– ¡Guau!
El la miró como si acabase de surgir del asfalto del andén y empezó a hurgarse en los bolsillos. Sacó un recibo arrugado y miró a su alrededor, paró a la primera persona que pasaba por allí.
– Perdona, ¿tienes un bolígrafo?
La mujer elegida se detuvo y colocó el maletín en el suelo, abrió el bolso y sacó un bolígrafo que parecía de buena marca. Él garabateó a toda prisa unas letras en el recibo y se lo dio a Monika.
– Aquí tienes mi nombre y mi teléfono. Preferiría que me dieras el tuyo, pero no me atrevo a pedírtelo.
La mujer del maletín se marchó por el andén con una sonrisa después de recuperar su bolígrafo.
Monika leyó el papel.
Thomas. Y un número de móvil.
– Si no me llamas, no volveré a ver una película de Hugh Grant en mi vida.
Monika no pudo por menos de sonreír.
– No lo olvides, su carrera como actor depende de ti.
Estuvo dudando varios días. Siguió su tónica de siempre y no quiso mostrarse interesada pero, a decir verdad, siempre lo tenía presente en sus pensamientos. Finalmente, logró convencerse a sí misma de que llamarlo no le haría ningún daño. Bastaba con que se vieran alguna que otra vez. El hecho de que su cuerpo anduviese hambriento de contacto físico desde hacía tiempo le ayudó a marcar las nueve cifras.
Al tercer día, le mandó un SMS.
– Los remordimientos por Hugh empiezan a ser insufribles. No soporto más tanta responsabilidad.
Él la llamó un minuto después de que lo enviase.
Aquella misma noche disfrutaron su primera cena juntos.
– «Columba livia.» ¿Sabes lo que es eso?
Él sonrió y le llenó la copa.
– No -admitió Monika.
– Así se llaman en latín las palomas mensajeras.
– Los animales no son mi lado fuerte, pero si hay alguna parte del cuerpo de la que no estés seguro, ahí sí que podré ayudarte. -No había acabado de decirlo cuando se dio cuenta de cómo sonaba-. Quiero decir, si no estás seguro de cómo se llaman en latín, vamos.
Sintió que se ruborizaba, lo que no era precisamente habitual en ella. Vio que él se dio cuenta y que le parecía divertido.
– Mi abuelo tenía un palomar cuando yo era niño, de ésos con palomas mensajeras. Yo solía pasar los veranos con ellos y me dejaba que le ayudase en el palomar; a darles de comer a las palomas, a soltarlas para que se entrenasen, a marcarlas con anillos, en fin, un poco de todo. Aquel palomar contenía toda una ciencia.
Se sumió en recuerdos al parecer deliciosos y ella aprovechó para estudiarlo. Era verdaderamente guapo.
– O sea, cuando digo que mi abuelo tenía un palomar quiero decir que vivía para aquellas palomas. A mi abuela puede que no le pareciese tan divertido, pero lo dejaba hacer. ¿Sabes cómo encuentran el camino a casa las palomas mensajeras?
Ella negó con la cabeza.
– Se guían por los campos magnéticos.
– Vaya, pues yo creía que se ayudaban de las estrellas, lo leí en algún sitio.
– Ya pero, entonces, ¿cómo se orientan de día?
– Anda, pues sí… la verdad es que la cuestión tampoco me ha quitado el sueño.
El camarero retiró los platos, ellos le aseguraron que todo estaba muy rico y que no querían postre pero sí un café. Monika había olvidado ya la clase sobre palomas cuando, de repente, él la retomó.
– ¿Y sabes por qué siempre vuelven a casa y no se van a otro sitio?
Ella meneó la cabeza.
– Nostalgia.
Thomas se inclinó.
– La pareja de palomas no se separa jamás, en toda la vida. Son fieles, así que adondequiera que lleves a cualquiera de los dos, siempre volverá a casa. Una de las palomas del abuelo chocó contra unos cables eléctricos en una ocasión, cuando volvió le faltaba una pata, pero llegó a casa igualmente, de vuelta con el compañero de su vida.
Ella se quedó cavilando sobre lo que le había contado.
– Casi dan ganas de ser paloma; bueno, salvo por lo de las patas.
Thomas sonrió.
– Lo sé. Así pensaba yo de niño, que cuando me hiciese mayor en un futuro muy lejano y conociese a mi mujer, sentiría justamente eso, como un campo magnético. Así me daría cuenta de que había acertado.
Monika fingió retirar unas migas del mantel, porque tenía que preguntarlo pero, al mismo tiempo, no quería por nada del inundo demostrar demasiado interés. ¿Y fue así? ¿El qué?
Dudó un instante, pues se dio cuenta de que en realidad no quería conocer la respuesta. Alisó un poco la servilleta.
– Cuando conociste a tu mujer.
Thomas bebió un trago de vino.
– No lo sé.
Monika sintió la decepción en el estómago y cómo se convertía en un nudo al comprender que estaba casado. Un cobarde que no llevaba la alianza. Ella nunca iniciaba relaciones con hombres casados.
– El campo magnético sí que lo he sentido, claro que sí. Pero lo de mi mujer es un poco pronto para predecirlo.
Otro camarero vino a interrumpirlos para preguntar si todo estaba a su gusto. Ambos asintieron sin dejar de mirarse y el hombre se marchó a toda prisa.
– Así que ahora comprenderás mejor mi conducta en el andén. Puesto que era la primera vez que sentía el campo magnético, tenía que hacer algo.
Se había encontrado con un hombre singular. De camino al restaurante, Monika estaba abierta a la posibilidad de pasar la noche con él. A medida que avanzaba la velada, fue abrigando más dudas. No porque ya no lo deseara, sino porque sentía que lo deseaba demasiado. Sin embargo, cuando por fin salió a relucir el tema, fue él quien decidió.
– No pienso pedirte que vengas a mi casa esta noche.
Ella guardó silencio. Se habían detenido al abrigo del toldo del restaurante para resguardarse de la lluvia.
– No quiero perder esto tontamente. Es demasiado bueno.
Jamás había conocido a nadie como Thomas. Se despidieron y prometieron llamarse al día siguiente, pero su primer SMS le llegó a los ocho minutos.
Aquella noche sus móviles echaron humo, la genialidad en la expresión alcanzó cotas insospechadas y Monika se sorprendió a sí misma sonriendo en la oscuridad mientras leía los mensajes tan ocurrentes que le enviaba. Incitada por el reto, tuvo que esforzarse por componer respuestas igual de ingeniosas. Y a eso de las cinco de la mañana, tuvo que darse por vencida.
LA VIDA Y LA NOCHE SE ACERCAN RAUDAS. NUNCA ESTÁN LOS SUEÑOS TAN CERCA COMO AHORA.
La dejó muda.
Y ascendió unos peldaños más.
Y desde luego que esperaron. El tiempo que siguió a aquella noche se dedicaron a estudiarse. Lento pero seguro, por dentro y por fuera. Dos personas solas que, con suma cautela, se aproximaban a su más íntimo deseo de aquello que siempre habían añorado, de aquello que siempre soñaron que tendrían en sus vidas. Cada conversación era una aventura; cada descubrimiento, una nueva posibilidad de profundizar. Ella sabía que nunca antes estuvo en el lugar al que ahora la habían llevado sus sentimientos. Todo estaba envuelto en un manto de buena voluntad. Fue conociéndolo palmo a palmo y nada de lo que le contaba o le confesaba atenuaba su interés. Al contrario.
Paso a paso, fueron acercándose a aquel momento y ambos tuvieron el valor suficiente de admitir que estaban nerviosos como adolescentes, con lo maduros que eran.
Pero, como siempre con Thomas, todo fue de lo más natural. Una tarde de domingo, sencillamente, no hubo forma de resistirlo por más tiempo.
Y Monika se dio cuenta de que, en realidad, aún era virgen. Sexo había tenido muchas veces. El amor, en cambio, no lo había hecho jamás hasta entonces.
Fue una experiencia perturbadora, sobrecogedora, muy alejada de su habitual dominio intelectual. Descomponerse y fundirse de un modo total, no sólo con otro cuerpo sino en una presencia absoluta. Por un breve espacio de tiempo, recibir la bendición de la clarividencia, intuir la sencillez del inmenso misterio encerrado en el sentido de todas las cosas. Verse abrumado por el deseo de abandonar toda defensa, de mostrar la propia vulnerabilidad y, en la más absoluta confianza, ponerse a disposición del otro, dejar que sucediera lo que quería suceder. Jamás había estado tan cerca de su ser más íntimo, donde no existían ni el desasosiego ni la soledad.