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Casi había olvidado dónde se encontraba cuando volvió a oírse la voz procedente del sillón.

– Te ruego que me perdones por haberme expresado en los términos en que lo hice para que vinieras, pero como te dije, es muy importante. Es por tu propio bien. -Volvió a sonreír y Monika se sintió ligeramente mareada-. Te he pedido que vengas para ayudarte. Puede que ahora no lo veas así, pero un día lo comprenderás.

– ¿Qué quieres?

La mujer se irguió en el sillón y entrecerró los ojos.

– «Como navaja afilada es tu lengua, forjador de engaños. El mal al bien prefieres, la mentira más que decir lo que es justo, lengua fementida.»

Monika cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero no cabía duda, aquello estaba ocurriendo de verdad.

– ¿Cómo?

– «Por eso te aplastará Dios para siempre, te agarrará y te arrancará de tu choza y te desarraigará de la tierra de los vivos.» Monika tragó saliva. Todo le daba vueltas y se apoyó en el marco de la puerta para no caer.

– Lo único que intento es salvarte. ¿Cómo se llama la viuda de ahí enfrente? La viuda a la que le estás mintiendo.

Monika no respondió. Por un instante, sus ideas se esfumaron en un remolino y sólo atinó a pensar que el alprazolam era un descubrimiento fenomenal, pues venía a salvarte cuando los problemas se resistían a resolverse por más que uno se hubiera esforzado por darles solución.

La mujer continuó, pese a no haber obtenido respuesta.

– No necesito saber su nombre, puesto que sé dónde vive.

– No entiendo qué tienes que ver tú con esto.

– Nada, supongo. Pero Dios sí.

Aquella mujer estaba loca. No dejaba de observar a Monika, la tenía agarrada como con uñas y dientes. Sentía claramente cómo su mirada la penetraba, vencía con arteros ardides sus defensas ya maltrechas y llegaba hasta el quid de la cuestión. [1] El quid de la cuestión. ¡Qué expresión más absurda!

De pronto, oyó que alguien soltaba una risita y, sorprendida, cayó en la cuenta de que era ella misma. El monstruo que ocupaba el sillón dio un respingo y le preguntó mirándola con encono:

– ¿Qué te resulta tan divertido?

– Nada, es que estaba pensando en una cosa y entonces me he acordado también de tu perro y me he dicho que… bueno, no es nada.

Alguien volvió a reír, pero enseguida se hizo el silencio. El sentido verdadero de algo. Un visitante del infierno disfrazado de perro. Cuando el monstruo retomó la palabra, su voz sonó iracunda, como si alguien lo hubiese insultado.

– No voy a cansarte con los detalles, pues veo con mis propios ojos que el tema no te interesa demasiado, pero has de saber que hago esto por ti. Seré breve, te ofrezco tres alternativas. La primera es que tú misma le confieses a la viuda que vive en el segundo piso del bloque de enfrente que le has estado mintiendo, y que la traigas aquí para que yo lo oiga con mis propios oídos. La segunda es ésta: en algún lugar, a buen recaudo, guardo una carta de mi puño y letra. Si no confiesas, la viuda recibirá dicha carta dentro de una semana y, cuando la lea, sabrá que tú convenciste a su marido para que te cambiara la plaza en el viaje de regreso del curso.

El miedo logró practicar un pequeño agujero, pero sólo uno muy pequeño. Aún se sentía más o menos segura. Tenía las pastillas en el bolso, pero ya había superado la dosis. Varias veces.

– La tercera es que ingreses un millón de coronas en la cuenta de Save the Children. Y que me traigas el justificante del ingreso.

Monika la miraba atónita. Sus palabras y aquella orden tan concreta materializaban lo que, pese al absurdo, no era sino la pura realidad. Y de repente, comprendió con toda claridad lo ridículo que era.

– ¿Estás loca? Yo no tengo todo ese dinero.

El Monstruo se volvió a mirar por la ventana. La papada le tembló al proseguir:

– Conque no, ¿eh? En ese caso, habrá que aplicar cualquiera de las otras dos opciones.

La puerta se abrió de par en par. Monika cogió el bolso y rebuscó hasta dar con la caja, vio por el rabillo del ojo que el Monstruo estaba observándola, pero no le importaba lo más mínimo, el blíster se le cayó al suelo y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando intentó recogerlo.

– Puedes pensártelo un par de días y comunicarme lo que harás. Pero es urgente. No hay que abusar de la clemencia de Dios.

Monika se encaminó al vestíbulo tambaleándose y se tragó las pastillas. Cogió las botas y se sentó a ponérselas en el rellano. Bajó las escaleras sujetándose a la barandilla y logró encontrarla salida por la puerta del sótano. Tenía que ganar tiempo como fuera. Conseguir que todo quedase en suspenso el tiempo suficiente para tener la posibilidad de pensar e imponer cierto orden en aquel desbarajuste que, una vez más, se le había ido de las manos. Aquella mujer estaba desquiciada y, en cierto modo, formaba parte de la red en la que se veía atrapada; ahora tenía que hallar una vía para salir de aquello que ya no comprendía.

Empezó a notar que el alprazolam encontraba ya los receptores idóneos de su cerebro y se permitió un instante de bienestar. Disfrutó de la liberación que suponía el hecho de que, en medio de una suerte de maravillosa transformación, nada fuese tan importante, pues todo aquello que era hiriente quedaba envuelto en una capa blanda y de fácil manejo, anulada su capacidad de hacerle daño.

Se quedó inmóvil, inspirando aire y respirando. Sólo respirar.

El sol había asomado en el cielo. Cerró los ojos y dejó que los rayos danzasen sobre su rostro.

Las cosas se arreglarían. Las cosas iban ya bastante bien. El Xanor y Save the Children. Todo tenía un fin benefactor, como el fondo de donaciones del que ella era responsable en la clínica, más o menos, que se destinaría a aportaciones dignas de todo el apoyo para salvar a niños heridos en las guerras. Todos los años ayudaban a cientos de niños de todo el mundo. Era algo fabuloso, los salvaban, salvaban a esos niños. Save the Children. ¡Ja! Ahora que lo pensaba, era prácticamente lo mismo. Y nadie notaría nada, había tanto dinero en aquel fondo de donaciones… Podría tomar prestada una parte del dinero, como una medida de emergencia, hasta que lograse hallar otra solución al problema. Llevaba el número de cuenta en la cartera y el banco ya estaba abierto. Además, lo hacía por Pernilla, no debía olvidar ese detalle, para no dejarla sola en la estacada. Pernilla la necesitaba. Hasta que encontrase a un digno sustituto de Mattias, Monika era la única persona con la que Pernilla podía contar. Y Monika había jurado por su honor que procuraría servir a sus semejantes guiándose por principios de humanidad y del respeto a la vida, y ahora resultaba que tenía una vida que salvar. Era su deber hacer cuanto estuviese en su mano.

Sólo que, en aquel momento, no conseguía recordar a quién pertenecía la vida que tenía que salvar en esta ocasión.

34

Maj-Britt estaba sentada en una silla justo delante de la puerta, que tenía entreabierta. Por la rendija, había visto pasar durante la mañana a varios de sus vecinos. Los vio apresurarse escaleras abajo para acceder a un mundo que ella había abandonado hacía ya muchos años. Inspiró el aire que entraba de la calle e hizo un esfuerzo por acostumbrarse.

Ellinor le había comprado un par de zapatos que ya se había calzado, pero no encontró ningún abrigo que le quedase bien. Había que hacer un pedido especial, le dijeron, y Maj-Britt no podía esperar tanto. Lo que tenía que hacer debía quedar zanjado lo antes posible, antes de que el valor volviese a fallarle.

Ellinor había continuado con sus intentos de convencerla, pero se vio obligada a rendirse al fin. Comprendió lo absurdo de empeñarse en persuadir a una persona que había renunciado a todo deseo de que se sometiese a un montón de complejas intervenciones quirúrgicas para conservar una vida que, en realidad, había terminado hacía muchos años.

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[1] En el original, «el corazón del perro de aguas», réplica de Fausto (Fausto, Goethe), al descubrir que el perro de aguas que lo ha seguido a su gabinete es Mefistófeles, expresión acuñada en el mundo germano para significar el quid de la cuestión, el meollo del asunto. Monika asocia el perro de dicha cita de Goethe, un enviado del infierno, con el perro de Maj-Britt. (N. de la T.)