Ahora viene lo difícil, hablarte de mis queridos hijos. Siempre los tengo en mi pensamiento y cuántas vueltas no les he dado a todos los «y si…». Pero hace diecisiete años y noventa y cuatro días, no vi otra solución que llevarlos conmigo a la muerte para librarlos del infierno en el que vivían, el infierno en el que YO los había hecho nacer. Era incapaz de ver otra solución. Estaba infinitamente harta de tener miedo siempre. Puede que sólo una persona que haya vivido en el terror constante durante mucho tiempo pueda comprender lo que se siente y lo impotente que te acabas volviendo. Lo importante no era lo que me pasaba a mí, pero no soportaba ver sufrir a mis hijos. Sentía una vergüenza inaudita de mí misma y de todo lo que había permitido que sucediera y de no atreverme a buscar ayuda. ¡Yo era cómplice de todo! ¡No supe pararlo a tiempo! Vi cómo se empleaba con los niños y tampoco entonces tuve el valor de detenerlo. Nada deseaba más que la muerte, pero no podía dejar a mis hijos con él. A aquellas alturas, mi cerebro estaba tan enfermo que no existía para mí otra salida. Lo veía como nuestra única salvación. Les administré un tranquilizante y los asfixié en sus camas. Nunca pensé matar a Örjan, pero llegó a casa temprano, pese a que había anunciado que se retrasaría, y me vio en el dormitorio de los niños. Nunca en mi vida he pasado tanto miedo. Logré zafarme de él y bajar a la cocina y, cuando llegó abajo, yo ya tenía un cuchillo en la mano. Luego, vacié el bidón de gasolina que Örjan tenía en el trastero y me acosté con los niños a esperar. Lo que mejor recuerdo de aquellas horas es la sensación mientras oía en la planta baja el crujir de las llamas que, lentas pero seguras, aniquilaban nuestra prisión. Por primera vez en mi vida, experimenté una paz total.
El peor momento que viví fue cuando me desperté en el hospital, un par de semanas más tarde. Había sobrevivido, pero mis hijos estaban con él en el otro mundo. Sobreviví, pero eso no significa que recuperase mi vida.
No intento excusarme, pero siento cierto alivio cuando me esfuerzo por entender las razones de que ocurriese lo que ocurrió. Mi castigo no es verme encerrada en esta prisión. Mi castigo es mil veces peor y seguirá siéndolo el resto de mis días. Y consiste en que, cada segundo que me queda, veo los ojos de mis hijos ante mí, recuerdo su mirada cuando comprendieron lo que estaba a punto de hacer.
Después de la muerte no existe ningún infierno al que tu dios nos condene. El infierno lo creamos nosotros mismos en la Tierra, equivocándonos al elegir. La vida no es algo que «nos trate mal», es algo que nosotros mismos contribuimos a conformar.
Satisfaré tu deseo de no volver a escribirte. Sin embargo, una cosa he de dejar dicha antes de que nuestros caminos vuelvan a separarse: si tienes algún dolor, creo que deberías hacer que te lo examinaran y, por seguridad, deberías hacerlo lo antes posible.
Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.
Tu amiga,
Vanja.
13
– Gracias por venir.
Åse estaba sentada en el sofá de su acogedora sala de estar y Börje le había echado una manta sobre los hombros. Destrozado, aunque infinitamente agradecido, estaba a su lado, con la mano de ella perdida en su tosco puño, mientras que se pasaba el otro por los ojos de vez en cuando.
La doctora Lundvall estaba de pie. Enfundada hasta las cejas en su papel de profesional, en un desesperado intento de mantenerse serena, logró superar las dos últimas horas pese al infierno que bullía en su interior. Habló con los policías y con el personal de la ambulancia, les preguntó a los bomberos sobre el próximo destino de la furgoneta para, cargada de información, llevar por fin a Åse a casa y transmitirle todos los datos importantes a Börje. Pero allí dentro, en la agradable sala de estar, la doctora Lundvall optó por quedarse de pie, por si acaso, porque si se sentaba en uno de los cómodos sillones y se permitía un momento de relax temía que Monika lograse romper las defensas y salir. Encerrada tras la fachada de racionalidad, Monika deambulaba sin norte por entre los despojos, desesperada y aterrada. Conseguiría salir en cualquier momento y, para entonces, la doctora Lundvall debía hallarse en otro lugar. Estaba a punto de abordar su alocución de despedida cuando oyó que abrían la puerta.
– ¿Hola?
Börje respondió.
– Hola, estamos aquí.
Börje miró a la doctora Lundvall y le explicó:
– Es nuestra hija, Ellinor. La llamé y le pedí que viniera.
Un segundo después, una joven rubia apareció en la puerta con paso ansioso. Tenía un único objetivo en mente: sus padres, que estaban en el sofá. Ni siquiera miró a la doctora Lundvall cuando pasó ante ella a menos de un metro de distancia.
– ¿Cómo estás?
La hija se sentó junto a Åse y apoyó la frente en su hombro. En su regazo descansaban las manos de todos: el padre, la madre, la hija. La familia reunida. En lo bueno y en lo malo, se mantendrían juntos en la vida.
– Está fuera de peligro, pero aún no tiene fuerzas para hablar de ello. Le han dado un tranquilizante.
Börje hablaba con calma y en voz baja pero, al colocar bien la manta que se había deslizado del hombro de Åse, su mano irradiaba ternura. Luego acarició a Ellinor alborotándole el pelo.
Monika pataleaba y sufría allí dentro. Se abalanzaba una y otra vez contra el frágil caparazón que la tenía presa. A la doctora Lundvall le costaba cada vez más respirar y ya empezaba a ser urgente, muy urgente.
– Si os parece, me voy a ir ya.
Se le oyó en la voz. O al menos, ella sí lo oyó. Pero quizá las tres personas que ocupaban el sofá estaban demasiado ocupadas en sentir gratitud como para percibirlo. Börje se levantó y se le acercó.
– No sé qué decir, salvo gracias. Me resulta un poco difícil encontrar palabras en este momento.
– No tienes que decir nada.
Ella le estrechó la mano y le dio un breve apretón, se volvió hacia Åse, que la miró con una pena infinita en los ojos.
– Adiós, Monika. Gracias por venir.
Y, al oír su nombre, la fachada se vino abajo, aunque logró llegar al coche antes de que se le escapara el grito.
El coche conocía el camino mejor que ella. Incapaz de tomar ninguna decisión, se encontró de pronto en el aparcamiento del cementerio. Sus piernas recorrieron el conocido trecho y la llama encendida en otro momento danzaba en su recipiente de plástico. Se arrodilló. Posó la frente sobre la fría piedra y lloró. Ignoraba cuánto tiempo. Se hizo de noche y el cementerio estaba desierto, sólo quedaban ella y una piedra y una llama. Todas las lágrimas que, obedientes y contenidas, habían quedado reprimidas durante años, afloraron en oleadas como una furia. Mas no podían ofrecerle consuelo alguno, sólo arrastrarla al fondo de la desesperación. No había nada que estuviese en su mano hacer. Una mujer había perdido a su amado y una niña había perdido a su padre en tanto que ella estaba allí, viva, inútil para todo ser viviente. Una vez más, ella había sobrevivido y, a cambio, había procurado la muerte de alguien que debería haber vivido. Si Dios existía, sus caminos eran en verdad inescrutables. ¿Por qué llevarse a Mattias y dejarla ir a ella? Dos personas dependían de él. Su nuevo empleo habría sido la salvación de todos ellos. Y ahora se esperaba que ella continuase como si nada hubiera sucedido. Ir a casa de Thomas, sin más, y, con todas las posibilidades a su alcance, sana y salva y segura, comenzar a construir su futuro. Regresar a sus lujos y a su bien remunerado trabajo y fingir que protegía la vida de las personas cuando la verdad era totalmente opuesta. Se irguió y leyó la inscripción por enésima vez.