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Y entonces llegó la carta de sus padres. Habían oído rumores. No la habían perdonado, pero toda la Comunidad rezaría por su hija, sobre la que había recaído la venganza justiciera de Dios.

Transcurrieron otros dos meses. Göran estaba cada vez más taciturno los ratos que pasaba en casa. Ni siquiera hablaba ya del nuevo apartamento, al que se mudarían a principios de verano. Dos dormitorios en la planta baja, sesenta y ocho metros cuadrados y un balcón, cocina y baño. Por fin dispondrían de un baño y ella podría lavarse en condiciones.

Ya había empezado a embalar, pues tenía que ocuparse en algo, le resultaba cada vez más insoportable estar ociosa. Acababa de abrir el armario de la ropa blanca que había en el vestíbulo, sobre la escalera, y extendió el brazo en busca de un montón de sábanas. Se las habían regalado los padres de Göran y llevaban sus iniciales pulcramente bordadas en azul. Vio a la pequeña cruzar el umbral del dormitorio, la vio golpearse contra el marco de la puerta y se quedó sentada en el suelo. No había barrera protectora en la escalera. Maj-Britt pasó por delante de la niña hasta la caja de la mudanza que tenía abierta sobre la cama y colocó las sábanas dentro. Cuando se dio la vuelta, se dio un golpe en las espinillas contra el larguero de la cama. El dolor fue breve y explosivo, sólo duró un instante, pero fue como si la experiencia física hubiese neutralizado una barrera en su interior. Todo se volvió blanco. Primero fue el alarido. Gritó hasta que empezó a dolerle la garganta, pero no sirvió de nada. La pequeña se asustó de su chillido y Maj-Britt entrevió por el rabillo del ojo que empezaba a gatear hacia el vestíbulo. Más cerca de la escalera. Pero su ira no se templó, aumentaba en intensidad, Maj-Britt agarró la caja con las dos manos y la estrelló con todas sus fuerzas contra la pared.

– ¡Te odio, Dios! ¡Te odio!, ¿me oyes? Sabes que estaba dispuesta a sacrificarlo todo, ¡pero no era suficiente! -Cerró los puños y los blandió hacia el techo-. ¿Me oyes, eh? ¿No podrías responder cuando se Te habla? Aunque sólo sea por una vez.

La rabia acumulada estalló y arrasó como un maremoto. Sintió el retumbar en las sienes, arrancó las sábanas de la cama y las arrojó por la habitación. Las sábanas arrastraron en la caída un cuadro de la pared y no había barrera en la escalera del vestíbulo y ahora ya no veía a su hija ciega, había desaparecido más allá del marco de la puerta. Pero algo imparable se había puesto en marcha, algo se había roto definitivamente en su interior y ahora tenía que salir a la luz porque de lo contrario, ella estallaría en mil pedazos.

– Crees que vas a salir vencedor, ¿verdad, Dios? Que voy a pedir y a suplicar Tu perdón ahora que ya es demasiado tarde, ahora que has permitido que ella sufra el castigo que sólo a mí correspondía. Eso crees, ¿verdad?

No había nada más que arrojar, de modo que tomó la caja del suelo y volvió a lanzarla una vez más. Estaba en el dormitorio tirando la caja una y otra vez, pese a que no había barrera en la escalera del vestíbulo.

– Me las arreglaré sin ti en lo sucesivo, Dios, ¿me oyes bien?

Y entonces recordó que iba a salir al vestíbulo puesto que no había barrera en la escalera y su hija ciega estaba allí sola en el suelo, pero no llegó a hacerlo.

No gritó al caer.

Sólo se oyeron varios golpes secos y después, el silencio.

21

Las noches tenían algo especial. Estar despierto cuando los demás dormían. Cuando todo se recogía en calma, cuando los pensamientos de los hombres se reunían y clasificaban en distintos estadios del sueño, dejando libre el espacio. Era como si entonces resultase más fácil pensar, como si a las cavilaciones les costase menos trabajo avanzar, al no tener que tambalearse al ritmo del tráfico diurno. Durante su época de estudiante, solía invertir el ritmo de las jornadas y, cuando se le ofrecía la posibilidad, prefería prepararse los exámenes por la noche. Cuando el aire era libre.

Ahora, en cambio, la noche iba asociada al peligro, justo por la misma razón. Cuantas menos distracciones e inconvenientes, tanto más abierto quedaba el campo. Porque algo allí dentro oponía resistencia y buscaba el contacto con ella y, cuanto mayor era el silencio, más difícil resultaba dejar de oírlo. Algo allí dentro la censuraba, pese a sus valerosos esfuerzos por imponer orden y justicia, y tenía que guardarse de no caer arrastrada a las profundidades. Sólo podía figurarse cómo se sentiría de ocurrir tal cosa, y la sola idea bastaba para hacerla enloquecer de miedo. Durante veintitrés años había logrado mantener la distancia que la separaba de una oscuridad cada vez más compacta, pero ahora había crecido hasta adquirir tales dimensiones que casi alcanzaban la superficie. La única manera de conservar la pequeña distancia que aún existía era mantenerse en constante movimiento. No detenerse jamás. Porque era urgente, muy urgente. Todo su cuerpo sentía lo urgente que era. Si se empleaba a conciencia, podría remediarlo todo. Había puesto el programa nocturno de la radio para atenuar el silencio. Los documentos de Pernilla yacían esparcidos por la gran mesa de roble de la cocina, especialmente diseñada para ocupar exactamente el lugar que ocupaba; con espacio para diez personas. No sentía el menor atisbo de cansancio físico, eran cerca de las cuatro de la mañana y ya iba por la tercera copa de Glen Mhor de 1979. Había comprado la botella en alguno de sus viajes para completar su exclusiva bodega, y había conseguido impresionar a varios invitados muy selectos a los que le pareció importante impresionar. Pero esas cosas funcionaban igual que un anestésico.

Tecleó los ingresos de Pernilla en la calculadora y volvió a sumar, pero de nada sirvió. La situación era, verdaderamente, tan mala como Pernilla le había anunciado. Daniella podía recibir la pensión de orfandad, pero se basaba en la cotización de Mattias, y no sería muy cuantiosa. Había estado mirando en la red y averiguó cómo la calcularían. Antes del accidente de submarinismo, Pernilla y Mattias habían vivido al día, trabajando aquí y allá y reuniendo el dinero suficiente para emprender un viaje. Y después del accidente, Mattias trabajó un tiempo, pero en puestos no muy bien remunerados. Pernilla tenía razón. Se verían obligadas a mudarse. A menos que recibiesen ayuda.

Cuando oyó el diario de la mañana caer por la ranura del correo y aterrizar en el suelo del vestíbulo, se fue al dormitorio. La caja de somníferos estaba en la mesilla de noche, sacó una pastilla del blíster y se la tragó con el resto de agua que quedaba en el vaso de la noche anterior. No estaba cansada en absoluto, pero ya iba a volver al trabajo y al menos un par de horas tendría que dormir. Si se tomaba la pastilla y se quedaba despierta media hora más, después se dormiría tan pronto como se metiese en la cama.

Ninguna reflexión lograría imponer su presencia.

La cena.

Siguió la receta nada familiar de los rebozuelos punto por punto y todo quedó riquísimo, aunque a ella le habría gustado ver un buen trozo de carne en el plato, junto a las setas y demás verduras. Pernilla guardaba silencio. Monika iba llenándole la copa de vino a medida que iba quedando vacía, pero ella no lo probó. Quería mantenerse despejada y, además, tenía que conducir. Pasó el rato disfrutando con la idea de que, cuando se marchase a casa, llevaría consigo los papeles de Pernilla, añorando poder volcarse de lleno en el problema. Los documentos no constituían sólo una fuente de información, también eran una garantía, un respiro provisional para las ocasiones en que cabía el desasosiego. Con ellos en su poder estaba segura de regresar, al menos una vez más. Miró el montón que había en el poyete de la cocina y notó que la aliviaba.