Sintió que se ruborizaba y fingió que le había entrado algo en el ojo como pretexto para esconder la cara. Allí estaba sentada mintiendo y, una vez más, quedaba demostrado. Ella no se sacrificaba en tanto que Mattias no vacilaba jamás.
– Si tienes tanta prisa por volver, puedes ocupar mi lugar en el otro coche, y Åse y yo nos quedamos al tratamiento del estrés. No creo que Daniella aprenda a hablar justo mañana antes de las cuatro.
Le costó admitir la gratitud que sentía.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Yo quiero volver a casa cuanto antes, pero no por nada urgente. Espero y regreso con Åse.
Y así quedó decidido.
Nada cambió a su alrededor. Todo parecía igual que hacía un instante. A veces resulta muy extraño que no veamos las encrucijadas que nos cambian la vida justo en el instante en que las estamos pasando.
10
Se pasó dos días en la cama. No se atrevió a dormir ni un segundo. La única vez que tuvo fuerzas para levantarse fue para vaciar la vejiga y abrirle a Saba la puerta del balcón. Consumía toda su energía en mantener apartados aquellos pensamientos. Como insectos malévolos, invadían su realidad mientras ella se debatía furiosamente por mantenerlos lejos de sí. Las evocaciones e insinuaciones de Vanja la obligaban una y otra vez a aproximarse a los confines de un mundo que había hecho suyo. Un apartamento de sesenta y ocho metros cuadrados o un ring iluminado por luces de bordes drásticamente delimitados. Una zona reducida conformada por la interpretación de la verdad que era soportable. Allá fuera, todo era blanco; una nada blanca donde nada existía. Pero ahora se veía una y otra vez en el borde mismo del ring iluminado, con la cara vuelta hacia la blancura del exterior y, de repente, se apercibió de que algo se movía al otro lado, de que había más. En toda la blancura exterior podía, súbitamente, distinguir sombras. Sombras de algo que no quería cobrar forma, pero que se acercaba cada vez más.
La carta de Vanja había quedado reducida a cenizas en el balcón. Aun así, no le sirvió de nada. Vanja era una mujer perturbada que relataba sucesos jamás acontecidos y lo que tal vez hubiese ocurrido lo tergiversaba hasta lo irreconocible. Todas las demás ideas y reflexiones que le había endilgado a Maj-Britt eran tan repugnantes que desearía no haberlas leído nunca. Aunque su relación con Dios era desde hacía tiempo bastante forzada, por no decir inexistente, ni por un momento se planteaba blasfemar. ¡Y eso era precisamente lo que hacía Vanja! Blasfemaba hasta extremos increíbles y, puesto que Maj-Britt había participado de sus palabras, se había convertido en cómplice de su blasfemia. Tenía que lograr que Vanja dejase de escribirle. Ni siquiera el consuelo de llevarse algo a la boca se le ofrecía ya como una salida. La última semana, el dolor lumbar había sido tan intenso que la mareaba.
Habían pasado dos días desde que se cayó de la cama y Ellinor la salvó. Hoy vendría otra vez. Durante la noche, Maj-Britt había tomado una resolución sobre cómo saldar su deuda de gratitud y el atisbo de reconciliación en que había derivado. Ya se había desvestido y aguardaba a Ellinor en ropa interior. Cuando la joven viese su repulsivo cuerpo, retrocedería de puro asco y perdería su ventaja. Entonces se vería obligada a avergonzarse de su reacción, imposible de ocultar, con lo que Maj-Britt recuperaría su posición y el derecho a hacer gala de su desprecio.
Hacía veinticuatro horas que tenía el papel de carta y el bolígrafo en la mesilla de noche. Estaba junto a la nota con el número de móvil de Ellinor y, pese a su renuencia, se veía obligada a admitir que la tranquilizaba saber que lo tenía a mano. Por si volvía a suceder.
Detestaba aquella sensación.
Que Ellinor pudiese ofrecerle algo con lo que ella quisiera contar.
En el suelo, arrugados, yacían cuatro intentos de formulación de una carta que Saba había olisqueado curiosa un par de veces, antes de comprender su miserable condición y perder el interés por ellos. El odio hacia Vanja era tan intenso que las palabras se negaban a ser formuladas. Lo que había hecho aquella mujer era imperdonable: entrometerse en un mundo al que nadie la había invitado y ponerlo todo patas arriba. Abusar del tiempo ajeno, como si sus retorcidas opiniones mereciesen reflexión.
Maj-Britt echó mano una vez más del bolígrafo y el papel de carta y comenzó a escribir:
Vanja,
Redacto esta carta con un único objetivo: ¡convencerte de que dejes de escribirme!
Aquel comienzo estaba bien. Así debía introducir sus palabras. En realidad, también quería concluir así, porque era lo único que deseaba dejar dicho.
Tus reflexiones y tus ideas no me interesan lo más mínimo; por el contrario, las encuentro bastante desagradables.
Tachó «bastante» y lo sustituyó por «extremadamente».
Lo que pienses y creas es cosa tuya, pero te agradecería que me lo ahorraras. Que te creas con derecho a juzgar la fe de mis padres para luego entregarte a lo que parece una herejía casera me produce, sinceramente, pura indignación y teniendo en cuenta…
– ¿Hola?
Maj-Britt se apresuró a dejar el papel en la mesilla de noche y apartó el edredón. Oyó a Ellinor colgar su cazadora en una de las perchas del vestíbulo.
– ¡Soy yo!
Saba logró con gran esfuerzo deslizar su pesado cuerpo sobre el borde de la cesta para salir al encuentro de Ellinor. Maj-Britt oyó cómo la joven colocaba las bolsas de comida en la cocina y se acercaba a la habitación. El corazón empezó a latirle más rápido, no de temor sino más bien de expectación. Por primera vez en mucho tiempo se sentía tranquila, en total superioridad. Su odioso cuerpo también era su arma más poderosa. Su exposición desequilibraba al espectador.
Ellinor se detuvo en seco en el umbral. Se notaba que iba a decir algo pero que las palabras se helaron justo antes de llegar a los labios. Una décima de segundo, Maj-Britt creyó que había logrado su propósito. Por una décima de segundo, logró sentirse satisfecha, pero después, Ellinor abrió la boca.
– Pero, madre mía, ¿qué tienes ahí? Esos eczemas hay que hidratarlos.
Maj-Britt se tapó enseguida para ocultar su cuerpo. La humillación la quemaba como un fuego vivo. La sensación de desnudez la superaba y sintió con horror que se ruborizaba. No había funcionado. Lo que siempre funcionaba con todo el mundo no funcionó con Ellinor, como de costumbre. En lugar de ganar poder y un tranquilizador distanciamiento, Maj-Britt había desvelado su mayor vergüenza, se había mostrado desnuda poniendo de manifiesto lo digna de compasión que era.
– ¿No tienes ninguna pomada que podamos utilizar? Debe de dolerte mucho.
No cabía la menor duda de que Ellinor estaba alarmada y Maj-Britt tragó saliva y subió más aun el edredón. Intentó defenderse de la mirada de Ellinor y se sintió tan inerme como en aquella ocasión en que…
Aquella vaga evocación se difuminó y se esfumó en la blancura. Pero algo se le había acercado y, de pronto, le costaba respirar.
– ¿Por qué no has dicho nada antes? Debes de llevar un montón de tiempo con eso.
Maj-Britt alargó la mano en busca de la carta, pero intentando ocultar el brazo desnudo bajo el edredón en la medida de lo posible.
– Si no hacemos nada por remediarlo, se te agrietarán. Por favor, Maj-Britt, déjame que le eche un vistazo.
Aquello era inaudito. Jamás en la vida, jamás, se descubriría ante aquella mujer que no tenía la sensatez de guardar las distancias. Ellinor y Vanja. Era como si, de repente, todo el mundo se hubiese confabulado contra ella, y hubiese decidido irrumpir y abordarla a cualquier precio.
– ¡Vete de aquí y déjame en paz! Estoy intentando escribir una carta y has venido a molestarme.