Ellinor se quedó observándola en silencio unos minutos. Maj-Britt miraba fijamente la carta. Oyó resoplar a Ellinor y, por el rabillo del ojo, la entrevió retroceder y salir de la habitación. Saba se quedó allí, pero sólo un momento. Luego, también ella le dio la espalda a Maj-Britt y siguió a la joven.
Teniendo en cuenta que te cargaste a toda tu familia y que estás condenada a cadena perpetua, no creo que haya motivo alguno para que yo esté al corriente de tus cavilaciones. Tus cartas me incomodan y te agradezco que no me envíes más. Mi familia y yo sólo deseamos una cosa: ¡¡¡¡que nos dejen en paz!!!!
Maj-Britt Pettersson
Escribió la dirección y, sin repasar lo que había plasmado en el papel, pegó el sobre. El ruido de los movimientos de Ellinor por el apartamento resonaban duros y airados y la joven no tardó en aparecer de nuevo en el umbral.
– Ya he colocado la comida en el frigorífico. -Estaba manifiestamente enojada-. Sólo he comprado carne, tal y como me dijiste.
Dicho esto, volvió a desaparecer. Trajinaba con los cubos y la aspiradora y cumplía estrictamente con su obligación. Entre tanto, tumbada en la cama, Maj-Britt comprendió que Ellinor, una vez más, la había complacido. Había arriesgado su empleo apartándose de todas las reglas sólo para que ella se encontrase bien. Maj-Britt se cubrió la cara con las manos. Ya no había adónde huir. Habían invadido su refugio.
Allí estaba Ellinor, de pronto, en la puerta del dormitorio. Maj-Britt la había oído abrir la puerta, cerrarla de nuevo tras una breve vacilación y luego los pasos de la joven que se acercaban. Se le aceleró el corazón. Ellinor fue a sentarse en el borde de la cama, en un pequeño espacio libre que quedaba a los pies. Saba salió de su cesta y se le acercó.
– Mi hermano mayor nació sin brazos. Cuando éramos pequeños, supongo que ninguno de los dos tenía muy presente que él era diferente, puesto que siempre había sido así. Mis padres tampoco le daban demasiada importancia. Claro que les conmocionó la noticia cuando nació y eso, pero después procuraron sacarle el mayor partido a la situación. Era el mejor hermano mayor del mundo. Ni te imaginas los juegos que era capaz de ingeniar.
Ellinor le acarició a Saba la cabeza, sonriendo.
– Hasta la adolescencia no tomó conciencia de lo diferente que era. Fue la primera vez que se enamoró y comprendió que no podía competir con los chicos que tenían brazos y que eran como los demás. Que eran «normales».
Sus dedos se apartaron del cuello de Saba para entrecomillar la expresión en el aire y marcar que tal calificación le parecía particularmente desafortunada.
– Mi hermano es uno de esos chicos con los que sueña cualquier chica. Divertido, listo, amable. Tiene un sentido del humor y una imaginación que no he visto ni de lejos en ninguna persona que haya conocido, con o sin brazos. Pero entonces, durante la adolescencia, las chicas no lo veían siquiera, sólo percibían la ausencia de los brazos y, al final, mi propio hermano terminó por pensar igual.
Maj-Britt se había subido la colcha hasta la barbilla y escuchaba con la esperanza de que la curiosa confesión que Ellinor parecía considerar necesaria tocase pronto a su fin.
– Y cuando comprendió que jamás llegaría a ser la persona que soñaba, se convirtió en lo contrario. De la noche a la mañana, se transformó en un completo cerdo al que nadie soportaba. Era tan jodidamente cruel que no podías ni acercarte a él. Nadie lo entendía y, al final, les exigió a mis padres que le buscasen vivienda propia en una residencia, pero también al personal le costaba aguantarlo. Entonces tenía dieciocho años. Dieciocho años y completamente solo, pues no quería vernos ni a mí ni a nuestros padres, pese a que éramos los únicos a los que realmente nos importaba. Pero a mí me la traía al pairo. Iba allí un par de veces por semana y le decía exactamente lo que pensaba: que era un canalla autocompasivo que podía pudrirse en aquella residencia, si eso era lo que quería. Me mandó a la mierda, pero yo continué con mis visitas. En alguna ocasión, incluso se negó a abrirme la puerta. Entonces le grité mi parecer por el ojo de la cerradura.
¡Madre mía!, vaya vocabulario que usaba aquella joven. Increíble que pudiese meter tanta palabra malsonante. Una inculta y vulgar al máximo es lo que era.
Ellinor guardó silencio de pronto y Maj-Britt supuso que era para recuperar el aliento. Al parecer, ni siquiera ella podía dejar Huir su inagotable verborrea sin el necesario aporte de oxígeno. Lástima que algunos necesitaran tan poco tiempo para recobrar el aliento. Ellinor miró a Maj-Britt a los ojos antes de continuar.
– Así que quédate ahí, cobarde de mierda, arruinando tu vida. Pero no creas que vas a librarte de mí, vendré regularmente a recordarte lo imbécil que eres.
A Maj-Britt le dolían las mandíbulas de tanto apretarlas.
– En fin, eso fue lo que le dije a mi hermano.
La joven acarició el lomo de Saba por última vez antes de levantarse.
– Hoy está casado y tiene dos hijos, porque al final no aguantó que le diera la paliza constantemente. ¿Algo especial que quieras que te compre para la próxima vez?
11
Una nueva llama aleteaba en la tumba. Vio las manos de su madre guardar la cerilla quemada en la caja, como tantas otras veces. No sabía cuántas, pero eran demasiadas.
Seguía decidida. Se lo contaría a Thomas y, por primera vez en su vida, confesaría lo que hizo. Y lo que no hizo. Esta vez, no dejaría que el miedo lo echase todo a perder. No una vez más.
La habitación olía a cerrado e iba camino de la ventana de la sala de estar para ventilarla cuando sonó el móvil. Justo estaba pensando en llamar ella, y le habría gustado adelantarse. Tenía el teléfono en el bolso y fue a buscarlo al vestíbulo para contestar. En la pantalla apareció un número desconocido, lo que la hizo dudar. Él era la única persona con la que quería hablar y no tenía ninguna gana de quedarse enganchada en una larga conversación con nadie más. Al final, su sentido del deber decidió por ella.
Todas esas elecciones que conforman la vida. Si no hubiera contestado. Si hubiese hablado con Thomas antes de saberlo. Pero no lo hizo.
– ¿Diga? Aquí Monika.
Al principio creyó que se habían equivocado de número o alguien que llamaba para gastarle una broma. Una voz de mujer que no reconoció gritaba al aparato de tal modo que resultaba imposible entender lo que decía. Estaba a punto de colgar cuando cayó en la cuenta de que era Åse. La serena y segura Åse que, con su sola presencia, le había ayudado a pasar aquellos últimos días. No entendía nada. Asociaba a la persona de Åse con el curso y en casa, en su apartamento mal ventilado tras su ausencia, sonaba extraña. Tal vez por eso no lo comprendió enseguida.
– Åse, no te oigo bien, ¿qué ha pasado?
De pronto pudo distinguir algunas palabras. Algo de que debía acudir y de que ella era médico. Pero no tuvo tiempo de sentir miedo. No en ese momento. Se hizo un silencio que duró varios segundos. Luego, oyó el sonido de las sirenas que se acercaban. Entonces experimentó la primera sensación de nerviosismo, nada de alarma, sólo un asomo de mayor esfuerzo de presencia por su parte.
– Åse, ¿dónde estás? ¿Qué está pasando?
Respiración sofocada. Jadeos hondos y rápidos, como de una persona conmocionada. Voces desconocidas de fondo, una insonorización de palabras amorfas que no le proporcionaba la menor información. E hizo la elección de forma inconsciente. Algo de lo que sucedía la hizo adoptar su papel profesional.
– Åse, escúchame. Dime dónde estás.
Tal vez Åse notó el cambio de tono. Tal vez era eso lo que necesitaba, precisamente. Alguien que tuviese la autoridad suficiente para decirle lo que tenía que hacer.