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– No lo sé, en algún punto del camino, simplemente. He oído el choque, Monika, no lo he visto, ni siquiera he tenido tiempo de frenar.

Se le quebró la voz. Åse, tan firme y serena por lo general, estalló en desesperado llanto. Su faceta profesional se adueñó de ella al oír el dolor de Åse. Como un carro de combate, se acomodó a su alrededor para protegerla de ser arrastrada en la caída.

– Voy para allá.

Se puso en marcha como el médico que era. Las ideas discurrían por una vía de objetividad que sólo exigía información, no debía permitir que se interpusiera ninguna complacencia sentimental. No podía sacar conclusiones precipitadas hasta haber comprobado datos fidedignos. En cada curva, esperaba encontrarse con una ambulancia en sentido contrario, pero no fue así. Una vez sonó el teléfono y Monika vio el nombre de Thomas en la pantalla. Él no pertenecía a este momento, ahora debía permanecer apartado: ahora, ella era un médico camino del lugar de un accidente.

Lo vio de lejos. Al final de un largo tramo recto parpadeaban luces azules sobre el horizonte gris azulado, en el punto más alto de un cambio de rasante. Varios vehículos de emergencia aparecían aparcados de cualquier manera, cercados por conos y cintas de plástico rojiblancas. Se había formado una pequeña cola de coches y un policía hacía cuanto podía para abrirles paso por el arcén. Monika se dirigió al borde de la carretera, detrás de la cola, y aparcó con las luces de emergencia puestas. Unos cien metros la separaban de los conos y cubrió esa distancia con paso presuroso junto a la hilera de coches. Lo único que existía para ella allí delante era el lugar del accidente. Lo único que tenía importancia. Paso a paso, fue acercándose y ya casi había llegado cuando un coche de bomberos fue a detenerse justo por dentro de los conos, impidiéndole ver. Se agachó para pasar por debajo de la cinta rojiblanca.

– ¡Eh! Aquí está el paso cortado.

– Soy médico y conozco a Åse.

Ni siquiera se detuvo. Ni siquiera miró al hombre. Sólo recorrió el lugar con la mirada en busca de una visión tranquilizadora. La parte trasera de la furgoneta roja sobresalía de la cuneta. REFORMAS BÖRJE. Un tipo de letra normal y corriente que se podía leer. Se veía el cable de una grúa sujeto al gancho y, poco a poco, fueron sacando el vehículo de la posición en que había quedado.

Bomberos, policías, el personal de las ambulancias. Pero algo no encajaba. Un inquietante sosiego reinaba en medio de aquel caos visual. Nadie más que ella parecía tener prisa. Un bombero que guardaba sus herramientas con metódica calma. Un enfermero que, en el asiento del conductor, tenía tiempo de rellenar un informe.

Entonces vio a Åse. Inclinada y con la cara entre las manos, estaba medio sentada en la parte trasera de una ambulancia. Había a su lado una policía rodeándole los hombros con el brazo y la expresión de la policía le cortó a Monika la respiración. En total calma, se quedó parada en medio de la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Alguien se le acercó y le dijo algo, pero ella sólo se percató del movimiento de los labios. Eran sólo unos pasos. Más de dos, en esta ocasión, pero igual de difíciles de dar. Lo que no quería saber se hallaba oculto en la cuneta, pero el tenso cable se acortaba cada vez más y, en cualquier momento, le desvelaría la dimensión completa de la catástrofe. Se tapó los ojos con la mano. En la oscuridad, alguien anunció que habían encontrado al alce unos metros bosque adentro. El ruido del motor de la grúa cesó, pero ella mantuvo la mano ante los ojos, negándose a saber.

Allí estaba otra vez. Una vez más, allí estaba, totalmente viva, y todo había sido culpa suya. Nada podía cambiarse, deshacerse, ella había tendido la trampa y él jamás saldría de allí.

Abrió los ojos al fin y algo se quebró definitivamente. Donde antes se hallaba el asiento del acompañante no había ahora más que chapa arrugada y un trozo de cristal roto de la ventanilla.

Y también un cuerpo destrozado, irreconocible, que debería haber sido el de ella.

12

¡Hola Majsan!

Para empezar, te daré las gracias por tu carta, aunque he de confesar que no me gustó especialmente. Claro que tampoco sería ésa tu intención. Puedes estar tranquila, no voy a continuar este intercambio epistolar yo sola, pero esta carta me parece necesaria.

Te presento mis disculpas si te ofendí con mis reflexiones en la carta anterior, te aseguro que no era eso lo que pretendía. Sin embargo, no pienso pedir perdón por HACERME, como me hago, tales reflexiones. Si de algo estoy ya harta es de la gente que se considera tan perfecta en su fe que se toma la libertad de menospreciar y condenar la de los demás. Y no es que yo censure la fe de tus padres, como dices. El único derecho que he ejercido es el de tener unas creencias diferentes. Pienso seguir meditando sobre lo uno y lo otro y ver si encuentro buenas y nuevas respuestas porque, después de todo, quizá podamos estar de acuerdo en que lo que tenemos hasta la fecha no ha dado lugar a un mundo muy agradable que digamos. Como decía un libro que me prestó el sacerdote de la cárceclass="underline" «Todo gran descubrimiento y progreso se ha logrado partiendo de la voluntad de considerar que, hasta el momento, uno estaba equivocado, de la voluntad de dejar a un lado todo lo correcto y pensar las cosas de otra manera.»

En cuanto a mi «herejía casera», es más bien que tú y yo tenemos distintas creencias, así de sencillo, pero a mí me parece perfecto. Como bien dice tu Biblia, sólo Dios tiene derecho a juzgar. Estoy segura de que todos nosotros reflexionamos sobre la espiritualidad alguna que otra vez. No comprendo por qué los seres humanos, en cuanto encontramos algo en lo que creer, nos ponemos a convencer a todos los demás de que tenemos razón, como si no osáramos creer en algo en solitario, sino que tuviésemos que hacerlo en grupo para que tenga valor. De repente, es muy importante que todos piensen lo mismo y, ¿cómo hacer para conseguirlo? Pues sí, se promulgan leyes y normas para mantener la creencia dentro del marco establecido, y para poder formar parte del núcleo hay que adaptarse. Simplemente hay que dejar de hacer preguntas difíciles y tener la esperanza de encontrar nuevas respuestas, puesto que las correctas ya están escritas en los estatutos de la religión. Eso debe de ser una verdadera descarga eléctrica mortal para cualquier tipo de desarrollo, ¿no? Y todo se reduce a una cuestión de poder, ¿verdad? En cualquier caso, en eso consiste para mí la religión, porque ninguna ha sido creada por ningún dios, sino por nosotros, los seres humanos, y la historia ha demostrado lo que nos creemos con derecho a hacer en su nombre.

Al leer lo que te he escrito, comprendo que seguramente también te ofendo en esta carta. Sólo quiero que sepas que yo también soy creyente, pero mi dios no juzga tanto como el tuyo. Me decías que, teniendo en cuenta que estoy condenada a cadena perpetua, no hay razón para conocer mis ideas enfermizas. Sí, puede que sea así, pero quisiera terminar esta carta contándote mi versión de por qué me encuentro aquí hoy.

¿Recuerdas que yo soñaba con ser escritora? En el hogar de mi niñez, como comprenderás, era como soñar con ser rey, pero nuestro profesor de lengua (¿recuerdas a Sture Lundin?) me alentaba a escribir. Cuando tú y yo perdimos el contacto yo me había mudado a Estocolmo, donde estudié periodismo. No es que ninguno de mis artículos haya pasado a la historia, pero viví de ellos durante cerca de diez años. Y conocí a Örjan. Si supieras cuánto tiempo he dedicado a intentar comprender por qué me enamoré tan locamente… Porque, bien mirado, es incomprensible que cerrara los ojos a tantas señales de alarma. Pues haberlas, las había de sobra, pero estaba como obcecada. Lo más curioso de todo es que me sentía segura con él, pese a que todo lo que decía y hacía debería haberme hecho sentir exactamente lo contrario. Ya entonces bebía más de la cuenta y siempre tenía dinero, aunque nunca me dijo de dónde lo sacaba. Después he comprendido que él me recordaba a mi padre y que la «seguridad» derivaba de que con él reconocía el hogar de mi niñez. Me sentía en casa y sabía exactamente como actuar. No me enamoré de ninguno de los hombres «normales y amables» a los que había conocido a lo largo de los años, puesto que me hacían sentir insegura. Nunca sabía cómo conducirme con ellos. A Örjan no le gustaba que las mujeres fueran demasiado independientes y mi trabajo era innecesario, puesto que él podía mantenernos a los dos con su dinero. Yo, tonta de mí, intenté adaptarme a sus deseos, de modo que seis meses después de conocerlo, dimití. Luego empezó a no gustarle que viese a mis amigos y, para evitar disputas, dejé de llamarlos. Naturalmente, eso hizo que ellos dejaran de llamarme también. Después de no más de un año, había perdido todo contacto con el entorno y me convertí más o menos en una sierva. No voy a cansarte con los detalles, pero Örjan era un enfermo. Por supuesto que no nació así, pero había crecido en un hogar marcado por los malos tratos y siguió viviendo como le habían enseñado. Empezó casi sin sentir. Una palabra hiriente de vez en cuando que, paulatinamente, fueron haciéndose tan habituales que me acostumbré. Al final, terminé creyéndomelas y empecé a considerar que él tenía razón en decírmelas. Luego empezaron los golpes. Había días en que apenas podía moverme, pero era mejor así, decía él, porque de ese modo sabía dónde me tenía. Aunque eso lo sabía de todos modos, pues apenas me atrevía a dejar la casa sin pedirle un permiso que él nunca me concedía.