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– Pero ¡es fabuloso! ¿Estás segura de que hablaban en serio? Así podremos seguir en el apartamento, podré cancelar el préstamo. ¿De verdad estás segura de que hablaban en serio? Dios, no sé cómo voy a poder darte las gracias.

«¿Lo sabes tú, Monika? ¿Sabes cómo podría agradecértelo? Teniendo en cuenta todo lo que has hecho por ella.» Monika se levantó.

– Perdona, tengo que ir al baño.

De camino al cuarto de baño fue apoyándose en los asientos de los bancos y en los marcos de las puertas y, ya dentro y con la puerta cerrada, se quedó de pie. Se apoyó en el lavabo y observó su cara en el espejo, hasta que la imagen empezó a deformarse y convertirse en la de un monstruo. Estaba tan cerca, tan peligrosamente cerca… La oscuridad vibraba justo bajo la superficie. Presionando la fina membrana, hallando pequeños orificios. Tenía que confesar.

Tenía que ir adonde estaba Pernilla y confesar su culpa. Que todo era culpa suya. Si no lo hacía ahora, no sería capaz de hacerlo nunca. Y así, tendría que continuar por siempre con sus mentiras. Y siempre tendría que soportar el horror de verse descubierta.

En ese momento sonó el teléfono. Monika se quedó donde estaba y lo dejó sonar hasta que oyó un leve repiqueteo en la puerta del baño.

– Monika, te llaman por teléfono. Era una mujer, no me ha dicho su nombre.

Monika respiró hondo y abrió la puerta para coger el auricular que le daba Pernilla. No estaba segura de que le saliese la voz del cuerpo.

– Hola, soy Monika.

– Hola, soy Åse. No voy a entretenerte, veo que tienes visita, pero quería hacerte una pregunta.

En una milésima de segundo, la membrana volvió a estar intacta y lo que empezaba a filtrarse por ella quedó a buen recaudo, al otro lado. Su primer impulso fue cerrar la puerta de nuevo, pero la necesidad de ver el rostro de Pernilla fue más fuerte. Deseaba ver si había reaccionado, si había reconocido la voz de la mujer que llamaba y que, llena de remordimientos, fue a visitarla a su apartamento. Pero Pernilla se había vuelto a sentar en la cocina y Monika sólo podía verle la espalda.

– No pasa nada, es una amiga mía que ha venido a cenar.

En cualquier caso, Pernilla siguió comiendo y Monika intentaba por todos los medios convencerse de que aquello era buena señal.

– Verás, es que mi hija Ellinor trabaja en los servicios sociales y necesita tu ayuda. Como médico. Sé que no me lo habría pedido si no fuera importante. Y quería saber si te parece bien que le dé tu número para que te llame. Necesita ponerse en contacto con un médico que se preste a desplazarse al domicilio de uno de sus usuarios para examinarlo.

Monika no veía el momento de concluir la conversación para cerciorarse de si Pernilla se había figurado quién llamaba o no, sólo quería volver a la mesa y ver la cara de Pernilla. Y para acabar con su incertidumbre, estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa.

– Claro, por supuesto, sin problemas. Dile que me llame luego, a última hora de la tarde, y concertamos una cita.

Y así concluyeron la conversación. Monika se quedó un rato de pie. La espalda muda de Pernilla ante la mesa de la cocina, cada detalle súbitamente reproducido con tal nitidez que le dañaba los ojos. La angustiaba la idea de dar los pocos pasos que le ofrecerían la posibilidad de interpretar el semblante de Pernilla, que le permitirían ver si había sido descubierta o no, si había llegado el momento en que se vería obligada a confesar. Las piernas no le obedecían. Mientras permaneciera donde estaba, podía sentir el descanso de ese instante.

Entonces, Pernilla se dio la vuelta y a Monika le pareció que pasaba una eternidad hasta que pudo ver su cara.

– ¡Dios santo! Lo del dinero es una barbaridad. Gracias, Monika, gracias, de verdad.

El vértigo y el mareo desaparecieron. Igual que la indecisión. El pánico profundo que había sentido ante el riesgo de verse descubierta la había convencido. Ya era demasiado tarde para retroceder.

No había vuelta atrás.

Su única posibilidad de salvación consistía en subordinarse y asumir la responsabilidad de Mattias.

24

Maj-Britt le exigió a Ellinor que le rindiese cuentas de todas y cada una de las palabras que intercambiase con el médico en su conversación telefónica, y Ellinor hizo lo que pudo por satisfacerla. Maj-Britt quería conocer cada sílaba, cada insinuación, cada entonación con los que se hubiese ventilado su caso. Ya apenas si sentía el dolor, toda su atención giraba en torno a la inminente visita médica. Y estaba atemorizada, el temor había alcanzado cotas antes insospechadas. La puerta no tardaría en abrirse y una persona desconocida entraría en su fortaleza y ella misma había contribuido a invitar a aquella persona. Con ello se había colocado a sí misma en una situación de desventaja casi insufrible.

– Le dije las cosas como son, que te dolía la parte inferior de la espalda.

– ¿Y cómo le explicaste que tenía que venir ella?

– Le dije que preferías no salir de tu apartamento.

– ¿Y qué más le dijiste?

– No mucho más.

Pero Maj-Britt sospechaba lo que Ellinor seguramente le habría dicho, aunque no se lo contase. Seguramente, le habría descrito su odioso cuerpo, su renuencia a colaborar y su comportamiento desagradable. Habrían hablado mal de ella y ahora, ella tendría que dejar que una de las dos se presentase allí y la tocase.

¡La tocase!

Lamentaba profundamente haberse dejado convencer.

Ellinor aseguró que tenía el día libre y que por esa razón podía quedarse en el apartamento tanto tiempo, y Maj-Britt se sintió una vez más invadida por el malestar que le producía una actitud tan solícita por parte de Ellinor. Tenía que haber una razón. ¿Por qué iba a hacer todo aquello, si no tenía una segunda intención?

Eran las once menos cuarto y sólo faltaban quince minutos. Quince minutos insoportables hasta que comenzase la tortura.

Maj-Britt iba y venía por el apartamento, haciendo caso omiso del dolor de rodillas. Quedarse sentada era una tortura mayor.

– ¿De qué conoces a esa doctora?

Ellinor estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá.

– Yo no la conozco, es mi madre. Coincidieron en un curso hace unas semanas.

Ellinor se levantó, se acercó a la ventana y miró la fachada del bloque que había al otro lado del jardín.

– ¿Recuerdas que te hablé de un accidente de tráfico?

Maj-Britt estaba a punto de contestar cuando sonó el timbre. Dos timbrazos breves que marcaban el fin de la tregua.

Ellinor la miró, cubrió la escasa distancia que las separaba y se colocó muy cerca de ella.

– Todo irá bien, Maj-Britt. Yo me quedaré contigo.

Y extendió la mano, en un intento de posarla sobre el brazo de Maj-Britt. Ésta logró zafarse dando un raudo paso atrás. Sus miradas se cruzaron un instante y Ellinor se alejó hacia el vestíbulo.

Maj-Britt oyó que abría la puerta. Oyó sus voces sucediéndose la una a la otra, pero su cerebro se negaba a entender las palabras, se negaba a aceptar que ya no había posibilidad alguna de librarse. El nudo de la garganta se le clavaba en la carne, no quería. ¡No quería! No quería verse obligada a quitarse la ropa y exponerse a ojos ajenos.

No una vez más.

De repente allí estaban, en el umbral de la sala de estar, Ellinor y la doctora que, en un alarde de compasión, se había tomado la molestia de venir. Maj-Britt la reconoció enseguida.

Era la mujer a la que había visto en el parque, con la niña huérfana. La que se dedicó a empujar el balancín con una paciencia infinita y sin dar muestras de cansancio. Y ahora se encontraba allí, en la sala de estar de Maj-Britt, sonriendo y ofreciéndole la mano para estrechársela.

– Hola, Maj-Britt. Yo soy Monika Lundvall.

Maj-Britt miró la mano que se le tendía exigente. Presa de desesperación, intentó tragarse el nudo cortante de la garganta, pero no pudo. Sintió que los ojos se le anegaban en llanto y que no quería estar allí. No quería estar allí.