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Vanja le había prestado su camisa nueva. Vanja, la única que lo sabía, la única a la que se había atrevido a contárselo. Lo de Vanja era muy raro. Llevaban muchos años siendo amigas pero ella no comprendía por qué, pues formaban una pareja bastante desigual. Vanja era muy valiente, no dudaba ni por un instante en decir lo que pensaba ni en mantener su opinión en cualquier situación. Maj-Britt sabía que en su casa tenía una situación difícil, su padre era un personaje famoso en el pueblo, todos lo conocían y, sobre todo, sabían de sus problemas con el alcohol. Pero Vanja no se dejaba intimidar por el desprecio. Con sólo intuir un tono despectivo, respondía como un rayo. No físicamente, pero con las palabras era como un boxeador. Y Maj-Britt se quedaba admirándola, deseando ser capaz de atreverse a decir con la misma naturalidad lo que pensaba y, ante todo, atreverse a mantenerlo.

Ningún dios se incluía en el vocabulario utilizado en casa de Vanja. Satanás, en cambio, aparecía muy a menudo. A Maj-Britt le costaba decidirse por qué pensar. No le gustaban las maldiciones pero, por extraño que pudiera parecer, en casa do Vanja era más fácil respirar. Era como si Dios hubiese dejado una tierra franca en el mundo precisamente en la casa de Vanja. Incluso cuando su padre estaba borracho y murmuraba para sí sentado a la mesa de la cocina y a Vanja le permitían decir las cosas más horribles sin que nadie la interrumpiese, incluso entonces se le antojaba más fácil respirar en casa de Vanja. Porque en la suya, Dios estaba omnipresente. Tomaba nota del menor desvío del comportamiento, veía cada idea y cada acción, para luego sopesar y saldar posibles favores. Allí no había una sola puerta cerrada, una sola luz apagada, ninguna soledad posible libre de su mirada.

Vanja era, desde que Maj-Britt tenía conciencia, su válvula de escape hacia el mundo exterior, una pequeña abertura por la que el aire fresco de otros mundos entraba a borbotones. Sin embargo, bien se cuidaba ella de dar a entender en su casa lo mucho que esto significaba. Claro que sus padres habrían preferido que se relacionase con los niños de la Comunidad, y tampoco se esmeraron en ocultar lo que pensaban de Vanja, pero no llegaron a prohibirle expresamente que saliera con ella. Y Maj-Britt estaba profundamente agradecida por eso. No sabía cómo podría arreglárselas sin Vanja. A quién si no habría acudido con sus problemas, cada vez mayores. Maj-Britt intentó preguntarle a Él, pero jamás le respondió.

Claro que a Vanja no le parecía que lo que Maj-Britt tenía en aquel momento fuesen problemas propiamente dichos, sino que era algo del todo normal y tal vez lo viese incluso como un signo de libertad. Pero Maj-Britt lo sabía mejor que ella. Era a causa de todas aquellas ideas que la conducían a hacer aquella cosa fea y asquerosa por lo que Dios no la quería. Tenía tanto miedo de quedarse ciega o de que se le volvieran las manos peludas… Sabía que era lo que le sucedía a la gente que hacía lo que ella a veces. Pero ni siquiera a Vanja se había atrevido a contarle que ella era una de esas que hacían esas cosas.

Oyó a su madre trajinar en la cocina, la cena no tardaría en estar lista y, después de comer, Maj-Britt se iría al coro. Ya no era el coro infantil, que dejó al cumplir los catorce; desde hacía cuatro años cantaba en el coro de la iglesia. Altos y sopranos y bajos y tenores. Ella cantaba muy bien y había convencido a sus padres de que le permitiesen cantar en el coro normal de la iglesia, no sólo en el coro de la Comunidad. Finalmente, cedieron a cambio de la promesa de que, si las actuaciones de los coros coincidían, le daría prioridad al de la Comunidad.

Él era el primer tenor y lo hacía divinamente. El director del coro siempre lo elegía a él para las piezas que contenían partes especialmente difíciles.

– Tú, Göran, te encargas del do agudo. Los demás os quedáis en la tercera si no llegáis tan alto.

El se había fijado en ella, Maj-Britt lo sabía, aunque sólo habían cruzado unas palabras. Durante las pausas, ella siempre se sentaba con las demás sopranos, pero a veces, entre los altos y los bajos, sus miradas se las habían arreglado para cruzarse; para rozarse un instante antes de, tímidamente, seguir su camino. Justo aquella noche, todo sería distinto. Aquella noche no habría un coro entre el que disimular sus miradas, estarían los dos solos y el director del coro, que les había pedido a Göran y a ella que acudiesen, pues los había elegido como solistas para el concierto de Navidad. Era una sensación imponente la de haber sido elegida. Y en especial, junto con Göran.

Lo vio de lejos mientras se acercaba a la iglesia. Estaba en la escalinata de la iglesia leyendo su partitura. Inconscientemente, Maj-Britt aminoró la marcha, pues no sabía si se atrevería a estar a solas con él. Si el director del coro tardaba en llegar, se quedarían esperándolo allí, en la escalinata y, ¿qué iba a decirle? Un segundo después, Göran alzó la vista y la miró. Ella continuó caminando con el corazón acelerado. Él le sonrió al verla acercarse.

– Hola.

Ella lo saludó quedamente y bajó la vista. Era como si se quemase al mirarlo, como si los ojos eligiesen por su cuenta mirar a otro lado.

Se hizo un silencio demasiado largo como para que se sintiesen cómodos. Ambos se dedicaron a hojear las partituras, como si las vieran por primera vez. Maj-Britt comprendió con asombro que Göran, que por lo general solía hacerse notar y oír, tampoco parecía saber qué decir.

– ¿Has tenido tiempo de practicar?

Ella le respondió agradecida:

– Sí, un poco. Pero sin acompañamiento me parece bastante difícil.

Göran asintió y, un segundo después, le dijo lo más asombroso del mundo, algo que ella se repetiría sin cesar los días siguientes.

– Casi estoy más nervioso por cantar sólo delante de ti que luego en el concierto de Navidad.

Le sonrió turbado cuando se lo dijo. Y al rumor de los pasos del director del coro sobre la gravilla ella se atrevió por primera vez a sostenerle la mirada.

– Bien, lo tomamos desde el principio sin el preludio y, después del estribillo, tú entras directamente en la segunda estrofa.

Maj-Britt se había sentado en la primera hilera de bancos. Aunque Göran había admitido lo nervioso que estaba, ella se sintió agradecida por no tener que empezar. Él no era el único que estaba nervioso. Allí estaba, atolondrada, en el banco de la iglesia, recordando admirada las palabras que él acababa de decirle. Que también él se sintiese así. Lo observó allí delante, siguió cada movimiento suyo, un joven tan guapo y con tanto talento. Göran empezó a cantar con los ojos cerrados. Su cristalina voz resonaba jubilosa entre las paredes de piedra y ella sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Göran había dejado su chaqueta en el banco, a su lado, y ella tanteó el forro a hurtadillas, justo en el lugar que coincidía con el corazón. A ningún hombre le había permitido nunca acercársele, pero, ahora, el embrión de una voluntad desorientada aleteaba en su pecho. Quería estar cerca de él, asegurarse de que él se interesaba por ella, pues, aunque él no estuviese cerca, siempre se hallaba presente. Era incomprensible que una persona que nunca había pertenecido a su mundo pudiese colmar todo su ser de repente.

Guando terminó de cantar, abrió los ojos y la miró. En un instante de muda complicidad, ambos lo supieron.

Después, ella se lo contó a Vanja. Una y otra vez le contó lo que había sucedido y lo que él le había dicho y con qué tono de voz lo hizo y qué expresión tenía cuando lo dijo, y Vanja la escuchó con paciencia e interés e interpretó la información justo como Maj-Britt deseaba. Por las noches, acostada en la cama, contaba las horas que faltaban para el siguiente ensayo del coro, pues sabía que entonces volvería a verlo. Pero nada resultó como ella esperaba. Mezclados con el resto del coro, volvieron a ser como extraños el uno para el otro. Göran se hacía notar y oír como de costumbre, ni rastro quedaba de la inseguridad que le había descubierto a ella. Y en las escasas ocasiones en que sus miradas se cruzaron, las apartaron enseguida para volver a perderse en el coro.