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Pero cuando llegó el lunes, el miedo volvió a apoderarse de ella.

No lo llamó en todo el día. Cuando escuchó los mensajes del móvil, una vez que el último paciente se hubo marchado, comprobó que él le había dejado tres mensajes y le había enviado cuatro SMS. Eso debería haberla irritado. Si todo hubiera sido como solía, el interés de Thomas habría constituido la sentencia de muerte de su relación. En este caso, en cambio, su actitud la asustó más aún. Decirse que «era pura cobardía por su parte» no servía de nada. Ni siquiera «considéralo un reto». Sus viejos trucos de siempre para superarse a sí misma no funcionaban, esta vez no, el reto entrañaba riesgos demasiado grandes. Sencillamente, estaba muerta de miedo. No soportaría que él la abandonara; que, después de haberlo dejado acercarse tanto, la dejase. Era peligroso llegar a depender de algo que uno no podía controlar. Descubrirse hasta el punto que exigía la ternura de Thomas la hacía más vulnerable de lo que podía resistir.

A las doce y media de la noche, al ver que ella no lo llamaba, él se presentó ante su puerta.

– Si no quieres verme más, será mejor que me lo digas a la cara, en lugar de esconderte tras un móvil apagado.

Lo vio enfadado por primera vez. Y vio lo triste que estaba, cómo luchaba contra su propio miedo.

Monika no dijo nada, se abrazó a él y empezó a llorar.

Yacían abrazados. Fuera empezaba a amanecer. Ella estaba tan pegada a él como podía, pero no le parecía suficiente.

– ¿Sabes lo que significa Monika?

Ella asintió.

– La consejera.

– Sí, en latín. Pero en griego significa «la solitaria». -Se volvió hacia ella y le pasó el dedo índice por la frente-. Creo que no he conocido nunca a nadie que pretenda ser tan fiel al significado de su nombre, a toda costa.

Ella cerró los ojos. La solitaria. Siempre había sido así. Hasta ahora. Pero ahora no tenía el valor suficiente para dejarse salvar.

Él se incorporó y le dio la espalda.

– Yo también tengo miedo. ¿No lo comprendes?

La había descubierto. Thomas poseía esa capacidad, la capacidad de leer sus pensamientos. Era una de las muchas cualidades de Thomas que ella apreciaba y temía en la misma medida. Él se levantó y se acercó a la ventana. Ella contempló su cuerpo desnudo. Era muy hermoso.

– Yo siempre he sido capaz de sopesar ventajas e inconvenientes, de pensar bien en cómo comportarme y me he visto inmerso en ese tipo de juegos a los que uno se entrega para no demostrar demasiado interés. Pero contigo no funciona; era tal mi añoranza de que me ocurriera algo así, de experimentar un sentimiento tan profundo que no me quedase elección.

Ella quería decir algo, pero no se le ocurría una sola palabra. Todas las que habrían resultado adecuadas se hallaban en algún escondrijo fuera de su alcance, puesto que nunca antes las había necesitado.

– Sólo sé que jamás antes había sentido nada parecido.

Allí estaba, tan desnudo como su confesión. Ella se levantó, se le acercó y lo abrazó por detrás.

– Así que no vuelvas a dejarme solo con un teléfono mudo. No sé si lo resistiré una vez más.

Era el hombre más valiente que había conocido jamás.

– Perdóname.

Durante un instante de vértigo osó sentir la más absoluta confianza, descuidarse en la sensación de ser amada enteramente. De nuevo sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, que algo negro y duro que habitaba en su interior se descomponía.

Él se dio la vuelta y le cogió la cara entre sus manos.

– Sólo te pido una cosa, que seas sincera, que digas las cosas como son, para que yo sepa lo que está pasando. Si los dos somos sinceros, no tendremos nada que temer, ¿no crees?

Ella no contestó.

– ¿No crees?

Entonces Monika asintió y le dijo:

– Te lo prometo.

Y en ese preciso momento, sentía lo que decía.

Aquella noche cenarían juntos. La mañana siguiente, Monika partiría para asistir a su curso y ya lo echaba de menos. Cuatro días. Cuatro días y cuatro noches sin su compañía.

Su madre estaba enojada. No por el curso en sí, sino porque la tumba permanecería a oscuras durante varios días. Monika le prometió que volvería a casa enseguida, que la recogería el domingo a las tres, en cuanto llegase.

Estuvo largo rato eligiendo la ropa en el armario. En realidad, ya tenía decidido lo que se pondría, sabía perfectamente lo que a él le gustaba, pero quiso cerciorarse una vez más de que no se equivocaba. Al pasar ante la ventana, se detuvo y arrancó una hoja marchita de una de las orquídeas. Las demás estaban aún en todo su esplendor y Monika se quedó admirando tan perfecta creación. Tan increíblemente hermoso, una simetría tan absoluta, sin carencias ni desperfectos. Y sin embargo, él la había comparado con aquellas flores al verlas en el macetero de la ventana, de modo que un poco loco sí que estaba. Una orquídea era algo perfecto, ella no lo era. Él tenía la habilidad de hacerla sentir única, por dentro y por fuera, pero sólo cuando lo tenía cerca y ella podía verse reflejada en la convicción de su mirada. Lejos de esa mirada, tomaba el relevo lo demás, aquello que ella sabía que existía en su interior, aquello que no era digno de amor y que, con implacable rapidez, recuperaba el terreno perdido.

Vaciló un instante en la puerta antes de salir. Si iba ahora mismo, llegaría justo a tiempo. ¿Qué ocurriría si llegaba tarde, bastante tarde? ¿Hasta qué punto se enfadaría él? Tal vez entonces comprendiese que no era tan maravillosa como él se figuraba. Tal vez entonces él descubriría su lado oculto, desvelaría el fallo de cuya existencia ella tenía la certeza. Demostraría que sólo la amaría mientras creyese que era perfecta. Apagó el móvil y se sentó en el sillón del vestíbulo.

Lo hizo esperar cuarenta y cinco minutos. Cuando por fin llegó corriendo, lo halló empapado esperando en la plaza. Permaneció en el lugar de la cita.

– ¡Por fin! ¡Dios mío, estaba muy preocupado! Creí que te había ocurrido algo.

Ni un solo reproche. Ni el menor indicio de enojo. La atrajo hacia sí y ella, avergonzada, hundió la cara en su chaquetón mojado.

Sin embargo, aún no estaba del todo convencida. No al máximo.

Aquella noche durmieron juntos en su casa. Cuando llegó el día y ya se acercaba el momento de que ella partiera, él la retuvo un buen rato entre sus brazos.

– He calculado que vas a estar fuera durante ciento ocho horas, pero no estoy seguro de aguantar más de ochenta y cinco.

Ella se acurrucó en sus brazos y gozó de otra oleada de vértigo. En esta ocasión, quería permanecer allí. Darle a la vida la oportunidad de decidir ella misma, por una vez.

– Ya sabes que pronto volveré, empujada por una nostalgia magnética.

Él sonrió y la besó en la frente.

– Sea como sea, ten cuidado con el tendido eléctrico.

Ella le devolvió la sonrisa y miró el reloj: era más que hora de irse. Deseaba tanto pronunciar aquellas dos palabras, tan difíciles de expresar. De modo que acercó los labios a su oído y le susurró:

– Me alegro de ser yo, precisamente, tu paloma.

Y en ese momento, ninguno de los dos podía imaginar ni en sueños que la Monika que estaba a punto de partir no regresaría jamás.

4

Le llevó cuatro días reunir las fuerzas suficientes para ponerse a formular una respuesta. Sus noches estaban plagadas de sueños inquietantes que se desarrollaban en las proximidades de grandes extensiones de agua. Figuras gigantescas se deslizaban bajo la superficie del agua como negros nubarrones y, aunque ella estaba en tierra, las sentía amenazantes, como si, pese a todo, pudieran darle alcance. Estaba delgada otra vez y podía moverse sin dificultad, pero había otra razón que le impedía moverse. Algo le pasaba en las piernas. En varias ocasiones se despertó a causa de una ola ingente que se le acercaba arrasando justo en el momento en que ella comprendía que no lograría escapar.