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En realidad, el dinero nunca le había interesado. Al menos, no desde que empezó a ganar tanto que no tenía por qué preocuparse. Ganaba un buen sueldo y trabajaba mucho, y no tenía gastos dignos de mención. Hacía cuatro años se permitió la casa en la que ahora vivía, carísima, en uno de los edificios históricos recién renovados en la ciudad, a lo que su madre reaccionó con manifiesta estupefacción. Monika no llegó a contarle lo que le había costado, pero ella consiguió enterarse del dato en el diario local, en un reportaje en que el periodista se espantaba de los precios tan escandalosos. Su madre se dedicó a inspeccionar el apartamento con toda la calma del mundo y encontró más defectos que un perito profesional.

– Veamos. En la cuenta de ahorro tienes 287.000 coronas, y además tienes un fondo de inversión múltiple que, a día de hoy, tiene un valor de 98.000 coronas.

Monika iba anotando las cifras. Nunca le había gustado invertir dinero, pero en una ocasión siguió las recomendaciones del asesor del banco e invirtió un poco de su dinero en varios fondos. Aunque, en realidad, esas cosas la incomodaban más que nada. En una cuenta bancaria siempre sabía lo que le rentaba su dinero y no corría el peligro de enfrentarse a sorpresas desagradables. La rentabilidad de un fondo era más incierta y a ella no le gustaban los riesgos.

– Vale, ¿y el fondo asiático?

El joven volvió a teclear unas cifras.

– Sesenta y ocho mil quinientas.

Monika desplazó el peso de su cuerpo al otro pie.

– Quiero venderlo todo y sacar lo que tengo en la cuenta de ahorro.

El chico la miró brevemente antes de volver al ordenador.

– ¿Quieres un cheque bancario o prefieres que transfiramos el dinero a alguna cuenta?

Reflexionó un instante. Una vez más, la sorprendió su falta de planificación. No era propio de ella ignorar los detalles. En lo sucesivo, se repitió, se lo pensaría mejor.

– Si lo ingresas todo en mi cuenta general, ¿puedo ordenar transferencias a otra cuenta llamando por teléfono? Quiero decir, si puede hacerse con sumas tan cuantiosas.

De pronto, el joven no parecía estar muy seguro. Dudó un poco al dar su respuesta.

– Sí, desde un punto de vista puramente técnico, puedes ordenar una transferencia. Pero depende de lo que pienses hacer con el dinero, quiero decir, si es legal en sentido fiscal. Si vas a comprar algo, es preferible un cheque bancario.

– No, no es para una compra.

El muchacho volvió a vacilar. Miró a su alrededor, como buscando la ayuda de algún colega.

– Pues, en ese caso, será una transferencia de una suma considerable…

Volvió a teclear.

– Cuatrocientas cincuenta y tres mil quinientas veintitrés coronas. He de advertirte de que una transferencia de tal calibre puede despertar el interés de la autoridad tributaria.

Monika notó que la leve irritación que sentía iba creciendo y que no tardaría en desatarse sobre el hombre del otro lado del mostrador. Y eso tampoco era propio de ella; eso de no preocuparse por lo que aquel joven insolente pensara. Que, en ese momento, se la pudiera considerar como una persona exigente. Pero se lo tomaría con calma. Aún no había terminado, tenía otros recados que hacer y todo resultaría más complicado si perdía su buena disposición.

– Bien, en ese caso, me llevaré un cheque.

El joven asintió, y estaba a punto de abrir un cajón cuando Monika continuó:

– Y además quisiera pedir un préstamo.

Rebuscó en el bolso hasta sacar el documento con la tasación de su apartamento. Cierto que la valoración tenía nueve meses, pero el edificio era célebre en la ciudad. Todos sabían lo solicitados que estaban esos apartamentos por quienes podían permitírselos.

El joven volvió a cerrar el cajón despacio, se quedó mirándola un poco más de tiempo esta vez y empezó a leer la tasación. Ella no apartaba la vista de él mientras sus ojos recorrían el texto del documento. Tenía una hipoteca, aunque habría podido pagar una buena parte al contado. Alguien le había dicho que, por razones fiscales, era mejor mantener la hipoteca que cancelarla con el dinero que tenía en el banco.

Cuando terminó de leer, el joven volvió a mirarla.

– ¿De cuánto habías pensado pedirlo?

– ¿Cuánto puedo pedir?

El joven se quedó perplejo. Se llevó la mano al cuello de la camisa y se tiró un poco del impecable nudo de la corbata. Una vez más, abrió el cajón y sacó un formulario.

– Puedes ir rellenando este formulario mientras yo voy calculando.

Monika leyó el papel que le había dejado en el mostrador. Ingresos, años trabajados, estado civil, número de hijos a su cargo.

Tomó un bolígrafo y empezó a rellenar los datos.

Su mirada se fijó en la mano que sostenía el bolígrafo pues, de repente, no la reconocía. Reconocía el anillo que se había comprado y vio que los dedos ejecutaban los movimientos que ella le ordenaba, pero sentía la mano como independiente, como si en realidad perteneciese al cuerpo de otra persona.

– Puedes ampliar la hipoteca hasta 300.000 coronas más.

El joven había revisado el formulario y había estado comprobando el resto de la información que necesitaba, antes de dejarle la propuesta en el mostrador. Monika vio que había estado hablando con uno de sus colegas. Y no le pasó inadvertido que, durante la conversación, la miraron en varias ocasiones, pero ella no se inmutó. Era curioso lo impasible que todo aquello la dejaba. Pero 300.000 era demasiado poco. Necesitaba más e, impaciente, dejó el formulario en el mostrador.

– Y aparte de eso, ¿cuánto más puedo solicitar?

Vio que el joven dudaba. Notó su angustia, perfectamente consciente de que ella era la causante de la misma, aunque esto no le importó lo más mínimo. Tenía un asunto que resolver que no era de la incumbencia de aquel joven. El malestar que la solicitud de Monika le producía era cosa suya.

¿Y para qué quería el dinero, si ni siquiera tenía derecho a su propia vida?

– Será más sencillo si sabemos para qué quieres el dinero. Quiero decir que si piensas comprar una casa, por ejemplo, o un coche, nos resultará mucho más fácil conceder el préstamo.

– Ya, pero no es ésa mi intención. Estoy muy satisfecha con mi BMW.

Una vez más, la mano. Tenía un aspecto muy diferente. Y las palabras que se oía decir a sí misma también sonaban ajenas.

– Veo que tienes unos ingresos altos… médico… y tu capacidad de amortización es indiscutible. Y sólo tienes un hijo a tu cargo.

El joven dudó un instante.

– Espera, lo voy a consultar con mi colega.

El joven se alejó del mostrador. Monika se puso a mirar el formulario que acababa de rellenar.

Al menos, había sido sincera y había incluido el dato de su deber para con Daniella.

Pero sólo un hijo a su cargo.

Aquel joven era un idiota.

Estaba hablando con la mujer a la que Monika había saludado al entrar. Bien. Seguramente, ella conocía el pasado impecable de Monika. No había en él un solo impago y, a lo largo de los años, ni siquiera se le había pasado la fecha de un simple recibo. Siempre había sido una ciudadana cumplidora, desde luego, eso no podía ser motivo de queja. De hecho, ya no se la podía acusar tampoco de su defecto interno, el que no se veía, puesto que había resuelto compensarlo de una vez por todas. Sacrificar todo lo que siempre quiso tener y subordinarlo. ¿Qué más podía esperarse que hiciera para que le fuese restituido el derecho a existir?

– Podemos concederte un crédito bancario de 200.000 coronas más, teniendo en cuenta tu capacidad de ahorro.

Monika cogió el bolígrafo e hizo un cálculo. 953.500 coronas. En realidad, era demasiado poco pero, al parecer, era lo que podía conseguir por el momento. Tendría que arreglárselas. Al menos, Pernilla podría pagar su préstamo. Y ella seguiría a su lado, ayudándole en lo que pudiese.

– De acuerdo. Lo incluiré en el mismo cheque bancario.