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– Sí, estoy enferma. Estoy en casa, con fiebre.

– ¡Vaya! Puede que te lo haya contagiado Daniella, ella también está enferma.

Monika no respondió. Si Daniella estaba enferma, ella debería ir a su casa. Iba incluido en el acuerdo, pero no tenía fuerzas. Tenía que dormir.

– Bueno, no te molesto más, si no te encuentras bien. Llámame cuando te hayas recuperado. Si necesitas algo, llámame, si quieres que vaya a comprar comida o algo así.

Monika cerró los ojos.

– Gracias.

No fue capaz de añadir nada más y cortó la llamada. Deslizó la espalda por la puerta y se quedó sentada en el suelo. Apoyó los codos en las rodillas y ocultó la cara entre las manos. El adormecimiento de las pastillas la libraba de tomar plena conciencia de los pensamientos que se le pasaban por la mente. De percibir la frágil línea divisoria entre crueldad y entrega. Pero ¿qué era la maldad? ¿Quién establecía las reglas? ¿Quién se tomaba la prerrogativa de definir una verdad aplicable a todos bajo cualquier circunstancia? Ella sólo quería ayudar, rectificar, hacer que el absurdo «Jamás otra vez» resultase menos implacable. Pues todo podía rectificarse si uno se esforzaba lo suficiente. ¡Tenía que ser así! ¡Así tenía que ser!

Seguiría estando al lado de Pernilla, lo contrario resultaba impensable. Seguiría subordinándose, estando ahí mientras Pernilla la necesitara, dejando a un lado su propia vida mientras fuese preciso. Aun así, sabía que, a la larga, no sería suficiente. Monika le había arrebatado a Pernilla un esposo y a Daniella un padre, no les había arrebatado una amiga. Se puso de pie y, sin ver nada, en realidad, se quedó mirando la porción de pared sobre la zapatera. No había caído en la cuenta antes, pero ahí estaba la solución. Pernilla tenía que conocer a otro hombre, un hombre que pudiese llenar el vacío dejado por Mattias de un modo totalmente distinto al que ella podría ofrecerle nunca. Un hombre que se convirtiese en un nuevo padre para Daniella, que se hiciese cargo de la manutención, que le diese a Pernilla el amor que la muerte de Mattias le había arrebatado.

Monika se enderezó y el abrigo se deslizó hasta caer al suelo. Animada por su nueva idea, sintió que todo resultaba más fácil. Si hacía que Pernilla conociese a otro hombre, su misión habría concluido, habría cumplido por completo con su deber. Podrían seguir viéndose como amigas y Pernilla jamás conocería la verdad.

La deuda de Monika para con Mattias quedaría saldada.

Entró en el dormitorio y se tomó un somnífero directamente del blíster. Ante todo, tenía que dormir. Descansar bien, para que su cerebro volviese a obedecer. Después estaría preparada para empezar a organizar su nuevo plan: sacar a Pernilla por la noche, llevarla de bares, invitarla a algún viaje al extranjero, poner anuncios de contactos en su nombre, tanto en Internet como en los diarios.

Ella lo arreglaría todo.

Y las cosas volverían a funcionar.

Dejó la ropa en el suelo, exactamente donde se la quitó. Y se durmió sin más, tan pronto como su cabeza aterrizó en el almohadón, una vez convencida de que había recobrado el control.

30

Maj-Britt observaba el ocaso desde el sillón. Las sombras se fortalecían cada vez más negras en el apartamento para, finalmente, fundirse con el entorno.

Seis meses.

En un primer momento no sintió nada. Seis meses no era más que un concepto temporal. Doce meses eran un año y seis meses, medio, no tenía nada de especial. Contó con los dedos. El 12 de octubre. El 12 de octubre más seis meses. Sería abril. Un otoño, un invierno, pero ni una primavera entera.

El 12 de octubre.

Había sido 12 de octubre muchas otras veces en su vida, aunque no podía recordar con detalle lo que había hecho todos esos días. Habrían pasado bastante desapercibidos. Pero justo aquel 12 de octubre sería muy especial. Sería el último.

Seguramente llevaba sentada en el sillón más de cuatro horas, lo que implicaba que le quedaban cuatro horas menos del último 12 de octubre de su vida.

No era dejar la vida lo que la asustaba. Había pasado mucho tiempo y muchos años sin que ella les hubiese sacado el menor partido. Hacía mucho tiempo que la vida no le ofrecía nada por lo que ella sintiese verdadero interés.

Pero morir.

Ser aniquilada sin dejar el menor rastro tras de sí, ni la más mínima huella. En tanto que el futuro estaba ahí como algo evidente, siempre existió la posibilidad, tan fácil de posponer. A partir de ahora, el tiempo era limitado, era una cuenta atrás, cada minuto se constituía, de repente, en una pérdida sensible. Le resultaba del todo incomprensible que se tratase del mismo tiempo que, durante años, había ido transcurriendo despacio en tal abundancia que nunca supo qué hacer con él. Un tiempo que avanzaba lentamente y pasaba de largo ahogado en puro sinsentido. Maj-Britt desaparecería sin dejar la más mínima huella.

Sus manos se aferraron con más fuerza al brazo del sillón.

Diera o no su consentimiento, tendría que abandonarse a aquel inmenso Más Allá, a la eternidad, donde ningún ser humano sabía lo que le aguardaba.

Imagínate que tuvieran razón. Si era tal y como ellos, con tanto afán, habían intentado grabar en su cabeza y que allí era donde esperaba el Gran Juicio. Si era así, ella estaba completamente convencida de que el suyo no sería halagüeño. No precisaba ningún examen de conciencia para comprender qué lado de la balanza pesaría más. Quizás Él estaría esperando al otro lado, contento y satisfecho de tenerla por fin bajo su dominio, una vez que ella había utilizado su derecho a elegir y había pruebas sobradas de que se había ganado el debido castigo.

No existía ninguna razón para vivir pero ¿cómo atreverse a morir? ¿Cómo osar abandonarse a la eternidad, cuando no sabía en qué consistía?

La más honda soledad.

Eternamente.

Cuando quedaba tanto por hacer.

La oscuridad se apoderó del apartamento y su desasosiego fue en aumento. Cada minuto que pasaba era más evidente. Tenía que equilibrar los dos platillos de la balanza como fuera.

Recordó a la mujer que, hacía unas horas, le comunicó su sentencia de muerte, se miró de reojo la delgada muñeca donde llevaba un reloj muy caro y se apresuró a partir con el miedo en la mirada. Un exterior tan impecable y tan consciente de su culpa. El próximo 12 de octubre, la mujer no recordaría ni a Maj-Britt ni aquel día. Todo se perdería en la maraña de otros pacientes moribundos y de días tan parecidos que podrían confundirse unos con otros. Ella proseguiría su vida en la tierra tranquilamente y, con todo el tiempo del mundo, podría saldar su deuda.

No así Maj-Britt.

A partir de ahora, cada segundo que pasaba sin provecho era un segundo perdido.

Se puso de pie. Saba esperaba junto a la puerta del balcón y ella fue a abrirle. Se veía luz en la ventana de enfrente, en la casa en la que había vivido el que ahora tenía la respuesta a la pregunta que se hacían todos los hombres de todos los tiempos.

Y de nuevo pensó en Monika. En su culpa.

Dos vidas que pesaban mucho en uno de los platillos de la balanza.

De pronto le costaba respirar y llena de espanto comprendió que estaba aterrorizada. A la soledad estaba acostumbrada, pero enfrentarse sola a lo que la esperaba…

«Padre nuestro que estás en el cielo.» Se dio la vuelta y miró el armario. Sabía que estaba allí escondido en la última balda, sin usar durante todos aquellos años, pero desgastadas las pastas después del uso de antaño. Sin embargo, ella le había dado la espalda a Dios. Ahora lo comprendía todo. Todo se evidenciaba en una certeza transparente. Él sólo había aguardado su momento. Siempre supo que ella se le acercaría a rastras el día en que la arena empezase a escasear en la ampolla del reloj. El día en que no pudiese seguir escondiéndose en la vida, sino que se hallase desnuda ante una realidad que todos conocen pero con la que nadie tiene fuerzas para contar. La realidad de un día en que todo se acaba. Que llega un día en que todos hemos de abandonar cuanto conocemos y nos vemos obligados a entregarnos a aquello que, desde el origen de los tiempos, ha constituido el mayor temor del hombre.