Impura.
El sentido de la carne era enemigo de Dios.
Era difícil lavarse bien en el fregadero de la cocina, pero por la carretera comarcal pasaban dos autobuses diarios y, desde la parada, apenas había medio kilómetro hasta la piscina cubierta. Empezó a ir allí todos los días, pero nunca se lo dijo a Göran. Ella siempre estaba en casa cuando él volvía. Cenaban e intercambiaban unas frases, pero sus conversaciones eran cada vez más pobres y los pensamientos de Maj-Britt cada vez más angustiosos. Pensaba que, seguramente, cuando naciese el niño y él terminase los estudios y volviesen a estar sólo ellos, todo mejoraría. Entonces tal vez podrían empezar a buscar un segundo hijo. Entonces podrían volver a amarse sin que estuviese mal.
Maj-Britt tenía el número de teléfono de la secretaría de la Universidad Popular y se lo sabía de memoria. Empezaba a acercarse la fecha prevista y debía llamar si se ponía de parto mientras Göran estaba en clase. Él ya había acordado que le prestarían un coche, así que Maj-Britt no tenía por qué preocuparse. Según Göran.
Estaba en la ducha de la piscina cuando rompió aguas. Sin previo aviso, notó algo de pronto y, cuando cerró el grifo de la ducha, el agua seguía corriéndole por las piernas. En la ducha de enfrente había una mujer mayor y Maj-Britt estaba de espaldas a ella, pues también la incomodaba mostrarse desnuda delante de las mujeres. Echó mano de una toalla, salió de la ducha y se sentó en un banco de los vestuarios. Sintió las primeras contracciones justo cuando acababa de ponerse la ropa interior. Consiguió ponerse el resto y, ya vestida, le preguntó a la mujer de la otra ducha si podía averiguar dónde había un teléfono.
Durante el parto, volvieron a sentirse unidos. Elle sostenía la mano y le acariciaba la frente y no sabía qué hacer y se moría de angustia intentando ayudarle a soportar el dolor. Todo se arreglaría, ahora estaba segura. Hablaría con él acerca de todas las cavilaciones que, lentas pero seguras, la estaban destrozando, intentaría hacerle comprender. Y durante el parto, hizo lo posible por amoldarse a los dolores que le despedazaban el cuerpo, mientras que, llena de admiración, se preguntaba cómo podía Dios ser tan cruel y castigar tan duramente a la mujer por el pecado de Eva. Las palabras de las Sagradas Escrituras resonaban en su cabeza: «Pues en pecado nací y en pecado fui engendrada en el vientre de mi madre».
Pasaba el tiempo. Los dolores sacudían su cuerpo hora tras hora, pero éste se negaba a abrirse para dar a luz lo que había engendrado y, codicioso, retenía a la criatura que luchaba allí dentro por nacer a la vida. La preocupación de la matrona parecía ir en aumento. Veinte horas más tarde, se vieron obligados a rendirse. Se decidieron y llevaron a Maj-Britt al quirófano para practicarle una cesárea.
«Pues en pecado nací y en pecado fui engendrada en el vientre de mi madre.»
– Majsan.
Maj-Britt oyó la voz como si llegase de muy lejos. Ella se encontraba en un lugar distinto del que parecía provenir la voz. Un vago resplandor de luces penetraba de vez en cuando la nebulosa de su campo de visión y la voz que oía resonaba como transmitida a través de un largo túnel.
– Majsan, ¿me oyes?
Consiguió abrir los ojos. La silueta desdibujada de lo que tenía delante cobró forma ante sus ojos, que enfocaron la imagen con desgana antes de perderla de nuevo.
– Es una niña.
Y entonces empezó a ver. La anestesia iba liberándola poco a poco y vio a Göran con un bebé en brazos. Göran seguía allí, no la había abandonado. Y el bebé que tenía en brazos tenía que ser el de ambos, la criatura que su cuerpo no fue capaz de parir por sí mismo. El bebé iba vestido de blanco, de eso también se dio cuenta. Estaba preparado y listo y lo habían lavado y estaba limpio e iba vestido de blanco.
– Cariño, es una niña.
Göran puso a la criatura en sus brazos. Los ojos de Maj-Britt intentaron adaptarse a la nueva distancia. Una niña.
Se abrió la puerta y dio paso a una enfermera que empujaba un carrito con un teléfono de monedas.
– Tenéis que llamar a todo el mundo para contarle la buena nueva.
Y Göran llamó a sus padres. Y a Vanja. Maj-Britt estaba demasiado cansada y no habló mucho pero Vanja gritaba de alegría al otro lado del hilo telefónico.
Y eso fue todo. No llamaron a nadie más.
La cosa no salió como dijo Göran. En lugar de aceptar un trabajo, les pidió a sus padres que les ayudasen económicamente, para así tener la oportunidad de terminar también el segundo curso.
El apartamento al que prometió que se mudarían también tuvo que esperar, aunque habló con el ayuntamiento y, llegado el momento, no habría problema, le dijeron.
Maj-Britt continuaba callando sus pensamientos, pero al menos ahora contaba con una distracción. Decidieron llamar a la niña Susanna y bautizarla en la iglesia del pueblo, con el mismo sacerdote que bendijo su matrimonio. Les escribió a sus padres una carta en la que les comunicaba que tenían una nieta y les indicaba el día y la hora del bautizo, pero no le respondieron.
Algo le pasaba con la niña. Maj-Britt lo notaba. No era que no la quisiera, pero necesitaba mantener cierta distancia. La pequeña exigía tanto… y era importante que aprendiese a controlar sus necesidades desde el principio. Educar consistía también en imponer límites y ningún progenitor responsable permitía que la voluntad de sus hijos gobernase sobre la autoridad de un adulto. Sería tanto como hacerles un flaco favor. Le daba el pecho cada cuatro horas, tal y como le habían indicado, y la dejaba llorar hasta cansarse si le daba hambre entre horas. A las siete de la tarde, la pequeña debía dormirse, pues era la hora que le habían recomendado como razonable en el centro de salud. A veces tardaba varias horas en dormirse pero llegaba un punto en que Maj-Britt dejaba de oír los gritos. A Göran, en cambio, le costaba ignorarlos. Las noches que volvía a casa antes de que la niña se hubiese dormido, andaba de un lado para otro cuestionando el método de Maj-Britt de dejar a la pequeña llorando hasta que se durmiera sola.
La niña tenía cuatro meses cuando lo constataron. Maj-Britt había notado algo extraño, pero no permitió que su sospecha madurase hasta convertirse en certeza. Gracias a diversas excusas, se las había arreglado para evitar los últimos controles de la matrona en el centro de salud hasta que, finalmente, le advirtieron que irían a verlas a su domicilio si Maj-Britt no se presentaba allí con la niña. A Göran no lo había hecho partícipe de sus inquietudes, las guardó para sí, y tampoco estaba al corriente de que se había saltado los controles sanitarios. Maj-Britt no quería ir allí, no quería que le diesen la noticia y tener que fingir que no conocía la situación. O la causa de la misma.
«Eso se llama automancillarse.»
Y resultó tal y como ella barruntaba. Acogió la noticia como si le hubiesen dado una dirección. Hizo unas preguntas para completar la información y asegurarse de que lo había entendido todo. Por la noche, le transmitió la información a Göran con la misma actitud.
– Es ciega. Lo comprobaron en el control. Hemos de volver dentro de dos semanas.
Desde aquel día, todo empezó a descomponerse. El último residuo de intento de liberarse desapareció definitivamente y ya sólo quedaba vergüenza, angustia y remordimiento. El arrepentimiento y el sentimiento de culpa le corroían como un ácido todo el cuerpo, ese cuerpo que ella odiaba más que nada sobre la Tierra, que jamás le deseó otra cosa que el mal. El mismo cuerpo cuya prueba irrefutable de su pecado dependía ahora de ella cada cuatro horas. «Un mal árbol da mal fruto. A causa del pecado, todo hombre se halla en deuda real ante Dios y se ve amenazado por su ira y por su castigo justiciero. La atracción del mal, oscura e irresistible, se propaga y se transmite de generación en generación, y la herencia de ese pecado es la causa de todos los demás pecados de pensamiento, palabra y obra.» En su soberbia, ella se había puesto en contra de Dios y el castigo por ello fue mucho más abominable de lo que jamás habría podido imaginar. A ella Dios la había hecho callar hasta la destrucción, pero ahora se ensañaba con su descendencia, permitiendo que la siguiente generación soportase el castigo que ella debería haber afrontado.