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Él sabía que, entonces, ella lo llamaría a gritos, que le pediría de rodillas su perdón y su bendición y mendigaría su gracia.

Y no se equivocó.

Él ganaba y ella perdía.

Allí estaba, desnuda ante Él, dispuesta a someterse.

Una derrota monumental.

Cerró los ojos y notó que se ruborizaba. Con el color de la vergüenza, se dirigió al armario y abrió las puertas. Rebuscó por la balda con la mano, pasándola por pilas de sábanas y de manteles y cortinas olvidadas, hasta que notó la forma familiar de lo que buscaba. Detuvo su búsqueda, vaciló un instante, la humillación la quemaba como el fuego pues admitir que había errado era admitir que El siempre tuvo razón, lo que magnificaba su culpa más aún. De este modo, ella lo autorizaba a castigarla.

Tomó la Biblia y la sacó del armario. Miró la cubierta desgastada. Había algo entre las páginas y, sin pensarlo, lo sacó y cuando ya era demasiado tarde, recordó de qué se trataba. Eran dos fotografías. Muy despacio, volvió a desplomarse en el sillón. Cerró los ojos pero volvió a abrirlos y dejó que su mirada se llenase de la pareja de enamorados. Un hermoso día primaveral, un vestido blanco y entallado y Göran, con su traje negro. El velo que con tanto esmero había elegido. Sus manos entrelazadas. La convicción. La absoluta certeza. Vanja justo detrás, verdaderamente feliz por ella. Aquella sonrisa tan familiar, el destello en sus ojos, su Vanja, siempre dispuesta cuando la necesitaba. Siempre pensando en su bien. Y a la que ella, ahora, había mentido, traicionado, sentenciado y rechazado.

Demasiado peso en ese platillo.

Soltó en el suelo la fotografía y miró la otra. Contuvo la respiración al ver la mirada huera de la pequeña. Sentada en una mantita, en el suelo de la cocina de la casa que habían alquilado. El vestidito rojo, los zapatitos blancos, regalo de los padres de Göran.

Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Evocó la sensación al alzar en el aire aquel cuerpecito, al acogerlo en su regazo, su olor. Las manitas que se extendían buscándola con una confianza infinita a la que ella no fue capaz de corresponder. ¿Cómo, cuando nadie le enseñó jamás cómo se hacía tal cosa?

El dolor que nunca se permitió sentir la inundó ahora y fue tan honda su desesperación que perdió el resuello. Dejó la fotografía, cruzó las manos convulsamente y las alzó implorando:

– Dios mi Señor que estás en el cielo, ayúdame. Apiádate de mí, borra mis excesos con tu gran misericordia, límpiame de mis malas acciones y purifícame, pues he pecado. Sólo contra Ti he pecado y cometido malas acciones, a la espera de que seas justo en tus palabras e imparcial en tu juicio. Pues en pecado nací y en pecado fui concebida.

Le temblaban las manos.

Seis meses era demasiado tiempo. No resistiría tanto.

Las lágrimas rodaban abundantes por sus mejillas y hablaba entre sollozos.

– Te ruego el perdón, pues cometo un mal que no quiero cometer. Te lo suplico, Señor, concédeme el perdón. ¡Has de darme una respuesta! Dios bendito, ¡muéstrame tu misericordia! ¡Infúndeme el valor necesario!

Y recordó lo que solía hacer cuando necesitaba su consejo y su consuelo. Se enjugó rauda las lágrimas, agarró con ansia la Biblia con la mano izquierda y pasó el pulgar derecho entre las tapas cerradas. Cerró los ojos y abrió por la página donde había detenido el pulgar, buscó en ella con el dedo y eligió un versículo al azar. Se quedó sentada, con los ojos cerrados y el índice como una lanza clavada en las Sagradas Escrituras. Ahora, Él le hablaría. Le dejaría el mensaje que quería transmitirle, el que Él le había hecho señalar con su dedo.

– Señor, no me dejes sola.

Tenía mucho miedo. Lo único que pedía era algo de consuelo, una mínima señal de que no tenía nada que temer, de que podía ser perdonada. De que Él estaba a su lado ahora que todo acabaría en breve, de que la reconciliación era posible. Respiró hondo y se puso las gafas y miró el párrafo de la página que señalaba el dedo.

Y una vez que lo hubo leído, comprendió de una vez por todas que el miedo que ahora sentía no era nada en comparación con lo que vendría.

Le temblaban las manos mientras leyó Sus palabras:

«Ahora llega tu final, pues derramaré mi ira sobre ti y te juzgaré por tus acciones y todas tus abominaciones recaerán sobre ti. No me apiadaré de ti y no tendré compasión; no, te imputaré todas tus acciones y tus abominaciones descansarán sobre ti. Y sabréis que yo soy EL SEÑOR.» Un terror que no creía posible le vació de aire los pulmones.

Ya tenía la respuesta.

Por fin, Él le había respondido.

31

Durmió un sueño sin ensoñaciones. Una nada donde nada existía. Sólo un molesto sonido de fondo que se clavaba pertinaz en el vacío reclamando su atención. Ella quería volver a la nada, pero el sonido no se rendía. Tenía que ponerle fin.

– ¿Hola?

– ¿Monika Lundvall?

Todo era tan confuso que no podía responder. Hizo un intento de abrir los ojos, pero no lo consiguió; sólo el auricular que tenía en la mano la convencía de que lo que estaba viviendo era real. Todo era dulcemente difuso. Su cabeza descansaba sobre el almohadón y, en el breve silencio creado al teléfono, el sueño volvió a apoderarse de ella. Hasta que la voz se dejó oír de nuevo.

– ¿Hola? ¿Hablo con Monika Lundvall?

– Sí.

Pues, al menos, eso creía ella misma.

– Soy Maj-Britt Pettersson. Necesito hablar contigo.

Monika logró abrir los ojos con gran esfuerzo. Distinguir la cantidad suficiente de realidad como para ser capaz de responder. La habitación estaba totalmente a oscuras. Tomó conciencia de que estaba en su cama y de que había contestado cuando sonó el teléfono y de que la persona que llamaba era alguien con quien ella no deseaba hablar nunca más.

– Tendrás que llamar al centro de salud.

– No se trata de eso. Es por otro asunto. Un asunto importante.

Se apoyó en el codo y meneó la cabeza para ordenar sus ideas. Para entender lo que pasaba y, a ser posible, hallar una salida para poder dormirse otra vez.

La voz seguía hablándole:

– No quiero hablarlo por teléfono, así que te propongo que vengas a verme. ¿Podrías mañana a las nueve de la mañana?

Monika echó una ojeada a la radio despertador. Las tres y cuarenta y nueve minutos. Y estaba casi segura de que era de noche, porque fuera estaba oscuro.

– A esa hora no puedo.

– ¿Y cuándo puedes?

– No puedo a ninguna hora. Tendrás que hablar con tu centro de salud.

Jamás en la vida volvería a aquella casa. Jamás. No tenía ninguna obligación. No para con aquella mujer. Ya había hecho más de lo que se le podía pedir. Estaba a punto de colgar cuando la voz reanudó la conversación:

– Ya sabes, cuando una va a morir de todos modos, le pierde el miedo a salir. Y si te has pasado más de treinta años encerrada en un apartamento hay muchas cosas que recuperar. Por ejemplo, relacionarse con los vecinos.

El miedo no lograba penetrar el adormecimiento. Se quedó en el exterior, aporreando iracundo varias veces para luego darse por vencido y apostarse a vigilar. A esperarla. Sabía que, tarde o temprano, se abriría una grieta y allí estaría él, dispuesto a abalanzarse sobre ella. Entre tanto, le dejó claro que no tenía elección. Tenía que ir allí. Tenía que ir y averiguar qué quería de ella aquel espanto de mujer.

Cerró los ojos. Un cansancio muy profundo. Había agotado cuanto tenía.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí?

Sí, se suponía que sí.

– Sí.