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– ¿Sabes, Maj-Britt? Estoy tan contenta de que hayas decidido hacer esto…

Y la dejó sola. Una pequeña habitación con las persianas echadas, un sencillo tresillo, la mesa junto a la que ella se había sentado y unos cuadros en la pared. Seguía llegando ruido desde el pasillo. El timbre de un teléfono, el ruido de una puerta al cerrarse. Y Vanja no tardaría en aparecer. Vanja, a la que no veía desde hacía treinta y cuatro años. De la que se creía abandonada y a la que ella le había mentido. Oyó pasos que se aproximaban por el pasillo y sus dedos se aferraron al tablero de la mesa. De pronto, allí estaba. Maj-Britt contuvo la respiración sin querer. Recordó la foto de la boda con Vanja de dama de honor y pensó en lo equivocada que había estado. Era una mujer marcada por los años la que se presentó en la puerta. Su cabello, antes negro, brillaba ahora plateado y su rostro, que ella tan bien conoció en su día, aparecía surcado de finas arrugas. El concepto tiempo hecho visible; tan tangible resultaba de golpe que todo lo que dábamos por hecho, lo que iba pasando, exigía su tributo, grababa sus anillos como en un árbol, le diésemos utilidad o no a ese tiempo.

Sin embargo, fueron los ojos de Vanja los que la sorprendieron hasta el punto de hacerla perder el resuello. Recordaba a la Vanja que había conocido, siempre con un destello en la mirada y una sonrisa burlona en los labios. La mirada de la mujer que tenía ante sí revelaba un dolor infinito, como si sus ojos hubiesen tenido que ver más de lo que podían soportar. Aun así le sonrió y, por un instante, entrevió a la Vanja de su juventud traspasar aquel rostro ahora extraño.

Ni un solo gesto suyo desveló sus pensamientos al ver la figura de Maj-Britt.

Ni un solo gesto.

El vigilante seguía en la puerta y Vanja miró a su alrededor.

– Oye, Bosse, ¿no podríamos subir un poco las persianas? Apenas si se ve algo aquí dentro.

El vigilante sonrió y puso la mano en el picaporte.

– Lo siento, Vanja, tienen que estar bajadas.

El hombre cerró la puerta, pero Maj-Britt no lo oyó echar ninguna llave. Al parecer, no la echó. Vanja se acercó a la ventana e intentó subir las persianas, pero no lo consiguió. Estaban fijas. Abandonó la idea, se quedó de pie y volvió a mirar a su alrededor. Se acercó a uno de los cuadros y se inclinó para verlo mejor. Un paisaje de un bosque.

Entonces se dio la vuelta y recorrió la habitación con la mirada.

– No te figuras la curiosidad que, durante todos estos años, he tenido por saber cómo eran las salas de visita.

Maj-Britt guardaba silencio. Durante todos estos años. Vanja llevaba dieciséis años con aquella curiosidad.

Se acercó a la mesa y, como avergonzada, se sentó enfrente de Maj-Britt, que estaba aturdida. Tanto que ya ni se sentía nerviosa. Después de todo, aquélla era Vanja. Oculta en algún rincón de ese cuerpo desconocido, se agazapaba la Vanja que ella conoció en su juventud. No había nada que temer.

Se quedaron mirándose un buen rato. En completo silencio, como si cada una buscase descubrir en los rasgos de la otra detalles que le resultaran familiares. Pasaban los segundos, los minutos, sin que nada ocurriese y la inquietud de Maj-Britt terminó por ceder del todo. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, se sentía totalmente serena. El remanso que Vanja le inspiró durante su niñez y su juventud seguía intacto, allí podía relajarse, dejar de defenderse. Y volvió a pensar en Ellinor. En cómo tuvo que luchar para llegar a lo más hondo.

Fue Vanja quien rompió el silencio.

– Si alguien nos hubiera dicho entonces que un día nos veríamos aquí, en una sala de visitas de Vireberg, ¿eh?

Maj-Britt bajó la vista. Todos los sentimientos que la habían abandonado dejaron espacio para otros, para tomar conciencia del tiempo perdido. Y de que ya era demasiado tarde.

– ¿Te ha visto ya algún médico?

Como si Vanja le hubiese leído el pensamiento. Maj-Britt asintió.

– ¿Cuándo te operan?

Maj-Britt vaciló. No pensaba mentir otra vez, pero tampoco podía decirle lo que pretendía hacer.

– ¿Cómo lo supiste?

Vanja sonrió.

– ¿Has visto qué lista soy? Te he obligado a venir hasta aquí, aunque ya te lo había contado en la primera carta. Pero ¿qué no es capaz de hacer una por ver cómo son las salas de visita?

La misma Vanja de siempre, sin asomo de duda. Sin embargo, Maj-Britt no entendió a qué se refería. Intentó recordar lo que decía en la primera carta, pero allí no mencionaba nada al respecto. De ser así, Maj-Britt lo recordaría, desde luego.

– ¿Cómo que ya me lo habías contado?

Vanja exhibió entonces una sonrisa más amplia aún. Una vez más, atisbó a su antigua amiga. La misma con la que compartía tantos viejos recuerdos.

– Te escribí que había soñado contigo, ¿no?

Maj-Britt se la quedó mirando.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que acabo de decir. Que lo soñé. Claro que no estaba completamente segura, pero no me apetecía probar suerte.

Maj-Britt se oyó resoplar, pero en realidad no era su intención. Era una explicación tan inesperada y tan inverosímil que no podía tomársela en serio.

– ¿Y quieres que me lo crea?

Vanja se encogió de hombros y, de repente, era ella otra vez. Había algo en sus gestos. Cuanto más la miraba, más reconocía a su amiga de antaño. Lo único que había cambiado era el tiempo, que había ajado el envoltorio.

– Puedes creer lo que quieras, pero eso es lo que pasó. Si tú tienes una explicación mejor en la que te apetezca más creer, por mí, adelante.

De repente, Maj-Britt se enfadó. Había recorrido todo el trayecto hasta allí, venciéndose a sí misma en más de una ocasión para poder llegar, y todo para oír aquello. Entonces recordó que también había ido a pedir perdón, pero ya no le quedaban ganas, ahora que Vanja se dedicaba a burlarse de ella.

Se hizo un largo silencio. Al parecer, Vanja no pensaba ni desdecirse ni ampliar su explicación y Maj-Britt no quería seguir preguntando. Vanja podría interpretarlo como que aceptaba lo que acababa de oír y, desde luego, no pensaba favorecer tal cosa, desde luego que no. Estaba muy segura de que su explicación iba a satisfacerla de algún modo. Ignoraba qué esperaba en realidad, todo había sido muy desconcertante, absolutamente incomprensible. Pero aquello era peor que el desconcierto, aquello no le interesaba saberlo siquiera. En especial, cuando ni en sueños se le ocurría una explicación mejor.

– Sé cómo te sientes, yo también me asusté al principio. Pero luego, cuando me acostumbré, comprendí que, en el fondo, es fenomenal que existan cosas que ignorábamos.

No era eso lo que sentía Maj-Britt. Al contrario, a ella eso la asustaba. Si Vanja tenía razón, podía haber montones de cosas de las que ella no sabía nada. Pero a Vanja no parecía importarle. Ella seguía allí tan tranquila, toqueteando el servilletero marrón que había sobre la mesa.

Y luego continuó la conversación, como si lo que acababan de decir no fuese nada especial.

– El Estado me ha concedido el indulto. Quedaré en libertad dentro de un año.

Maj-Britt sintió un gran alivio al ver que la conversación se centraba en algo concreto.

– Enhorabuena.

Ahora fue Vanja quien resopló. No un resoplido displicente, sino una prueba de cómo se sentía.

– No fui yo quien envió la solicitud, sino algunos de los empleados del centro.

– Pues muy bien, ¿no?

Vanja guardó silencio unos minutos.

– ¿Tú recuerdas lo que hacías hace dieciséis años?

Maj-Britt reflexionó un instante. 1989. Lo más probable es que lo pasase sentada en el sillón. O quizás en el sofá, porque en aquella época aún podía.

– Pues yo estoy aquí encerrada desde entonces. Aunque en realidad, lo que hice fue cambiar una prisión por otra y te aseguro que, al principio, esto, en comparación, era el paraíso. Si no hubiese sido por todo lo que una llegaba a pensar, cuando no se trataba sólo de superar el día evitando que él se enfadase. O lo que fuera. -Vanja se miró las manos, que tenía sobre la mesa-. La pena de cárcel es, en el fondo, lo mismo que una multa, sólo que se paga en tiempo. Y la gran diferencia es que el dinero siempre se puede conseguir.