Se sostuvo en el poyete cuando volvió a sentir el lumbago. Una punzada repentina que casi le hacía perder el conocimiento.
Aunque, en realidad, ella prefería no saber nada. Querría dejar a Vanja enterrada en el pasado hasta que el polvo que había levantado se posase otra vez en su lugar.
Miró el reloj de la cocina. No es que respetasen los horarios, pero deberían presentarse por allí otra vez dentro de un par de horas. Volvió a abrir el frigorífico. Siempre se tomaba un refuerzo cuando algo de lo que no quería tener noticia siquiera intentaba abrirse camino.
La necesidad imperiosa de sentirse llena para acallar lo que le gritaba dentro.
3
Él decía que la amaba. Y la verdad, cuanto decía y hacía así lo indicaba. Pese a todo, resultaba muy difícil asimilar sus palabras. Que él la amase precisamente a ella.
Lo que intentaba hacerle creer era que él la consideraba única, que la anteponía, justo a ella, a todas las demás personas sobre la faz de la Tierra, que ella era la más importante para él. Aquella a quien bajo ninguna circunstancia traicionaría y por la que siempre se preocuparía.
Resultaba muy difícil asimilar sus palabras.
Pues, ¿por qué un hombre como Thomas iba a amarla a ella, precisamente? Cuando se acercaban los cuarenta, escaseaban los hombres sin pareja y a él no había más que echarle un vistazo para comprender que debía de ser una presa muy codiciada. Pese a todo, fue su cerebro lo que la cautivó en primer lugar. Su humor y su ironía de sí mismo lo que la hacía reír en las situaciones más extraordinarias. Sólo un hombre de masculinidad tan evidente como la suya podía reírse así de sí mismo. Y sólo un hombre que se conocía a sí mismo sabía de qué valía la pena reírse. Jamás había conocido a nadie como él. Era curioso y sentía un interés inagotable por aprender cosas nuevas, por entender más. Siempre dispuesto a abandonar su concepción de las cosas si alguien, de pronto, parecía tener otra más plausible, intentaba analizarlo todo desde un nuevo punto de vista. Tal vez ésa fuese una de las causas de su éxito como diseñador industrial; o tal vez fuese el efecto. Sus cualidades, nada frecuentes, y aquella manera suya de pensar, tan libre, llevaban sus conversaciones a alturas nunca antes sondeadas. En ocasiones, ella tenía incluso que esforzarse por estar a su nivel, lo que suponía un estímulo insólito.
Desde un punto de vista intelectual, Thomas era su verdadero igual. No había muchos hombres así.
De modo que, ¿por qué iba a enamorarse de ella, precisamente?
Algún fallo debía de haber pero, por más que lo buscaba, no daba con él.
Claro que hubo hombres. Las relaciones breves no habían escaseado en su pasado, pero sus opciones se vieron regidas por otras ambiciones que las de invertir energía en intentar prolongarlas. Los dilatados estudios de medicina reclamaron toda su atención. Un aprobado en un examen era tanto como un fracaso, el sobresaliente era imperativo para que se sintiese satisfecha y, a veces, ni siquiera eso. Lo que a ella le habría gustado es que sus profesores se desmayasen de la emoción al ver sus resultados y su capacidad, pero tuvo que admitir que no era tan fácil conseguir tal cosa. No era la única alumna destacada, por lo que siempre la atormentaba su insuficiencia, el no ser lo bastante buena. De modo que se aplicaba a estudiar más aún.
La gente de su edad fue desapareciendo poco a poco en el matrimonio y en la vida familiar mientras que ella, para dolor de su madre, seguía sola. Ya no sucedía tan a menudo, ahora que pronto sería tarde, pero su madre le transmitió durante años la gran decepción que para ella suponía saber que no tendría nietos. Y en lo más hondo de su ser, en aquel reducto al que ni su madre ni ninguna otra persona tenía acceso, Monika compartía esa decepción.
No siempre era fácil vivir sola. Imposible decir si se trataba de una sensación culturalmente impuesta, pero en algún lugar del misterio humano parecía existir un deseo básico de unión. Su cuerpo le hablaba con claridad. Después de unos meses de soledad, clamaba por el contacto físico. Ella no tenía obligaciones para con nadie, de modo que podía iniciar una aventura amorosa con la que iluminar su existencia un tiempo, pero nunca dejaba que se impusieran los sentimientos. Sólo se permitía un entusiasmo controlado y ese tipo de relaciones nunca tenían la oportunidad de adquirir mayor importancia. Al menos, no por su parte. Algún que otro corazón había quedado espinado al paso de su persona, pero a nadie le había dado acceso a aproximarse al núcleo en el que habitaba la frágil Monika, aquel núcleo en el que ella había puesto todo el cuidado en esconder sus miedos.
Y su secreto.
El sexo era muy simple. Lo difícil era la auténtica intimidad.
Tarde o temprano se producía una descompensación del equilibrio. Empezaban a llamar demasiado a menudo, a querer demasiado, a desvelar sus esperanzas y sus planes a largo plazo. Y cuanto más interés mostraban ellos, tanto más se enfriaba el suyo. Monika observaba suspicaz su creciente apasionamiento, antes de poner fin definitivo a la relación. Antes sola que abandonada.
Alguno la llamó «reina del hielo» y ella se lo tomó como un cumplido.
Hasta que conoció a Thomas.
Ocurrió en el vagón restaurante. Monika venía de pasar el fin de semana con unos amigos en su idílica casa de campo y tomó el tren para aprovechar la duración del viaje leyendo los últimos descubrimientos sobre la fibromialgia. En el viaje de vuelta la invadió la melancolía, tras cuarenta y ocho horas viendo sobre el terreno lo que le faltaba en la vida; lo fútil que resultaba todo. Precisamente ella, que era la que estaba viva, no tenía capacidad de sacarle nada a la vida. Aunque, por otro lado, ¿hasta qué punto tenía alguien como ella derecho a ser feliz?
Fue al vagón restaurante para tomarse una copa de vino y se quedó sentada junto a una de las mesas, en la parte más próxima a las ventanas. Él estaba enfrente. No se dijeron una palabra, apenas si cruzaron una mirada. Ambos se dedicaron a contemplar el paisaje que discurría acelerado allá fuera. Pese a ello, todo su ser era consciente de la presencia de aquel hombre. Una extraña sensación de no estar sola, de que, en el silencio que compartían, se hacían compañía. No recordaba haber experimentado nada semejante hasta entonces.
Se levantó al ver que se acercaban a la estación donde ella debía bajar y le lanzó una rápida ojeada antes de volver a su asiento para recuperar su maleta. De repente, ya en el andén, él le dio alcance.
– ¡Oye! Hola, tendrás que perdonarme, de verdad.
Ella se detuvo, sorprendida.
– Creerás que estoy loco, pero sentí el impulso irrefrenable de que tenía que hacerlo.
Parecía abochornado, como si de verdad cuestionase la cordura de aquella situación. Pero entonces se armó de valor y prosiguió:
– Sólo quería darte las gracias por la compañía en el tren.
Ella no supo qué decir y parecía bastante incómoda.
– Sí, porque estábamos sentados uno frente al otro en el vagón restaurante.
– Lo sé. Gracias a ti.
Su cara se iluminó con una amplia sonrisa cuando se dio cuenta de que ella lo había reconocido. Y sonó casi ansioso al preguntar:
– Perdona otra vez pero es que tengo que saber si tú también lo notaste.
– ¿El qué?
– Pues bueno… No sé exactamente cómo expresarlo.
Una vez más, pareció abochornado y ella dudó un instante hasta que al fin asintió levemente; entonces, la sonrisa con que él respondió debió haberla hecho salir corriendo al confín del mundo por puro instinto de conservación. Pero se quedó donde estaba, incapaz de hacer otra cosa.