Era una gran casa de madera y ella no reconocía los ruidos que la poblaban. Sobre todo por las noches, se filtraban en la habitación de forma inesperada, por entre los tablones del suelo, y entonces se alegraba de no estar sola, aunque durante el día le habría gustado que la dejasen en paz un rato. Pero no era posible. Estaba bajo vigilancia y sabía que era preciso, sabía que era por su bien, para ayudarle después del juego al que habían estado jugando en la leñera. Le ayudarían a ahuyentar los pensamientos que le sobrevenían y que la impulsaban a hacer cosas que ella no quería hacer.
Ahora estaba en la cocina viendo cómo la mujer del pastor colocaba tazas y platos en una bandeja. Ella sentía que debería ayudarle pero no se atrevía a preguntar. Pese a que habían pasado juntas cada minuto de las últimas semanas, salvo alguna que otra hora en que el pastor la relevaba, no habían llegado a conocerse lo más mínimo. Gran parte del tiempo había transcurrido en silencio y el resto lo dedicaban a la oración o a las Sagradas Escrituras. Maj-Britt sentía una enorme gratitud hacia aquella mujer, que estaba dispuesta a sacrificar su tiempo para ayudarle, pero también la asustaba; era muy evidente que la mujer del pastor no la apreciaba en realidad, sino que hacía aquello por cumplir con una obligación. Como algo que debía hacerse.
Maj-Britt aspiro el agradable aroma de los bollos recién horneados y echó una ojeada por la ventana. Fuera había oscurecido. Tantas veces como había estado sentada al otro lado de la cerca, en la calle, contemplando aquella hermosa casa, mirando las ventanas iluminadas e imaginándose cómo sería estar allí dentro. Dentro, en el otro lado, en aquella casa tan llena de amor que Dios mismo había elegido al hombre que la habitaba para transmitir su palabra. Y allí estaba ahora, en su cocina. La habían acogido y habían cedido su hogar y su tiempo para ayudarle a ella y a sus padres a ponerlo todo en orden. La invadía una gratitud inmensa. Ellos sabían lo que había hecho y, los primeros días, no se atrevió a mirarlos a la cara. Hizo todo lo que pudo por ahuyentar el recuerdo de cómo el padre de Bosse los pilló justo cuando ella estaba sólo con las braguitas y los pantalones bajados delante de Vanja y de Bosse. Bosse era el médico y Vanja la enfermera y no tenían pensado hacer nada más, sólo bajarse los pantalones uno detrás del otro; la peor de las vergüenzas fue verse obligada a admitir para sí misma el cosquilleo que sintió en el pecho de pura emoción y curiosidad. Ni siquiera se mareó cuando Satanás se apoderó de ella, claro que eso no se atrevió a reconocerlo. Sería un secreto que debería ocultar siempre, pero con Dios no se podían tener secretos. Y quizá tampoco fuese posible tenerlos con el pastor, porque a ella le leía todas las noches: «Si el mal es dulce para su boca, si lo oculta bajo su lengua, si lo conserva y no lo suelta y lo retiene en medio de su paladar: su comida se corrompe en sus entrañas, es un veneno de áspid en su interior. Devoró riquezas y ha de vomitarlas, Dios las hace salir de su vientre. Ha chupado veneno de áspid y una lengua de serpiente lo matará».
Y ella rogó cada vez con más ahínco que Dios le ayudase. Durante dos semanas le rogó ser elegida igual que lo fueron los demás de la Comunidad, verse envuelta en Su amor y Su gracia. No pidió por comprender, sabía que sus caminos eran inescrutables, pero ¡deseaba tanto obedecer! Que Él la obligara a someterse para poder purificarse.
Y allí estaba ahora, en la cocina, sin saber por qué y, puesto que no tenía otra cosa que hacer, aprovechaba paro rezar, tal y como le habían enseñado a hacer en las dos últimas semanas. No había que abusar de la gracia del Señor.
Oyó el ruido de las tazas de porcelana que, de vez en cuando, chocaban contra sus platillos y el tintineo de las cucharillas cuando rozaban las tazas. La mujer del pastor había entrado en el comedor y de allí venía el ruido que resonaba del fondo de los muebles de los que habían sacado la vajilla. Había un ambiente familiar que infundía seguridad. El aroma de los bollos y el ruido al poner la mesa. La habían dejado salir de su habitación, lo que debía de significar que había satisfecho sus expectativas, que habían logrado sanarla y ahora la consideraban digna de relacionarse con el resto de la humanidad.
– Maj-Britt, ¿puedes venir?
Se levantó enseguida y se dirigió al comedor, desde donde la llamó la mujer del pastor. Estaba detrás de una silla, ante un extremo de la mesa, con las manos apoyadas en el respaldo. Era una bonita habitación. Una gran mesa marrón en el centro con doce sillas alrededor y cuatro más ante dos de las paredes. La tercera pared estaba cubierta por un armario gigantesco a juego con el resto del mobiliario y, en la cuarta, la propia Maj-Britt, en el umbral de la puerta que daba a la cocina.
– Puedes sentarte ahí.
Le señaló una de las sillas que había contra la pared. Maj-Britt obedeció. Se preguntaba por qué habrían puesto la mesa con una vajilla tan bonita, a quién esperarían para tomar café. Casi sentía cierta expectación, hacía tantos días que no veía más que al pastor y a su mujer… ¿Y si fuesen sus padres los invitados? Entonces les demostraría que había conseguido mejorar y que sus plegarias no habían sido en vano. Casi sentía un atisbo de orgullo, no mucho, nada de presunción, más bien cierto alivio. Había logrado deshacerse de todo aquello que, en su interior, la había tentado a tomar el mal camino. Claro que lo hizo con ayuda, pero ella misma lo consiguió. Mediante la perseverancia de sus ruegos, logró por fin tomar el mando de los pensamientos que siempre acechaban fuera del alcance de sus prohibiciones. Dios la había escuchado al fin y había acudido en su ayuda. El, en Su gracia infinita, la había perdonado y no permitiría que sufriera más. Ni tampoco sufrirían sus padres, ellos también serían perdonados.
La mujer del pastor se acercó al armario y abrió un cajón del centro. De espaldas a Maj-Britt, trasteó un rato haciendo un ruidito de pequeños objetos al moverse. Luego se dio la vuelta con una bobina de hilo en la mano. Una bobina de madera con hilo blanquísimo.
– Y ahora te quitas la falda y las braguitas.
Maj-Britt no comprendió al principio lo que le decía. Por un instante, lo único que había aún era el aroma de los bollos recién horneados y la esperanzada expectación. Pero de pronto vino el miedo, a hurtadillas, no tenía la ropa descosida, ¿para qué quería el hilo la mujer del pastor? Maj-Britt inspeccionó la falda en busca de una costura descosida, pero no halló ninguna.
– Tú haz lo que te digo y vuelve a sentarte.
Le hablaba con voz suave y amable. No era un tono acorde con sus palabras y Maj-Britt seguía sin comprender lo que pretendía, aunque entendía lo que le acababa de decir. La mujer del pastor midió una hebra con su brazo. Cuando lo bajaba, le echó un vistazo al reloj de pulsera.
– Date prisa, que me dé tiempo de terminar de poner la mesa.
Maj-Britt no podía moverse. Quitarse la ropa en el comedor del pastor. No entendía nada pero vio que la mujer del pastor empezaba a impacientarse y no quería enojarla. Con manos temblorosas, se dispuso a obedecer y volvió a sentarse en la silla. La vergüenza que sentía la quemaba como el fuego e intentaba esconder lo más secreto con las manos en las rodillas. La ropa estaba amontonada junto a la silla y le costaba mucho trabajo no cogerla y echar a correr lejos de allí.
La mujer del pastor se acercó y se acuclilló a su lado. Tomó el fino hilo y lo ató a su pierna derecha, justo bajo la rodilla, con un nudo sencillo, antes de atar el otro extremo a la pata de la silla.
– Hacemos esto por tu propio bien, Maj-Britt, para que comprendas la gravedad de lo que hiciste.
Dicho esto, tomó la ropa y se levantó.
– Es por el amor que te profesan tus padres y todos los miembros de la Comunidad por lo que intentamos ayudarte a volver al camino verdadero.