Había ingresado el dinero en la cuenta de Save the Children, metió el justificante en un sobre con la dirección de Maj-Britt y creyó que lo había enviado. Una semana más tarde, lo encontró en el bolsillo del abrigo, pero para entonces ya era demasiado tarde. Cuando volvió a casa después de ir al banco desconectó todos los teléfonos, dejó los somníferos y el Xanor a mano en la mesilla de noche y se metió en la cama. Tres días después, el jefe de la clínica y un colega suyo entraron en el apartamento con la ayuda de un cerrajero. Habían llamado del banco para hablar con el jefe y asegurarse de que todo estaba en orden, teniendo en cuenta la gran suma de dinero que Monika había sacado del fondo de donaciones de la clínica y, además, mencionaron su extraño comportamiento. Que, naturalmente, podían estar equivocados, pero que a decir verdad, Monika parecía actuar bajo el efecto de alguna droga. Fue tal la vergüenza que sintió cuando despertó en su cama y vio a su jefe y al colega que no pudo articular palabra. Y aunque el hombre se ofreció a no presentar ninguna denuncia a la policía si le explicaba qué había sucedido y qué había hecho, ella siguió guardando silencio incluso cuando recuperó la capacidad de hablar. De todos modos, la existencia de la que había sido dueña estaba ya perdida. Jamás podría volver a mirarlos a la cara si confesaba lo que había hecho.
Prefería asumir el castigo. Y, en cierto modo, por extraño que pudiera parecer, se sintió liberada al poder zafarse de la absurda realidad en que ella misma se había encerrado.
Pues había cárceles de muchas clases. Sin necesidad de que quienes las habitasen hubiesen ido jamás a juicio.
En el vestíbulo había una carta de Maj-Britt. Totalmente arrepentida, le pedía perdón por lo que le había hecho pasar y le aseguraba que la había llamado una y otra vez para retirar sus palabras. Pero que Monika no respondió. Leyó la carta una y otra vez. Colérica, en un principio, cada vez más triste después. En vano había intentado encontrar un cabeza de turco para exculparse, pero al final comprendió que no había nadie más a quien responsabilizar.
Unos días antes del juicio, recibió una carta de Pernilla. Monika no la había llamado y había ignorado sus mensajes y al final lo fue dejando. Tomó la carta como una señal de que Pernilla se había enterado por fin y el nombre del remitente la asustó como un ruido repentino en plena noche. Con la mano rígida por la angustia abrió el sobre y, al leer la breve misiva, experimentó un alivio indescriptible. Pernilla la había perdonado. Se lo habían explicado todo y admitía que, al principio, sintió ira y tristeza. Pero la persona que se lo contó le hizo comprender por qué Monika había actuado de aquel modo y logró convertir su rabia en compasión. Además, Pernilla le preguntaba por el dinero que había recibido, si era la causa de que la hubiesen denunciado, o si era por el dinero que se vio obligada a ingresar en la cuenta de Save the Children.
Y entonces comprendió que fue Maj-Britt quien la libero.
El sol bañaba ya los tejados y difundía millones de diamantes diminutos sobre la nieve recién caída. Monika se cerró bien el chaquetón, pero no sirvió de mucho. Miró el reloj y comprobó que había pasado ya media hora de los sesenta minutos que se le permitía estar fuera, pero ni el frío más acerado la obligaría a entrar antes de tiempo.
Por el rabillo del ojo vio que alguien salía al patio. No miró, no se atrevía, no tenía ni idea de las normas de supervivencia que regían allí dentro. La anuladora sensación de marginación y de soledad que experimentó la noche anterior entre aquellas personas fue tan angustiosa, que pidió que le permitieran volver a su celda antes de lo necesario. Y cuando cerraron con llave, experimentó por primera vez en su vida lo que se siente al no poder respirar en una habitación llena de aire. Creyó que moriría allí dentro, pero las únicas personas a las que podía pedir ayuda eran aquellas que la habían encerrado y el tormento a que la sometían no era fruto de un descuidado error, sino que obedecía a un plan con un objetivo concreto. Consideraban que lo merecía.
La impotencia estuvo a punto de matarla.
Notó que la persona que había salido se le acercaba y, por puro instinto de protegerse, giró la cabeza para hacerse una clara idea de la posible amenaza. Era una de las mujeres de más edad de todo el penal, Monika la había visto el día anterior, durante la cena. Estaba sola y se diría que nada de lo que ocurría a su alrededor le afectaba lo más mínimo; por otro lado, las demás mujeres parecían respetar su aislamiento. En un primer momento se sintió incómoda al verla, porque vio algo en sus ojos cuando sus miradas se cruzaron, como si hubiese reaccionado igual que cuando ves a alguien que conoces. Pero Monika no había visto a aquella mujer en su vida y tampoco quería que nadie se fijase en ella. Así era, en efecto, como había pensado pasar su estancia en aquel lugar: desapercibida.
La mujer ya había llegado al banco y Monika creyó que se le saldría el corazón por la boca. Recordaba el lenguaje usado por las reclusas durante la cena, la jerarquía claramente establecida, la sensación de que todas actuaban según un guión en el que a ella no se le había asignado ningún papel, y donde no tenía ni la más remota idea de cómo ocupar un puesto sin indisponerse con alguien. No tenía la menor orientación de cómo se esperaba que se comportase. Pero el miedo que ahora sentía era distinto al que solía sentir. De hecho, no quedaba ya nada que dañar en su interior. Ahora era el cuerpo el que temía el dolor físico. Temía que se empleasen a golpes con ella.
– ¿No cogerás una cistitis de estar ahí sentada?
Agradecida de conocer la respuesta a aquella pregunta, su primer impulso fue responder que era precisa la intervención de una bacteria en la orina para contraer cistitis, pero se mordió la lengua, pues podía interpretarse como altanería por su parte.
– Puede.
Se puso de pie.
La mujer se pasó un mechón plateado por detrás de la oreja.
– ¿Damos una vuelta?
Monika dudaba. Cierto que la mujer no parecía peligrosa, pero no la atraía lo más mínimo alejarse con ella del edificio. Echó un rápido vistazo a la puerta, pero no deseaba entrar aún, puesto que algo de tiempo le quedaba. Y tampoco quería decir que no y quedarse allí plantada.
– Claro.
Empezaron a caminar por el patio muy despacio porque, ¿a qué apresurarse?
– Llegaste ayer, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo te ha caído?
– Seis meses.
Monika contestaba rápida y amable a todas las preguntas. Por ahora, iba saliendo bien parada.
– Bueno, no es tanto. Cuando te aburres, el tiempo pasa mucho más rápido de lo que se cree.
La mujer soltó una risita y Monika también sonrió, por si acaso. Sintió que debería hacer alguna pregunta como prueba de que participaba en la charla. Quizá debería preguntarle cuánto tiempo llevaba ella encerrada, pero no se atrevió. Tal vez no fuese muy oportuno.
– Dieciséis años y medio.
Monika dio un respingo.
– Pero sólo me quedan ocho meses.
La sorpresa le duró unos segundos. Luego, aminoró el paso inconscientemente. Dieciséis años y medio. No eran muchas las personas con condenas tan largas, sólo las que habían cometido delitos verdaderamente horribles; al parecer, la mujer con la que ahora paseaba era una de ellas. Monika volvió a echar una ojeada al edificio, sentía un acuciante deseo de volver. Resistió el impulso y se puso a pensar en una pregunta que hacerle. Después de todo, tenía que sobrevivir allí dentro seis meses. Sería una locura procurarse un enemigo el primer día.
– ¿Qué piensas hacer cuando salgas?
Hizo lo posible por sonar desenfadada y, al ver que la mujer se detenía y se volvía hacia ella, dio un paso atrás, aterrorizada.