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Maj-Britt estaba temblando. Su cuerpo se estremecía de miedo y de humillación. Él la había engañado, Él no la había perdonado, tan sólo había alimentado en ella falsas esperanzas, aguardando que llegase su momento.

– Por amor, Maj-Britt, aunque ahora no lo creas, pero cuando seas mayor, lo comprenderás. Sólo queremos enseñarte cómo deberías haberte sentido cuando te desnudaste ante ese niño. Y cómo te sentirás siempre, a menos que cambies tu conducta.

Dobló la ropa en un prolijo montón y se fue a la cocina. Maj-Britt se quedó inmóvil. Tenía tanto miedo de que se rompiese el hilo si se movía.

Pasó el tiempo. Un tiempo totalmente blanco, sin segundos, sin minutos. Sólo instantes que se desplazaban hacia delante, cada vez más carentes de sentido. Sobre la mesa colgaba una gran araña de cristal. Los prismas relucían y centelleaban. Y la mesa, puesta con tanto esmero. Tazas torneadas y decoradas con pequeñas flores y la mujer del pastor que volvía con dos bandejas llenas de los bollos de canela más exquisitos del mundo. Y bien estaba que la tuviesen atada porque, de lo contrario, habría podido comérselo todo ella sola antes de que llegasen los invitados siquiera. Pero ya llegaban. Oyó el timbre y el murmullo de voces y no entendía lo que decían, aunque seguro que no era de su incumbencia. La corriente de la puerta abierta hizo que las piezas de la araña resplandeciesen como piedras preciosas. Figúrate, poder estar sentada mirando una creación tan hermosa. Entraron los invitados al comedor, en parejas o de uno en uno, fueron sentándose a la mesa, los Gustavsson y los Wedin, y allí estaba Ingvar que dirigía el coro, con lo divertido que era estar en el coro. Los Gustavsson se habían traído a Gunnar, lo que había crecido. Todos iban muy bien ataviados con trajes y vestidos, como si fueran a la misa del domingo. Hasta Gunnar llevaba traje, aunque sólo tenía catorce años. Era azul oscuro y lucía una corbata y parecía muy mayor. Y también vinieron mamá y papá. Se alegró de verlos porque hacía mucho que no veía, pero ahora no tenían tiempo para ella, y ella lo comprendía muy bien. El pastor empezó a hablar de cosas de la Comunidad y ofrecieron bollos y sirvieron el café en las tazas. Pero su madre parecía muy triste. Varias veces se secó los ojos con un pañuelo y a Maj-Britt le habría gustado tanto poder acercársele y consolarla, decirle que todo estaba bien, pero ella estaba atada a la silla y sabía que tenían que hacerlo así. Lo hacían por ella, aunque fingían no verla como si ella no estuviese allí. Tan sólo Gunnar la miraba de reojo de vez en cuando.

Y de pronto, ya tenían que irse todos. Se levantaron y se dirigieron al vestíbulo y luego callaron todas las voces. Sólo un leve murmullo que, según sabía ya, procedía del pastor y de su mujer, y entonces los segundos volvieron a correr en el tiempo.

Ella estaba en el comedor del pastor, sentada y sin ropa de cintura para abajo y ahora había comprendido cómo debió sentirse.

Y había aprendido que jamás debía volver a hacer lo que hizo.

Al día siguiente pudo regresar a su casa. La dejaron llevarse la bobina de recuerdo. La colocaron en la estantería de la cocina, para que jamás lo olvidase.

15

Había cosas que no tenía sentido conservar. Ciertas cosas tenían por objeto pasar de largo y recordarles a algunas personas qué era lo que no podían conseguir. Procurar que no descuidasen su desesperanzada añoranza o, simplemente, que no la olvidasen. Incluso que aprendiesen a vivir con ella y a experimentar cierta complacencia. No, cuando la gente no quería comprender su limitación, había que recordársela, hacer que sintieran su sabor, aplacar su sed ligeramente.

Eso fue Thomas.

Un recordatorio que pasó por allí para decirle cómo habría podido ser la vida si ella no hubiese sido una de esas personas que viven a costa de los demás.

Una de esas personas que habían perdido el derecho.

Todo estaba destrozado. La vertiginosa sensación de esperanza que se esfumó disolviéndose en la infinita desesperanza que se adueñó de ella.

Estaba sentada ante la ventana de la sala de estar. Su hermosa sala de estar, cuyos muebles eligió sin vacilar ante los precios. Todo había sido escogido con esmero, exquisito y bien pensado. Un orgullo para quien vivía allí y un reto para las visitas.

Al compararlo, los hacía desear lo mismo. Todas aquellas cosas caras y bonitas.

Todas las lámparas estaban apagadas. El frío reflejo del exterior describía un amplio reguero de luz en el suelo de parquet e iba a morir a mitad de la estantería de la pared de enfrente, justo por encima de la vitrina de las figuras de cristal. Como la que tenían muchos de sus colegas médicos, no exactamente igual, pero casi. De las que indicaban que tenían tanto dinero como buen gusto.

Tenía el móvil apagado. Él la había llamado varias veces, pero ella no respondió. Se quedó allí sentada, junto a la ventana, en aquella sala de estar que se le antojaba cada vez menos importante, dejando pasar el tiempo.

Había sido tan fácil ocupar el tiempo que le sobraba. La televisión, el gimnasio, horas extras en el trabajo. Al vivir sola, estaba acostumbrada a planificar su tiempo, no para tener horas para hacerlo todo, sino más bien para tener el tiempo justo. No podía permitirse dejar grandes huecos en los que todo se detuviese ofreciendo un espacio a las cavilaciones. Vivir ya era bastante duro. Y cuando, a pesar de todo, se le hacía demasiado insoportable, siempre podía hallar consuelo en un nuevo jersey, en una botella de vino caro, en un par de zapatos nuevos o en cualquier nuevo detalle para que su casa fuese aún más perfecta. Y podía permitírselo, claro.

Lo único que le faltaba era una vida de verdad.

Y ninguna fortuna en el mundo podía reparar lo que se había roto.

Las siluetas de la calle que se extendía a sus pies iban difuminándose hasta perderse en la luz del amanecer. Se acercaba la llegada de un nuevo día, para ella y para todos los que seguían vivos. Pero no para Mattias. Y para Pernilla y su hija, daba comienzo un viaje de desesperanza hacia la aceptación de las injusticias de la vida y de su incomprensible objetivo.

El primer día.

Cerró los ojos.

Por primera vez en su vida deseó ser creyente. Tener un asidero nada desdeñable al que agarrarse. Llena de gratitud, cambiaría cada objeto de aquella habitación por disfrutar de un ápice de consuelo durante un segundo siquiera. La sensación de que existía un sentido, una causa fundamental que ella no comprendía, un plan divino en el que confiar. Pero no existía tal cosa. La vida le había demostrado definitivamente su completa condición de absurdo, y que ningún esfuerzo era capaz de cambiar nada. No existía nada en lo que creer. Ningún consuelo que recibir.

Su mundo estaba construido a base de conocimiento. Todo lo que había aprendido, lo que utilizaba, en lo que confiaba, estaba bien pesado y medido y confirmado. Sólo aceptaba resultados de investigación exactos y construidos sobre una base sólida, capaces de demostrar su vigencia. En eso hallaba la seguridad. Y aquí, en su hogar perfecto. En lo que podía verse y juzgarse. Así cobraban su valor todas las cosas. Pero ya no era suficiente, ahora que todo se tambaleaba y pedía a gritos un sentido. Bastaría con la sensación de una leve, levísima impresión, una impresión debilísima, con tal de que la hiciese dejar a un lado tanta lógica y sentir confianza.

Sonó el teléfono. Como de costumbre, se oyeron cuatro tonos antes de que saltase el contestador.

«Soy yo otra vez. He de decir que… la verdad, no sé si voy a aguantar esto… Te agradecería mucho que me llamaras y me explicases lo que está pasando. Quizá no sea mucho pedir, ¿no?»

No sintió nada al oír su voz. Él llamaba desde otra vida, una existencia que ya nada tenía que ver con ella. A la que ya no tenía derecho. A él no le debía nada, eran otros sus acreedores.