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– Cambiarán de actitud. Ya verás, dales un poco de tiempo.

Todo quedó vacío. No había alegría, ni alivio al saber que las mentiras habían quedado atrás, ninguna expectación ante las posibilidades futuras. Ni siquiera podía compartir la rabia de Göran. Tan sólo un dolor grande y negro ante tanta incapacidad, la suya y la de sus padres. Y la de Göran, incapaz de comprender qué era lo que acababa de provocar allí dentro. Y la del Señor, que los había creado a todos con libre albedrío, pero que condenaba a aquellos que no cumplían su voluntad. El Señor, que sólo quería castigarla.

Había deseado muchísimo poder dormir con él una noche entera, y ahora por fin podrían hacerlo, pero todo se había estropeado. Quería ver a Vanja, así que Göran tomó prestado el coche de sus padres y fue a buscarla. En el coche, le contó detalladamente la visita a la casa de Maj-Britt y, cuando Vanja cruzó la puerta, se la llevaban los demonios.

– ¡Joder, Majsan! No permitas que destruyan esto también. ¡Más bien deberías plantarles cara!

Göran preparó una tetera tras otra y, a medida que avanzaba la noche, Maj-Britt fue escuchando los enfoques cada vez más fabulosos que su amiga le iba dando al problema. Incluso consiguió hacerla reír varias veces. Sin embargo, fue al final de una larga retahíla para convencerla cuando Vanja, de pronto, dijo una frase que hizo reaccionar a Maj-Britt.

– Hay que atreverse a deshacerse de lo viejo para dejar lugar a algo nuevo, ¿no? Donde no había espacio, nada puede empezar a crecer. -Vanja guardó silencio, como si ella misma se hubiera puesto a considerar lo que acababa de decir-. Mira tú, ¡eso sí que ha estado bien! -exclamó.

Y acto seguido, le pidió a Göran un bolígrafo y garabateó sus propias palabras en un papel, las leyó en silencio y sonrió satisfecha.

– ¡Ja! Si alguna vez escribo mi libro, estas palabras tienen que salir.

Maj-Britt sonrió. Vanja y sus sueños de escritora. Maj-Britt le deseaba toda la suerte del mundo, de corazón.

Vanja miró el reloj.

– Y sólo por eso, porque lo he dicho, acabo de decidirme y tomo la decisión hoy a las cuatro menos veinte del 15 de junio de 1969. Me mudo a Estocolmo. Así podemos mudarnos juntas, Majsan, aunque no sea a la misma ciudad, y sin mí no te vas a quedar en este agujero, ¿no?

Göran y Maj-Britt se echaron a reír.

Y cuando llegó el alba, recobró la certeza. Había elegido bien y ellos no le arrebatarían esa felicidad. Su maravillosa Vanja. Como un pilar, allí estaba siempre que Maj-Britt la necesitaba. ¿Qué habría hecho si Vanja no hubiese existido?

Vanja.

Y Ellinor.

Maj-Britt aplicó el oído por si había ruido en el baño. Silencio absoluto. El dolor lumbar empezaba a remitir. Sólo quedaba una molestia sorda pero soportable. Y una necesidad urgente de ir al baño.

– Juro por Dios que no conozco a la tal Vanja.

Maj-Britt soltó un bufido. «Pues sigue jurando. A mí me trae sin cuidado. Y a Él también, seguro.»

– No tardarán en llamarme por teléfono, hace media hora que tendría que haber estado en casa del siguiente usuario.

Era inútil. Jamás le sacaría la verdad. Y por si fuera poco, ella no tardaría en hacerse pis encima. Maj-Britt dejó escapar un suspiro, se giró y abrió la puerta. Ellinor estaba sentada en el retrete, con la tapa bajada.

– Fuera de aquí. Tengo que usar el retrete.

Ellinor la miró y meneó despacio la cabeza.

– Estás loca. ¿Qué te pasa?

– Ya te he dicho que tengo ganas de hacer pis. Largo de aquí.

Pero Ellinor no se inmutó.

– No me moveré de aquí hasta que no me digas qué te hace pensar que conozco a esa mujer.

Ellinor se retrepó tranquilamente y se cruzó de brazos. Se acomodó cruzando también las piernas. Maj-Britt apretó los dientes. Si no le tuviese tanta aversión a la sola idea de tocarla, le habría dado una bofetada. Un buen tortazo en la cara.

– Pues haré pis en el suelo. Y ya sabes quién tendrá que limpiarlo.

– Pues haz pis en el suelo.

Ellinor retiró una pelusa de la pernera del pantalón. Maj-Britt no podría aguantar mucho más, pero jamás se humillaría hasta ese punto, desde luego, al menos no delante de aquella odiosa criatura que siempre se salía con la suya. Y tampoco podía arriesgarse a que Ellinor viese la sangre en la orina, pues seguro que la muy traidora daría la alarma enseguida. Sólo le quedaba una salida, por poco que le gustase.

– Por algo que me escribió en una carta.

– ¿En una carta? ¿Y qué fue lo que escribió?

– Eso a ti no te incumbe. Ya puedes quitarte de ahí.

Ellinor no se movía. La desesperación de Maj-Britt iba en aumento. Notó que ya le chorreaban unas gotas y que se le mojaban las bragas.

– Debí de malinterpretarlo y te presento mis disculpas por haberte encerrado, ¿vale? Y ahora, ¿puedes irte de aquí?

La joven se levantó por fin, tomó el cubo y salió por la puerta con una expresión avinagrada. Maj-Britt se encerró a toda prisa y se sentó en el váter tan rápido como pudo. Experimentó una liberación al notar que la vejiga por fin iba quedando vacía.

Oyó cerrarse la puerta. «Adiós Ellinor. Ya no volveremos a vernos nunca más.»

De repente, sin previo aviso, se le hizo un nudo en la garganta. Por más que tragaba, no conseguía eliminar la sensación. Y también empezó a llorar, así sin motivo, a borbotones le brotaron las lágrimas de los ojos y comprobó con horror que no era capaz de detenerlas. Era como si algo se le hubiese quebrado por dentro y se cubrió la cara con las manos.

Un dolor demasiado duro de soportar.

Y cuando la derrota era un hecho, se vio obligada a admitir su ridícula añoranza. La intensidad con que deseaba que hubiera una sola persona, sólo una, que de forma totalmente voluntaria y sin cobrar quisiera quedarse con ella un rato.

19

Llamó al trabajo y se pidió cinco días de las vacaciones acumuladas. Había perdido la cuenta de cuántos tenía, porque hasta el momento no le habían interesado. Cinco semanas de vacaciones al año era más de lo que quería y las vacaciones no disfrutadas habían ido acumulándose a lo largo de los años. No le preguntaron para qué pedía aquellos cinco días y sabía que la dirección confiaba en ella. Una jefa cumplidora como ella no se ausentaría del trabajo tantos días sin una razón de peso.

Los días siguientes acudió todas las tardes a casa de Pernilla. Le había explicado que, en lo sucesivo, ella sería la única del grupo de emergencias que iría a su casa, noticia que Pernilla acogió sin demostrar ni alegría ni decepción. Monika lo interpretó como una buena señal. Por el momento, se conformaba con que la aceptara.

Pasaba la mayor parte del tiempo fuera, con Daniella. El parque no tardó en resultar aburrido, de modo que sus paseos eran cada vez más largos. Lento pero seguro, logró ganarse la confianza de Daniella, y sabía que ése era un buen camino: llegar a la madre a través de la aceptación de la hija. Porque era Pernilla la que mandaba. Monika era consciente de ello cada segundo del día. La amenaza constante de ser rechazada de pronto, de que Pernilla pensara que se las arreglaría mejor sin su ayuda. La sola idea de no ser bien recibida un día la hacía comprender lo lejos que estaba dispuesta a llegar por no verse rechazada. Aún le quedaba mucho por enmendar.

En una ocasión una amiga fue a ver a Pernilla y a Monika no le gustó la idea de marcharse y dejarlas allí solas. Claro que debería haberse alegrado por Pernilla, pero, al mismo tiempo, quería participar en lo que sucedía, saber de qué hablaban, si Pernilla tenía algún plan de futuro que Monika desconociera. Pero, por lo general, Pernilla se dedicaba a dormir mientras Monika y Daniella salían a sus excursiones. Monika intentaba quedarse en el apartamento cuando volvían para demostrarle lo bien que se llevaban ella y Daniella. Pernilla solía retirarse a su dormitorio y no hablaba mucho con ella, pero Monika disfrutaba de cada segundo que podía estar allí. Sólo los ojos de Mattias la llenaban de desánimo; la vigilaban desde la cómoda mientras ella jugaba en el suelo con Daniella. Pero tal vez ahora que veía que iba allí a diario y asumía su responsabilidad, empezase a comprender que su intención era buena.