Ni siquiera lloraste su muerte.
– ¿Te importa cambiar a Daniella? Sólo falta la salsa, ya está todo listo.
Quería irse a casa. A sus somníferos. Una tormenta de rayos le cruzaba la mente y le costaba contextualizar las palabras que oía.
– ¿Te importa?
Asintió brevemente y cogió a Daniella en brazos. La llevó hasta el cambiador que había sobre la bañera y le quitó el pañal. Pernilla la llamó desde la cocina.
– Ponle el pijama rojo, está colgado en una de las perchas.
Giró la cabeza y vio un pijama de color rojo. Cambió a la pequeña e hizo lo que le había pedido Pernilla. De regreso a la cocina, pasó por delante de la cómoda lijada. La luz de la vela se había extinguido y el rostro de Mattias quedaba en sombra, detrás de la urna blanca. No le dijo nada cuando pasó ante él, la dejó en paz.
– Sírvete. Seguro que no está tan rico como lo que tú sueles preparar, a mí no se me da muy bien la cocina. Era más bien cosa de Mattias.
Daniella estaba sentada en la trona y Pernilla puso una galleta sin azúcar en su mantelito. Monika miró la comida que tenía delante. Sería imposible probar bocado, pero tenía que intentarlo.
Comieron unos minutos en silencio. Monika removía la comida de su plato y se llevaba a la boca un poco de vez en cuando, pero su cuerpo no quería tragar. Cuanto más lo intentaba, más trabajo le costaba.
– Oye…
Levantó la vista. Y notó que, pese al cansancio y la turbación, se puso en guardia enseguida. Estar allí entrañaba un riesgo. Ahora que había perdido el control.
– Quisiera pedirte perdón.
Monika se quedó inmóvil. Pernilla había dejado los cubiertos y le dio a Daniella otra galleta, antes de continuar.
– Sé que he sido terriblemente antipática algunas de las veces que has estado en casa, pero es que no he tenido fuerzas para comportarme.
Tenía la boca seca y tragó saliva antes de poder pronunciar palabra.
– No, no has sido antipática.
– Claro que sí, desde luego, pero hacía lo que podía. A veces me cuesta tanto trabajo que, simplemente, no puedo.
Monika dejó también sus cubiertos. Cuantas menos cosas en las que concentrarse, tanto mejor. Tenía que serenarse, concentrarse. Pernilla acababa de pedirle perdón por algo. Tenía que ocurrírsele algo que decir.
– Te aseguro que no tienes que pedir perdón por nada.
Pernilla bajó la vista.
– Sólo quiero que sepas que aprecio mucho que, pese a todo, hayas seguido viniendo aquí.
Monika tomó el vaso de agua y bebió un trago.
– Después de mi accidente, muchos de nuestros amigos se esfumaron; fue algo natural, simplemente fueron desapareciendo. A mí siempre me dolía la espalda y, además, no teníamos dinero y la mayoría de nuestros amigos seguían con el buceo.
Monika dio otro trago. Casi podía esconderse tras el vaso de agua.
– Ahora, después de lo sucedido, he de admitir que me siento un poco decepcionada al ver qué pocos de ellos me han llamado. De pronto me di cuenta de lo solos que estábamos. -Pernilla miró a Monika y sonrió, casi con timidez-. Vamos, que lo que intento decirte es que me alegro de que nos hayamos conocido. De verdad que has sido de gran ayuda.
Monika intentaba asimilar qué era lo que estaba oyendo. Sospechaba que era por lo que había luchado todo el tiempo, y que ahora debería estar contenta, al tener por fin la prueba de haberlo conseguido. Pero entonces, ¿por qué se sentía como se sentía? Necesitaba irse a casa. A sus somníferos. Pero antes, debía pasarse por la clínica para dejar los análisis de Maj-Britt. Ahora que sabía que todos se habrían marchado, podía aventurarse a ir allí y analizar las muestras ella misma. Puesto que lo había prometido. Y uno debe cumplir lo que promete.
Se estremeció al oír el timbre del teléfono. Pernilla se levantó y se dirigió a la sala de estar. Monika se acercó sigilosa al fregadero y limpió el plato con un trozo de film transparente que había dentro.
Oyó que Pernilla contestaba al teléfono.
– Sí, ¿hola?
Ocultó la comida bajo un cartón de leche vacío.
– Bueno, es lo que cabía esperar, no sé qué esperas que diga exactamente.
La voz de Pernilla había adquirido un timbre acerado y luego guardó silencio un buen rato. Monika volvió a la mesa con el plato y usó el tenedor para borrar las huellas del film transparente. Entonces volvió a oírse la voz de Pernilla y sus palabras reavivaron en Monika un miedo que se abrió paso a través de su desconcierto.
– Sinceramente, me gustaría que no volvieras a llamarme más. Las cosas son como son, pero me parece que es mucho pedir que yo tenga que consolarte a ti.
Al parecer, la persona que llamaba la interrumpió, pero Pernilla continuó un par de segundos después.
– No, ya, pero ésa es la sensación que tengo. Adiós.
Se hizo el silencio, todo estaba en calma. El único que se negaba a adaptarse al sosiego reinante era el corazón de Monika. Entonces apareció Pernilla, que volvió a ocupar su asiento. En ese instante sonó el móvil de Monika. Se puso a buscarlo a tientas en el bolso que tenía a sus pies, no para contestar, sino para poner fin al irritante timbre. Echó una ojeada a la pantalla y vio que era Åse. Estuvo temblándole la mano hasta que logró rechazar la llamada. Notó que Pernilla la observaba, pero Monika le respondió antes de que pudiese formular la pregunta.
– Nada importante, mi madre, pero ya la llamaré luego.
Pernilla apartó el plato que tenía delante, aunque aún estaba casi lleno de comida.
– La que llamaba era la mujer que conducía el coche.
A Daniella se le cayó la galleta al suelo y Monika se agachó aliviada a recogerla, pues así se apartaba un segundo al menos de su vista.
– Vino por aquí otra vez un par de días después del accidente. Vino a pedir perdón, o algo así. -Pernilla resopló-. Llevaba encima tantas pastillas que no entendí bien lo que estaba pasando. Pensé mucho en ello después. Lamenté no haberla mandado a la mierda. ¿Cómo puede pensar que podré perdonarla?
De repente, Pernilla se hallaba al otro lado del túnel. Monika clavaba la mirada en su rostro, ahora rodeado por una envolvente masa de color gris oscuro. Cerró los ojos bien fuerte y volvió a abrirlos, para encontrarse con la misma visión. Y se preguntó por qué estaba abierto el grifo, quién había abierto el grifo, por qué rugía con tal fuerza.
– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Respiraba con rapidez y de forma entrecortada.
– Sí, bueno, tengo que irme.
– Pero también he preparado un postre.
Monika se levantó de la silla.
– Tengo que irme.
Al levantarse, el túnel desapareció. El rugido del agua persistía, pero vio que el grifo estaba cerrado, así que el raudal de agua debía de proceder de otro lugar del apartamento.
Avanzó con paso vacilante hasta el vestíbulo, apoyándose en los marcos de las puertas y en las paredes. Pernilla iba detrás.
– ¿Estás bien?
– Sí, pero tengo que irme ya.
Se calzó las botas y se puso el abrigo. Pernilla sostenía su bolso en la mano y se lo tendió.
– Te llamaré mañana.
Monika no respondió, sino que abrió la puerta sin decir nada. Pensaba marcharse. Pernilla le había pedido que se quedase, pero ella pensaba marcharse. Vendría cualquier otro día, porque Pernilla era su amiga y estaba agradecida por su amistad, por todo lo que Monika había hecho por ella. No le había pedido que se fuera a la mierda, como habría querido hacer con Åse; al contrario, ellas dos eran amigas de verdad y en las amigas de verdad se puede confiar. Ellas no se mentían. Y estaban para lo bueno y para lo malo y siempre podías contar con ellas.