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Monika giró, se metió en el hueco que quedaba entre dos coches y apagó el motor. Pernilla salió con Daniella en brazos y Monika abrió la puerta y cogió a la pequeña. Pernilla entró en una calleja y Monika y Daniella se quedaron en el coche, cantando «La arañita pequeñita» una y otra vez. Monika miraba el reloj, cada vez más impaciente, y ya empezaba a preguntarse por el aspecto de su gratén de verduras, que había dejado en el horno. Cuando la arañita subía por el hilo por séptima vez, Pernilla abrió la puerta del lado del acompañante sin que Monika la hubiese visto acercarse. La joven dejó a los pies del asiento una caja de cartón de color blanco y extendió los brazos para coger a Daniella. Y continuaron el viaje. Monika miraba la caja de soslayo. Grande como una caja de cervezas, la veía en el suelo del coche, atrayendo su vista sin remedio. Blanca y anónima, sin una sola leyenda que le sirviera de pista. Ya había manifestado una curiosidad excesiva en una ocasión y sabía que era arriesgado, pero al final no pudo resistirse.

– ¿Qué hay en la caja?

Monika veía a Pernilla por el espejo retrovisor. Iba mirando por la ventanilla y no se inmutó al contestar:

– Es Mattias.

Una descarga atravesó el coche. A Monika le dio de lleno en primer lugar, pero sus manos la transmitieron a la carrocería del coche, que empezó a dar bandazos por la carretera. Pernilla extendió instintivamente un brazo y se agarró del asa que había sobre la puerta del coche, mientras sujetaba con el otro a Daniella.

– Perdón, se me ha cruzado un gato corriendo.

Monika intentó acompasar su respiración. La caja blanca materializaba allí en el suelo una risa socarrona y, aunque intentaba fijar la mirada en la carretera, la caja conseguía desviar su atención. Y cada vez que la miraba se le antojaba más grande. Como si creciese a escondidas.

«Esto es lo que ha quedado de mí. Espero que lo paséis bien en la cena.» Apenas faltaban algo más de cien metros. Tenía que salir del coche.

«Todo fue culpa tuya. No importa lo que hagas ahora.» No podía respirar allí dentro. Tenía que salir del coche.

Monika estaba inmóvil junto a la puerta del conductor. Acababa de comprobar que la densidad del aire era la misma allí fuera. Que era difícil de respirar dondequiera que estuviese, a cada suspiro.

– ¿Vives aquí? ¡Qué bonito!

Pernilla había salido del coche con Daniella en brazos. La niña se había dormido por el camino y su cabecita descansaba sobre el hombro de su madre.

– Coge tú la urna. No quiero dejarla en el coche.

Sonó como una orden, más que como una pregunta y, en cualquier caso, Monika no tenía posibilidades de elección. Miró la caja blanca por la luna del coche.

«¡Venga, vamos! Yo no puedo caminar, como ya sabes.» -¿Qué portal es? Daniella pesa demasiado para mi espalda.

Monika bordeó el coche despacio y abrió la puerta del acompañante.

– El número cuatro, allí.

Pernilla localizó el número y se encaminó hacia el portal.

A Monika le temblaban las manos mientras extendía los brazos hacia la caja. Con mucho cuidado, la cogió y cerró el coche con el mando a distancia. Empezó a caminar detrás de Pernilla, sujetando la caja con los brazos extendidos, tan lejos como podía sin que resultase llamativo. Sin embargo, cuando llegó el momento de abrir la puerta y, además, sujetarla para que pasara Peinilla, se vio obligada a sostener la caja con un solo brazo, muy pegada al cuerpo, casi como si la abrazara. La débil resistencia que aún quedaba en su cuerpo fue absorbida por la caja como si de un agujero negro se tratase. Sintió una gran presión en el pecho. Ya apenas podía respirar. No debería haberlas invitado. Haría cualquier cosa por evitarlo. Cualquier cosa.

– ¡Qué apartamento más bonito!

Monika se quedó en la entrada sin saber dónde dejarlo. El suelo del vestíbulo no le parecía un lugar apropiado, pero tenía que dejarlo en algún sitio si quería volver a respirar. Se apresuró a la sala de estar y miró a su alrededor, se dirigió en primer lugar hacia la estantería, pero cambió de idea y se encaminó a la mesa. Sus manos lo depositaron junto a la pila de libros de historia y el nuevo frutero de cerámica.

Vio que Pernilla la había seguido hasta la sala de estar y que dejó a Daniella en el sofá. La vio hacer una mueca de dolor cuando se irguió e intentó enderezar la espalda.

– ¡Qué casa tan bonita!

Monika intentó un esbozo de sonrisa y volvió al vestíbulo. Se quitó el abrigo, agotada, se dirigió a la cocina y apoyó ambas manos en el poyete. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por controlar el mareo, todo le daba vueltas, se sentía peligrosamente cerca del límite que con tanto éxito había logrado evitar. El que le impedía venirse abajo por completo. Con gran esfuerzo, consiguió reunir la energía necesaria para sacar el gratén y apagar el horno.

Desde la cocina vio que, en el despacho, Pernilla escrutaba el mapa antiguo que había comprado aquella tarde y que ahora sustituía al cuadro que acostumbraba a colgar de ese mismo clavo. Sacó del frigorífico la botella de agua y la ensalada que había preparado y se desplomó en una de las sillas.

No tenía fuerzas para decir nada. Ni siquiera para avisar de que la comida estaba lista. Pero Pernilla apareció sin que la llamara, después de recorrer la casa, y fue a sentarse a la mesa, enfrente de Monika. Notó que Pernilla la miraba con interés, sintió miedo de no dar la talla a sus ojos.

– ¿Te encuentras bien?

Monika asintió e intentó sonreír de nuevo, pero Pernilla no se rindió.

– Estás un poco pálida.

– He dormido mal esta noche. La verdad es que no me encuentro bien.

La caja blanca seguía en la sala de estar, como un imán. Monika era consciente de su presencia cada segundo.

«¡Yo también quiero cenar! ¿Me oís ahí fuera? ¡Quiero estar con vosotras!» -¿Qué querías contarme?

Pernilla había empezado a servirse el gratén. Monika se esforzaba por recordar la respuesta a su pregunta. Le daba vueltas la cabeza. Se agarró del cojín sobre el que estaba sentada, en un intento de detenerlo.

– ¿Llamaste ayer a ese fondo que decías?

Pernilla llenó de agua el vaso de Monika.

– Bebe un poco. Estás muy pálida, de verdad. No irás a desmayarte, ¿no?

Monika meneó la cabeza.

– No, no te preocupes, sólo es agotamiento.

Estaba tan cerca del límite… Tan peligrosamente cerca… Tenía que conseguir que Pernilla saliese de allí. No podía mostrarse ante ella en tal estado de debilidad, ¿cómo iba a ayudarle, si Pernilla tenía que hacerse cargo de ella? La joven terminaría por despedirla, por dejar de necesitarla.

Tragó saliva.

– Estaban dispuestos a ayudarte. Yo intenté presionarlos y les pedí una suma, puesto que era urgente. Acudí a sus oficinas con tus documentos, para que lo comprobaran ellos mismos, les hablé de tu accidente y de todo el lío del seguro que no lo cubría y demás.

Bebió un poco de agua. Tenía la idea de que aquél sería un momento solemne, un gran paso en el cultivo de su amistad. Ahora, en cambio, quería acabar con ello cuanto antes, tomarse un par de somníferos y quedarse tranquila.

– ¿Y podían darme el dinero?

Monika asintió y tomó otro trago de agua. Un trago pequeño, pues existía el riesgo de que lo vomitara.

– Te darán 953.000.

Pernilla dejó caer el tenedor.

– ¿Coronas?

Monika hizo lo que pudo por sonreír, pero no estaba segura del resultado.

– ¿Es verdad eso?

Ella volvió a asentir.

La reacción que tanto había deseado estalló inundando el rostro de Pernilla. Por primera vez, observó en ella un verdadero sentimiento de alegría y de gratitud. Las palabras brotaban de su garganta al mismo ritmo que las consecuencias de la noticia se le hacían evidentes.

Monika no sentía nada.