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Limpió el resto que quedaba en el plato con un trozo de pan y se preparó para lo que tenía que decir. Que, necesariamente, habría que introducir cierto cambio en lo que podían llamarse «sus rutinas». Le gustaba ese concepto, «sus rutinas». Pero ahora tendrían que modificarlas un poco. No podía arriesgar su puesto. Ambas perderían con ello. De ahí que se preparase mentalmente para lo que tenía que decir.

– Mi permiso termina mañana, así que tendré que volver al trabajo.

Al otro lado de la mesa no se produjo ninguna reacción.

– Pero me pasaré por las tardes en lo sucesivo, por si puedo serte útil.

Pernilla no dijo nada y, aunque asintió levemente, no parecía estar escuchando. Su falta de interés desmoralizó a Monika. No había tenido tiempo de hacerse imprescindible y cada vez que algo le recordaba su falta de control, la oscuridad se adensaba a su alrededor.

– Estaba pensando que podría pasarme mañana por la tarde y hablarte del fondo y contarte lo que me digan por teléfono; tenía intención de llamarlos por la mañana.

Pernilla jugueteaba con el tenedor pinchando un rebozuelo que le quedaba en el plato. No había comido mucho, pero en cualquier caso, aseguró que estaba muy rico.

– Claro, si tienes ganas, de acuerdo. De lo contrario, podemos hacerlo por teléfono.

No apartaba la vista del rebozuelo, que iba abriéndose paso con el tenedor a través de la salsa, dibujando una vía irregular entre las hojas de lechuga y un cuarto de patata.

– Será mejor que me pase, no me importa, y además tendré que devolverte los documentos.

Pernilla asintió, dejó el tenedor y tomó un trago de vino. Hubo un largo silencio. Monika aguantó sentada mirando de reojo a Sofia Magdalena y preguntándose cómo orientar la conversación hacia algún tema histórico que aligerase el ambiente y que le hiciese comprender a Pernilla cuánto tenían en común…, cuando la joven se le adelantó. Sólo que ella quería hablar justo de la parte de la historia que Monika deseaba evitar a toda costa. Recibió sus palabras como un puñetazo en el estómago.

– Mañana es su cumpleaños.

Monika tragó saliva. Miró a Pernilla y comprendió su error. Hasta el momento, apenas si había mencionado su nombre y Monika empezaba a relajarse, a creer que seguirían así, apremiaba el paso ante su mirada en la foto de la sala de estar, cuando no le quedaba más remedio que pasar por delante. Pero Pernilla empezaba a acusar el vino de la cena que Monika, en su simpleza, había comprado y la había animado a beber. Se apreciaba en la indolencia de sus movimientos y, cuando cerraba los ojos, el desplazamiento de los párpados era más despacioso de lo habitual. Vio que las lágrimas surcaban las mejillas de Pernilla de un modo distinto al de las otras veces que había llorado en su presencia. Hasta ahora, Pernilla se había apartado con su dolor, había intentado esconderlo. Ahora, en cambio, se quedó allí en la silla sin hacer el menor amago de ocultar su desesperación. El alcohol había desactivado las barreras y Monika maldecía su necedad. Debería haberlo previsto. Ahora tendría que pagar su error. Ahora se vería obligada a soportar cada una de sus palabras.

– Cumpliría treinta años. Pensábamos salir a comer, por una vez; yo había apalabrado una canguro hacía varios meses, iba a ser una sorpresa.

Monika cerró la mano hasta que las uñas se le clavaron en la palma. La aliviaba sentir dolor en un lugar que pudiese señalar físicamente.

Pernilla volvió a empuñar el tenedor y a pinchar el rebozuelo.

– Esta mañana me llamaron de la funeraria, lo incineraron ayer. Bueno, lo que consiguieron reunir de él, aunque eso no lo dijeron. Así que ahora ya no sólo está muerto, también destruido, reducido a un pequeño montón de cenizas en una urna que guardan en la funeraria, a la espera de que alguien vaya a recogerla.

Monika se preguntó a qué temperatura debería estar el horno para el pastel de arándanos que había comprado de postre. Había olvidado mirarlo antes de tirar el envoltorio. Doscientos grados debían de ser suficientes si lo cubría con papel de aluminio para que no se quemase.

– Elegí una blanca. En la funeraria tenían un catálogo completo de ataúdes y urnas de distintos colores y formas y de varios precios, pero yo me quedé con la más barata, porque sé que a él le habría parecido una locura malgastar un montón de dinero en una urna.

Y también tenía que batir la salsa de vainilla, claro, ya se le había olvidado. Se preguntó si Pernilla tendría una batidora eléctrica, porque no la había visto mientras cocinaba, pero quizás estuviese guardada en uno de los cajones que ella no había abierto.

– No habrá inhumación. Sé que no querría que lo enterraran en ningún sitio, que quiere que lo esparzan por el mar, a Mattias le encantaba el mar. Sé lo mucho que echaba de menos el submarinismo y que, en el fondo, quería volver a practicarlo. Si lo dejó fue por mí.

Y pensar que Sofia Magdalena se prometió con Gustav III a la edad de cinco años. Según los libros de historia, llevó una vida muy desgraciada, era tímida y retraída y recibió una educación muy estricta. Llegó a Suecia a la edad de diecinueve años y le costó adaptarse a la vida de la corte sueca.

– ¿Por qué no tuvo oportunidad de hacer submarinismo una vez más? ¡Sólo una vez más!

Cómo gritaba, iba a despertar a Daniella si no bajaba la voz.

– ¿Por qué no pudo hacerlo, eh? ¡Una sola vez, al menos!

Monika se sobresaltó, pues Pernilla se levantó de repente y se fue al dormitorio. Los efectos del vino se apreciaban también en sus piernas. Monika revisó la cocina en busca de la batidora que necesitaba, pero no la encontró. Entonces volvió Pernilla, con el jersey de Mattias en el regazo, muy pegado a su pecho, como abrazándolo. Se hundió en la silla con el rostro desfigurado en una mueca de dolor y empezó a gritar más que a hablar.

– ¡Quiero que esté aquí! ¡Conmigo! ¿Por qué no puedo tenerlo aquí conmigo?

Movimiento constante. Estando en constante movimiento podía mantenerse a salvo. Cuando se detenía era cuando dolía todo.

La doctora especialista Monika Lundvall se puso de pie. La viuda de Mattias Andersson lloraba frente a ella, temblando entre sollozos. Aquella pobre mujer se abrazaba a sí misma, meciéndose. La doctora Lundvall había visto la misma escena tantas veces… Seres queridos que morían y dejaban a sus familiares en la más triste desolación. Imposible darles consuelo. La gente que lloraba a sus seres queridos era un capítulo aparte. Uno podía pasarse años estudiando y, al verse al lado de esas personas, sentir que estaba en otro continente. Nada había que uno pudiera decir. Lo único que uno podía hacer era estar ahí y prestar oídos a su insoportable aflicción. Aguantar aunque gritasen su desconsuelo, aunque gritasen que todo era un sinsentido, que la vida era tan implacable que ni siquiera valía la pena intentarlo. Uno bien podía rendirse de entrada. ¿Qué sentido tenía, si todo pretendía el mismo final inexorable? Si no había manera de escapar. La gente que lloraba la pérdida de un ser querido era un recordatorio viviente. ¿Por qué? ¿Por qué, en verdad?

– Pernilla, ven que te lleve a la cama. Venga, vamos.

La doctora Lundvall bordeó la mesa y le puso la mano en el hombro.

La mujer siguió meciéndose adelante y atrás.

– Vamos.

La doctora Lundvall la tomó de los hombros y le ayudó a levantarse. Rodeándola con el brazo, la condujo al dormitorio. Ella se dejó guiar como una niña, hizo lo que le decían y, obediente, se tumbó en la cama. La doctora Lundvall la tapó con la porción de colcha del lado vacío de la cama y la arropó. Luego se sentó en el borde de la cama y le acarició la frente con movimientos lentos y suaves que le calmaron la respiración. Monika se quedó allí sentada. Las cifras rojas de la radio despertador iban cambiando y apareciendo en otras combinaciones. Pernilla dormía profundamente y la doctora Lundvall volvió a su permiso.