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– ¿Maj-Britt?

Alguien dijo su nombre. No había posibilidad de escapar. Estaba rodeada en su propio apartamento.

– Maj-Britt. Si quieres, podéis entrar en el dormitorio. Yo esperaré aquí fuera.

Eso lo dijo Ellinor. Maj-Britt vio que se dirigía a la puerta del dormitorio para llamar a Saba.

Se obligó a caminar hacia su cuarto. Notó que la doctora iba pisándole los talones y la oyó cerrar la puerta. Ahora estaban las dos solas en la habitación. Ella y la persona que iba a forzarla. Ya no recordaba por qué se exponía a aquello voluntariamente. ¿Qué era lo que quería conseguir?

– ¿Quieres empezar por señalarme dónde te duele?

Maj-Britt le dio la espalda y obedeció. Las lágrimas discurrían abundantes por sus mejillas, pero no se atrevía a enjugárselas por miedo a ser descubierta. Un segundo después, ya tenía las manos encima. Su cuerpo se tensó entero, cerró con fuerza los ojos en un intento de refugiarse en la oscuridad, pero allí dentro tomó aún más conciencia de su roce, de cómo tanteaban y presionaban el lugar que ella había señalado. ¡Que ella permitiese que aquello sucediera! Ya sólo esperaba lo más horrendo: que le pidieran que se quitase la ropa.

– ¿Es aquí?

Maj-Britt asintió.

– ¿Tienes algún otro síntoma?

No era capaz de responder.

– Me refiero a fiebre, pérdida de peso. ¿No has visto sangre en la orina?

Y entonces se dio cuenta de en qué se había metido de verdad. Como una ingenua, creyó que si se dejaba examinar todo volvería a ser como antes. Conseguiría que Ellinor dejase de dar la lata a todas horas y tal vez le recetasen algún medicamento, pero no llegó a pensar más lejos. Estaba tan aterrada por el reconocimiento en sí que ni siquiera consideró cuáles podían ser sus consecuencias.

En aquel momento comprendió que la doctora sospechaba cuál era el origen de sus dolores y, de repente, no estaba segura de querer conocerlo. Pues, ¿a qué conduciría eso, si no a más reconocimientos?

Se había dejado engañar.

Las manos se apartaron.

– Necesito palparte la zona directamente. Basta con que te subas el vestido.

Maj-Britt era incapaz de moverse. Notó que las manos volvían a tantear sus caderas. Cuando le alzó el vestido, sintió tal repugnancia que le entraron ganas de vomitar. Los dedos rebuscaban recorriendo su piel y tanteando entre los pliegues, presionando y pellizcando hasta que, por fin, no pudo resistirlo más. El cuerpo se le encogió entre arcadas. Sintió con alivio que las manos se apartaban y que el vestido caía y ocultaba sus piernas.

– ¡Ellinor! ¡Ellinor! ¿Hay un cubo por ahí?

Oyó que abría la puerta y las voces de las dos fuera del dormitorio y enseguida apareció Ellinor con el cubo verde de fregar el suelo. En el fondo había una bayeta, pero Ellinor la dejó dentro y sujetó el cubo ante Maj-Britt, que no vomitó. No había sido capaz de comer desde el día anterior y tenía el estómago vacío. Poco a poco, el miedo fue retirándose a sus oquedades y dejó el campo libre para la rabia a la que tenía derecho. Apartó el cubo, miró a Ellinor con encono y, por primera vez, creyó advertir cierta inseguridad en su mirada. Era Ellinor quien le había tendido aquella trampa, y lo sabía tan bien como la propia Maj-Britt. Lo veía en sus ojos. Ellinor comprendía por fin a qué la había expuesto en realidad.

– ¡Fuera!

– ¿Te sientes mejor ahora?

– ¡Fuera de aquí te digo!

Y volvió a quedarse sola con la doctora. Pero ya no tenía miedo. A partir de aquel momento, decidiría por sí misma qué podían hacer con ella y qué no.

– Bueno, ¿cuál es el diagnóstico?

Sintió que su voz recobraba la firmeza y ahora miraba a la doctora directamente a los ojos.

– Aún es pronto para decirlo. Quisiera hacerte unos análisis.

Y Maj-Britt la dejó hacer. Se sentó obediente en la silla mientras le pinchaba en el brazo y observó cómo su sangre iba entrando en los distintos recipientes. No podrían hacer con ella nada que ella misma no permitiese. Nada. Seguía siendo dueña de su cuerpo, aunque llevase dentro una enfermedad. La doctora se esforzaba por tomarle la tensión y Maj-Britt volvió a sentirse relativamente tranquila. Ahora que había recuperado el control.

– Te he visto alguna vez ahí fuera, en el parque, con la niña que vive enfrente.

Lo dijo como una frase de cortesía, un intento de establecer una conversación cotidiana. Claro que ella sabía que no era ése su lado fuerte, pero jamás habría podido ni sospechar siquiera el efecto de sus palabras. La transformación se dejó sentir en toda la habitación. Se produjo un imperceptible desplazamiento del centro de poder. Maj-Britt se percató de que, de repente, la mujer se detuvo en seco, para luego reanudar sus movimientos a un ritmo mucho más acelerado, pero no entendió lo que pasaba, sólo que la doctora que le tomaba la tensión había reaccionado de forma extraña a sus palabras. Tanto ir y venir de personas desconocidas que habían pasado por su apartamento durante los últimos veinticinco años había desarrollado en ella una capacidad extraordinaria para olfatear las debilidades de la gente. Por puro instinto de conservación, la única posibilidad de conservar algo de su dignidad ante el desprecio de esas personas, era cerciorarse rápidamente de sus puntos débiles y utilizar ese conocimiento cuando fuese necesario. Si no por otra razón, para librarse de ellas. Ellinor constituyó su primer fracaso.

La doctora enrolló el tensiómetro y lo guardó en su maletín.

– No, debes de confundirme con otra persona.

Y Maj-Britt comprobó con asombro que había olfateado bien. La doctora le mentía. Le mentía en toda su cara. Y además, notó claramente una cosa más: la satisfacción de haber recuperado el equilibrio. Esa invisible redistribución del poder implicaba que, en lo sucesivo, Maj-Britt exigiría respeto. Ya no estaba abandonada a las manos de aquella mujer, ni a su académico saber sobre su supuesta enfermedad. Delgada, triunfadora y soberbia, accedía misericorde a visitar a Maj-Britt, pese a su insignificancia. Se tomó la molestia de ir a verla, puesto que ni siquiera estaba en condiciones de salir de su apartamento. Un ser inferior.

Sin tener verdadera idea de cómo, había advertido una posible baza. Nunca estaba de más tener alguna, por si la individua resultaba ser demasiado entrometida y tuviera que deshacerse de ella. Y es que a la gente no le costaba nada serlo.

Ser entrometida.

25

No tendría que haber ido allí jamás. Debería haber intuido el peligro y retirarse en cuanto le dieron la dirección, pero para entonces ya lo había prometido. Y no quería enemistarse con Åse. En realidad, ignoraba la razón, simplemente sentía una necesidad imperiosa e indefinible de mantener con ella una buena relación. Como con todos aquellos que pudieran conocer la verdad. Nadie podría acusarla de ser esa clase de persona que no estaba cuando la necesitaban, que no asumía su responsabilidad. Eso, al menos, lo adscribía a la columna del haber y nadie podría arrebatárselo.

Aún sentía el miedo irracional que experimentó durante la conversación con Åse. Seguía allí, bajo la superficie, con claridad apabullante, como si se hubiese conservado aquel instante sólo para reavivarse al menor recordatorio. La amenaza de tener que verse frente a frente con Pernilla, de tener que confesar. En un momento de lucidez, comprobó con desesperación que la culpa había crecido más aún, que sus sacrificios quedaban aniquilados a la sombra de sus mentiras, contaminados por todas sus acciones pasadas e imperdonables. Si Pernilla llegaba a conocer un día la verdad, su desprecio inutilizaría todas las salidas, excepto una, la de desaparecer de la faz de la Tierra.

Y Monika tenía que quedarse, se lo debía a Mattias.

Y tenía que justificar su existencia, se lo debía a Lasse.