermano fuese cada vez menos evidente. El camino que él habría emprendido se iría estrechando para, al final, desaparecer en la incertidumbre, transformarse en la intriga de quién habría llegado a ser y de cómo se habría conformado su vida. Y nada había que ella pudiese hacer para cambiar lo ocurrido.

Nada.

Éxito, admiración, estatus. Todos los días de su vida estaba dispuesta a cambiar todo lo cosechado por la posibilidad de poder hacerlo de otro modo.

Porque lo que la muerte exigía era ilógico. Lo que reclamaba que uno comprendiera por completo. Aceptar la verdad incondicional del «nunca más».

Nunca más.

Nunca más, en la vida.

Comió en la habitación. Poco antes de la cena, llamó a Åse y se excusó aduciendo dolor de cabeza. Un cuarto de hora más tarde llamaron a la puerta y allí estaba Åse, con una bandeja llena de comida.

– Le he dicho a la gurú que cenarías en la habitación. Espero que te mejores.

La venció el sueño tan pronto como se tumbó en la cama y durmió casi nueve horas. Se refugió en el descanso para eludir los remordimientos por no haber llamado a Thomas, tal y como le había prometido. «No vuelvas a dejarme solo con un teléfono mudo. No sé si lo resistiré una vez más.» Cuando se despertó, marcó su número, aunque en realidad era demasiado temprano.

– ¿Dígame?

Oyó que él también acababa de despertarse.

– Soy yo. Perdona que no te llamara ayer.

Él no respondió y su silencio la llenó de temor. Intentó inventarse una excusa, pero no tenía ninguna que pudiera confesarle. Y mentir no quería. A él, no. Thomas tenía todo el derecho del mundo a guardar silencio. Ella sabía perfectamente cómo se sentiría si él se hubiese ido a hacer un curso y no la hubiera llamado.

«Sólo te pido una cosa, que seas sincera, que digas las cosas como son, para que yo sepa lo que está pasando.»

Monika cerró los ojos.

– Perdón, Thomas. Ayer fue un día espantoso y, cuando terminó, me encerré en la habitación, no tuve fuerzas ni para bajar a cenar.

– Vaya, parece un curso divertido. ¿Qué fue tan espantoso?

Había en su voz un eco extraño y comprendió que sus palabras habían empeorado las cosas. Lo había descalificado al no llamarlo y hacerlo partícipe en lugar de arreglárselas por sí sola.

Como de costumbre.

Destrozaría aquello también. Su cobardía se cobraría su precio una vez más y le arrebataría lo que más deseaba tener. Lo único que él le exigía era sinceridad, y eso era lo único que ella era incapaz de ofrecer. El secreto seguiría allí como una rozadura y mantendría la distancia entre los dos. Puro y cierto, allí estaba, a su alcance, aquel sueño en el que había dejado de confiar siquiera. Ningún éxito en este mundo podía compararse con la fortaleza que el amor de Thomas era capaz de infundirle. Y aun así, no era suficiente. Ella no era un ser heroico y nada podía hacer al respecto, pero al menos debería reunir el valor necesario para atreverse a contarlo.

«Si los dos somos sinceros, no tendremos nada que temer, ¿no crees?» Tal y como siempre había deseado, no sentir miedo.

Sabía que tenía que contárselo y, en honor a la verdad, ¿qué tenía que perder? Lo perdería a él de todos modos si continuaba callando.

Tenía que atreverse.

Pero no ahora, no por teléfono. Quería verle la cara.

– Te lo contaré cuando llegue a casa. Y oye, Thomas…

Al menos confesaría esa otra verdad, que también le resultaba tan difícil.

– Te quiero.

Pasaron el viernes y el sábado. Persistía en su resolución de contárselo y halló reposo en el hecho de haber elegido una dirección. El intenso ritmo del curso le ayudó a distraerse. Saturada de conocimientos sobre visiones y objetivos, reparto eficaz del trabajo, cómo motivar al personal subalterno y cómo crear un clima positivo, la noche del sábado se sentó a una de las mesas del hermosamente adornado comedor. Hasta ahora, siempre había comido con Åse y las dos mujeres habían profundizado en su relación. Comparar a Åse con un soplo de aire fresco era decir poco, era más bien un huracán que arrasaba cada vez que uno se le acercaba. Monika la apreciaba mucho y ya había pensado en invitarla a cenar a ella y a su marido Börje en alguna ocasión, con ella y Thomas. Cena de parejas.

Si Thomas seguía con ella.

– ¿Está libre este asiento?

Se volvió a mirar y allí estaba Mattias. Hasta ahora sólo habían intercambiado unas cuantas frases; en las comidas anteriores, ella había ido eligiendo otras mesas distintas de la suya sin detenerse a analizar el porqué.

– Claro.

Pero, en realidad, no quería.

– Tú te llamas Monika, ¿verdad?

Ella asintió, él retiró la silla y se sentó. A su derecha, donde la última vez.

Había en cada plato una servilleta artísticamente doblada y Mattias contempló un instante la construcción antes de demolerla y colocarse la servilleta en la rodilla.

– Fue una presentación impresionante la tuya. No he tenido ocasión de decírtelo hasta ahora.

Derecho al grano. Conocía el tipo: gente que había pasado por grandes crisis, que habían salido fortalecidos de sus experiencias y que no se dignaban a recurrir a la palabrería de corrección tradicional. A la diana y punto. Estuviesen o no preparados los demás.

– Gracias, lo mismo digo.

Åse vino a salvarla. Con el habitual barullo, se sentó en la silla de enfrente y desplegó enseguida su servilleta sin dedicarle una ojeada siquiera al artístico doblez.

– ¡Dios, qué hambre tengo! -Leyó disgustada el pequeño menú que decoraba cada plato de postre-. ¿Carpaccio de salmón? Eso se lo come uno mientras se muere de hambre.

Mattias se echó a reír. Monika tenía una incómoda conciencia de su presencia. Su existencia misma era un puro recordatorio inmenso.

Otras personas fueron a sentarse a su mesa y pronto estuvieron ocupadas las ocho sillas. El ambiente casi podía calificarse de familiar. Fue un recurso genial por parte de la dirección del curso obligarlos a sincerarse ya desde la presentación. Después de aquello, ningún asunto les pareció demasiado privado como para compartirlo con los demás. Monika sabía ya más de algunos de los participantes que de sus compañeros de trabajo. Pero ellos no sabían demasiado de ella. Y se preguntaba si alguno más habría embellecido la verdad ligeramente cuando se les presentó la oportunidad.

– ¿Y cómo está ahora tu mujer?

Era Åse la que preguntaba y se dirigía a Mattias. Hacía ya rato que había engullido su carpaccio de salmón y ahora untaba mantequilla en una rebanada de pan ácimo, a la espera del primer plato.