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– ¿A qué nombre?

Reflexionó un instante. Aquella suma podía despertar el interés de la autoridad tributaria.

– Extiéndelo al mío.

El malestar crecía a cada metro que se acercaba. A cada cruce, el acelerador se le antojaba más difícil de pisar. Tuvo que obligarse a continuar y cruzar la verja del recinto de la clínica hasta llegar al aparcamiento. Alguien había tenido la desfachatez de utilizar su plaza. Indignada, garabateó el número de matrícula en un recibo de aparcamiento. Desde luego, averiguaría quién era el propietario del coche y lo llamaría personalmente para ponerlo de vuelta y media, o ponerla de vuelta y media. De hecho, hasta le parecía agradable poder descargarse con alguien. Con alguien que hubiese cometido un error. Decirle a alguien lo imbécil que era y, con todo el derecho del mundo, quedar por encima.

Aparcó el coche en la plaza contigua y se encaminó a la entrada con paso decidido. La fachada roja del edificio se alzaba ante ella. Aquél había sido su refugio, lo que otorgaba sentido a su vida. Ahora, de pronto, no despertaba en ella el menor sentimiento, salvo que todo lo relacionado con aquella casa se interponía entre ella y aquello a lo que en verdad debía dedicarse. Ir a casa de Pernilla y cerciorarse de cómo estaba, y saber si se encontraba mal después de haber bebido tanto vino, comprobar si había algo que ella pudiese hacer. La sensación era tanto más desagradable cuanto más se acercaba a la entrada y ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando comprendió que le sería imposible. Aquella forma tan familiar. Su mano, que enseguida se sintió cómoda y que intentaba enviarle sus impulsos a la Monika que solía acudir allí, una Monika que ya no era accesible.

«Has jurado por tu honor y tu conciencia que, en el ejercicio de la medicina, procurarás servir a tus semejantes según los principios de humanidad y del respeto a la vida. Tu objetivo será cuidar y fomentar la salud y prevenir la enfermedad, así como curar a los enfermos y mitigar su sufrimiento.» Sólo dos personas tenían derecho a exigirle tal cosa. Sólo dos personas a las que quería ver y con las cuales tenía contraída una deuda. Sólo ellas.

De repente se sintió mareada. Retrocedió unos pasos, se dio media vuelta y echó a correr en dirección al coche. Se encerró en él y pasó la mirada por la fachada, para asegurarse de que nadie la hubiese visto desde alguna de las ventanas. Sin mirar bien, reculó para salir del aparcamiento y estuvo a punto de chocar contra un expendedor de tickets, continuó y cruzó la verja a toda velocidad pero, cuando ya no podían verla, se detuvo junto a la acera. Entonces, sacó el móvil y empezó a pulsar las teclas.

«Me tomo otra semana libre. Saludos, Monika L.» Mensaje enviado.

Un minuto después sonó el teléfono. Reconoció en la pantalla el número del jefe de la clínica, pero volvió a guardar el teléfono en el bolso. Poco después, oyó la señal que indicaba que le había dejado un mensaje.

Pernilla y Daniella estaban en el parque cuando Monika aparcó el coche delante de su casa. Las vio desde el coche y se quedó un rato observándolas. Le agradaba poder verlas secretamente desde allí. Dominar la situación por una vez, aun estando cerca de Pernilla. No tener que someterse al estado anímico de ella y no verse obligada a sopesar a conciencia cada palabra por miedo a ser rechazada. Estuvo allí sentada un buen rato viendo cómo el columpio de Daniella subía y bajaba, subía y bajaba… Pernilla lo impulsaba con la mirada perdida en otra dirección, fija en el vacío.

La cena de anoche. Todas las cosas insufribles que dijo Pernilla. Si pudieran verse en otro lugar, seguro que sería más fácil. En algún lugar en que la presencia de Mattias no fuese tan patente. Donde Pernilla y Monika pudieran estar tranquilas con su incipiente amistad. Y tomó la decisión. Sería mejor que se viesen en su casa, a la que Mattias no tenía acceso.

Puso el coche en marcha y volvió al centro.

Pasó por delante del anticuario Olsson. Los había visto por la mañana, pero no los había registrado realmente. Ahora, de pronto, se acordó de ellos: dos cuadros de motivo histórico con sencillos marcos dorados. Uno, un mapa de la época en que Suecia fue una potencia europea; el otro, una litografía de la coronación de Carlos XIV Juan. Le costaron doscientas coronas justas. Continuó a la tienda de artículos de segunda mano Emmaus, donde tenían varios objetos de cerámica que parecían artesanales pero con los que Pernilla no podría sentirse acomplejada.

Dejó sus compras en el vestíbulo y entró en el despacho a llamar por teléfono sin quitarse el chaquetón siquiera. Aguardó varios tonos de llamada, pero no contestaban. Quizás estuviesen aún en el parque. En ese caso, ya llevaban mucho rato allí fuera. Miró el reloj y calculó que había pasado más de una hora desde que las vio y la incomodó pensar que no hubiesen vuelto. Colgó el teléfono y fue a quitarse el chaquetón. El malestar que sentía se resistía a ceder. Siguió llamando cada cinco minutos durante toda la hora siguiente y cuando Pernilla respondió por fin, Monika estaba preocupadísima.

– ¡Vaya! Hola, soy Monika. ¿Dónde habéis estado?

Pernilla no respondió de inmediato y Monika cayó en la cuenta de que su pregunta había sido precipitada. Al menos, en el tono en el que la formuló. Y, por la respuesta de Pernilla, también a ella se lo pareció.

– Fuera. ¿Por qué?

Monika tragó saliva.

– No, por nada, no era mi intención ser entrometida.

¿Se atrevería a preguntarle, cuando había empezado con tal mal pie? No estaba segura de estar preparada para encajar un no por respuesta. Pero era preciso que la viera, ¡claro que sí!, tenía todos sus papeles, debía poder devolvérselos y, además, tenía una buena noticia que darle.

– Sólo pensaba preguntarte si queréis venir a cenar a mi casa esta noche.

Pernilla no respondía y Monika sintió que la adrenalina forzaba la marcha de su actividad cardiaca. Al mismo tiempo, era consciente de lo injusto que era, puesto que ella sólo pretendía hacerles bien. Consideraba que Pernilla debía ser complaciente.

– Se me había ocurrido que podríamos cenar temprano, para que Daniella pueda cenar con nosotras. Sobre las cuatro o las cinco, si te va bien.

Pernilla seguía sin contestar y Monika se sentía cada vez más ansiosa. Había pensado no adelantarle nada, pero la vacilación de Pernilla la impulsó a ello. Al menos, se vio obligada a insinuarle algo.

– Es que tengo una buena noticia que darte.

Aquella permanente pérdida de control la volvería loca. Verse siempre disminuida, estar en desventaja. Verse obligada a insistir.

– ¿Ah, sí, el qué?

No. No pensaba decirle más. Tenía derecho a estar cerca de ellas cuando se lo contase, por lo menos. Estar con ella y compartir su alegría, por una vez. Se lo merecía.

– ¿Has llamado al fondo que decías?

– Te lo contaré cuando lleguéis. Puedo ir a buscaros si quieres.

Y Pernilla terminó por ceder. Accedió a ir a su casa. Pero no parecía especialmente contenta. Monika aún sentía un residuo de la irritación que despertó en ella la visita al banco. Incluso Pernilla la irritaba, ¿por qué nadie hacía lo que ella quería y nada salía como ella había planeado? ¿Por qué nada de lo que hacía era nunca lo bastante bueno?

Fue a recogerlas a las cuatro y no se dijeron gran cosa en el trayecto a su casa. Era evidente que Pernilla no quería hablar de la cena de la noche anterior y Monika tampoco tenía especial interés. Pernilla iba en el asiento trasero, con Daniella en las rodillas. Puesto que no tenían coche, tampoco tenían silla especial para niños y Monika cayó de pronto en la cuenta de que debería comprar una. Para el futuro. Teniendo en cuenta todo lo que iban a hacer juntas.

En aquel momento, se sentía bastante segura y casi había logrado infundirse esperanza cuando Pernilla le preguntó:

– ¿Podrías pararte un momento allí? Sólo voy a hacer un recado, no tardo.