Vanja le dio buenos consejos.
– Pero Majsan, tienes que hablar con él, ¿no lo entiendes?
– Sí, pero ¿qué le voy a decir?
– Pues invéntate algo que sepas que le puede interesar. ¿Qué hace, aparte de cantar en el coro? Tendrá otros intereses, ¿no? O deja caer algo justo delante de él y busca un pretexto para entablar una conversación. Soléis llevar partituras y cosas de esas que pueden caer desordenadas, ¿verdad?
Para Vanja, que era muy valiente, resultaba muy fácil. Pero las partituras de Maj-Britt parecían pegadas con cola a sus manos y, para que se le cayeran y llegaran a la hilera de los tenores, era preciso un milagro. Y Aquel que los obraba había demostrado de sobra su desinterés. Vanja no estaba nada satisfecha; después de cada ensayo del coro, la llamaba y la interrogaba acerca de todos los detalles.
Finalmente, fue Vanja la que resolvió el problema. Gracias a un sagaz trabajo detectivesco entre sus conocidos, se aseguró de que también Göran estaba interesado y cuando, pese a su insistencia, no consiguió que Maj-Britt tomase la iniciativa, se encargó personalmente del asunto. Una tarde, llamó a su amiga y le pidió que bajase al quiosco. Maj-Britt no quería y, por primera vez, Vanja se enfadó y la llamó muermo. Maj-Britt no quería ser un muermo, sobre todo a ojos de Vanja, de modo que, pese al desconcierto que revelaba la mirada de sus padres, se puso el chaquetón y se marchó. No le permitían usar maquillaje, pero Vanja le prestaba del suyo y luego ponía sumo cuidado en retirarlo antes de volver a casa. Ni siquiera se había peinado para salir, iba pensando llena de angustia mientras se acercaba al quiosco. Porque allí estaba Göran. Justo junto a la farola, en el aparcamiento de las bicicletas. Le sonrió levemente y le dijo hola y ella correspondió a la sonrisa y al saludo y luego se quedaron allí, callados y algo avergonzados, y la sensación fue exactamente la misma que cuando estaban en la escalinata de la iglesia. Vanja no aparecía. Y tampoco el tal Bosse al que Göran esperaba. Maj-Britt no dejaba de mirar el reloj para que él viese que de verdad estaba esperando y Göran hacía lo posible por llenar la conversación, que trataba exclusivamente de los dos amigos que aún no habían llegado. Y sobre por qué no llegarían. Les llevó veinte minutos comprenderlo. Bosse era primo de Vanja y, mientras transcurrían los segundos, Maj-Britt comprendió que seguramente Vanja no pensaba aparecer en el quiosco aquella tarde. Que, al final, se había cansado de que a ella no se le cayesen nunca las partituras y que había decidido facilitarle las cosas al destino. También Göran empezó a intuirlo y él fue, de hecho, el primero en reaccionar.
– Si resulta que Bosse no viene y Vanja tampoco, ¿qué te parece que hagamos?
Pues sí, que qué le parecía que hicieran… Maj-Britt no lo sabía. ¿Qué hacer un martes por la tarde, cuando tienes dieciocho años y acabas de darte cuenta de que tu amor secreto no es ya tan secreto, que el objeto de ese amor está al otro lado del aparcamiento de las bicis y que también acaba de ser descubierto? No, en verdad que Maj-Britt no lo sabía. Y tampoco les facilitó las cosas el que justo en ese momento empezase a llover y que, en el fondo, ninguno de ellos quisiera irse. Y no era una lluvia fina normal y corriente de las que van arreciando paulatinamente, no, era una verdadera tormenta de agua que surgió de la nada de forma súbita e inesperada. El dueño del quiosco empezó a cerrar y enrolló decidido el toldo bajo el que habrían podido protegerse, lo único parecido a un techo que había por allí.
Göran fue el primero en romper a reír. Al principio, intentó contenerse y por eso sonó más bien como un lamento involuntario, pero la lluvia se desató con tal ímpetu que ya no pudo aguantarse más. Y también ella se echo a reír. Sintiéndose liberada, lo dejó que la cogiera de la mano y, al abrigo de su chaquetón, echaron a correr los dos juntos.
– Si quieres podemos ir a mi casa.
– ¿Podemos?
Se habían detenido al otro lado de la carretera comarcal donde, en condiciones normales, sus caminos deberían separarse. Él pareció sorprendido de su pregunta.
– ¿Y por qué no íbamos a poder?
Ella no contestó, sólo sonrió algo insegura. Algunas cosas resultaban muy fáciles para los demás.
– Tengo entrada propia, de modo que ni siquiera tienes que ver a mis padres si no quieres.
Ella dudó apenas un instante, pero terminó por asentir y se dejó llevar por la maravilla de lo que estaba sucediendo.
Tal y como le había dicho, tenía una entrada propia. Una puerta en el lateral del edificio y, tras ella, una escalera que conducía a la planta alta. Incluso tenía una pequeña cocina con dos fogones y un horno, de modo que era casi como un apartamento propio. ¿Y por qué no iba a ser así? Göran tenía veinte años y podía haberse mudado de casa de sus padres si lo hubiese querido. Claro que ella también habría podido.
Sólo que era impensable.
Abrió un armario empotrado que había en el vestíbulo y le dio una toalla para que se secase un poco. Colgó su chaquetón mojado en el respaldo de una silla y encendió el radiador. No había más que una pequeña entrada y una habitación. Una estantería de color marrón oscuro con algunos libros, una cama sin hacer y una mesa de escritorio con una silla. El ruido del televisor procedente del interior de la casa, donde se encontraban los padres, indicaba que vivían en un edificio mal aislado.
– No sabía que ibas a venir…
Se acercó a la cama deshecha y echó la colcha por encima.
– ¿Quieres un té?
– Sí, gracias.
La cocina descansaba sobre un estante bajo y Göran cogió un cazo que había sobre uno de los fogones.
– Siéntate si quieres.
Se dirigió al vestíbulo y siguió hasta lo que Maj-Britt supuso sería un baño, porque oyó el chorro del agua y el tintineo de la porcelana. Miró a su alrededor en busca de un sitio donde sentarse. Sólo había dos opciones, o la silla con el chaquetón mojado junto al radiador o la cama a medio hacer. Se quedó donde estaba. Pero luego, cuando él volvió con el té y ella tenía una de las tazas entre las manos y él le preguntó si no quería sentarse a su lado, ella le dijo que sí y se sentó. Empezaron a tomarse el té, él era el que más hablaba. Le contó sus planes de futuro, que quería mudarse de allí y quizá solicitar el ingreso en el conservatorio de Estocolmo o de Gotemburgo, y le habló de lo harto que estaba de aquel agujero de pueblo en el que vivían. ¿Y ella, no se había planteado nunca hacer algo con su voz, con lo bien que cantaba? Maj-Britt se permitió dejarse llevar por los sueños de Göran, admirada de las posibilidades que él hacía surgir como por arte de magia. Pese a tener dieciocho años y ser mayor de edad, jamás se le había pasado por la cabeza que hubiese otras opciones que aquellas que la Comunidad consideraba adecuadas. No había reparado en que mayor de edad significaba que era una ciudadana adulta con derecho a decidir sobre su vida. Lo único que sabía con certeza era que no quería estar en otro lugar que aquel en que ahora se encontraba. En la habitación de Göran, con una taza de té vacía en la mano. Todo lo demás carecía de importancia.
Y después de aquella tarde, todo fue como tenía que ser. Pasaban los meses y en apariencia, todo seguía como de costumbre. Pero en su interior resonaba la efervescencia de una transformación. Una curiosidad díscola osaba abrirse paso cuestionando todas las restricciones. Y cuando tomó conciencia del derecho que la asistía, se alzó hacia el cielo por un camino muy distinto de aquel en que ella había luchado hasta el momento.